Las aventuras de Pinocho. Capítulos XXXV y XXXVI
Hoy completamos la publicación de Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi, con traducción y notas de Guillermo Piro, acompañadas por imágenes de varios ilustradores de época. La imagen de arriba es de Charles Copeland (1904).
Traducción y notas de Guillermo Piro
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Pinocho encuentra dentro del Tiburón… ¿a quién encuentra?
Lean este capítulo y lo sabrán.
Pinocho, apenas le dijo adiós a su buen amigo el Atún, se movió tambaleándose en medio de aquella oscuridad, y comenzó a caminar a tientas dentro del cuerpo del Tiburón, yendo paso a paso hacia aquella pequeña claridad que divisaba a lo lejos.
Ilustración de Carlo Chiostri (1901).
Y al caminar sintió que sus pies chapoteaban en un charco de agua grasienta y resbaladiza, y esa agua tenía un olor tan fuerte a pescado frito que le pareció estar en plena cuaresma.
Y cuánto más andaba, más reluciente y perceptible se hacía la claridad; hasta que, anda que te anda, al final llegó; y cuando llegó… ¿qué encontró? No lo adivinarían ni aunque lo intentaran mil veces: encontró puesta una pequeña mesa, que tenía encima una vela encendida en una botella de cristal verde, y sentado a la mesa un viejito todo blanco, como si fuese de nieve o de crema batida, que estaba mordisqueando unos pececitos vivos, pero tan vivos, que a veces, mientras intentaba comerlos, se le escapaban de la boca.
Ilustración de Attilio Mussino (1911)
Al ver esto, el pobre Pinocho sintió una alegría tan grande y tan inesperada que poco faltó para que entrar en delirio. Quería reír, quería llorar, quería decir un montón de cosas; y en cambio mascullaba confusamente y balbuceaba palabras truncas y sin sentido. Finalmente consiguió lanzar un grito de alegría y abriendo los brazos y arrojándose al cuello del viejito, comenzó a gritar:
—¡Oh, papito mío! ¡Finalmente te he encontrado! ¡Ahora no te abandonaré nunca, nunca, nunca!
—¿No me engañan mis ojos? —replicó el viejito, restregándose los ojos—. ¿Entonces de verdad eres mi querido Pinocho?
—¡Sí, sí, soy yo, soy yo! Tú ya me has perdonado, ¿no es cierto? ¡Oh, papito mío, qué bueno eres!… y pensar que yo, en cambio… ¡Oh, si supieras cuántas desgracias han llovido sobre mi cabeza y cuántas cosas me salieron torcidas! Imagínate que el día que tú, pobre papito, cuando vendiste tu casaca, me compraste el Abecedario para ir a la escuela, yo me escapé para ver a los títeres, y el titiritero quería echarme al fuego para cocer un carnero asado, que fue quien después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase a ti, pero yo encontré al Zorro y al Gato, que me llevaron a la Posada del Camarón Rojo, donde comieron como lobos, y cuando salí solo en la noche me encontré con los asesinos que se pusieron a perseguirme, y yo corría, y ellos detrás, y yo corría, y ellos siempre detrás, y yo corría, hasta que me colgaron de una rama de la Gran Encina, de donde la hermosa Niña de los cabellos azules me mandó a recoger con una carroza, y los médicos, cuando me examinaron, dijeron enseguida: “Si no está muerto, es signo de que está vivo”, y entonces se me escapó una mentira, y la nariz empezó a crecerme y no podía pasar por la puerta de la habitación, motivo por el cual fui con el Zorro y el Gato a enterrar las cuatro monedas de oro, pues una ya la había gastado en la Posada. Y el Papagayo se puso a reír, y en lugar de dos mil monedas no encontré nada, lo cual el Juez, cuando supo que yo había sido robado, hizo que me metieran enseguida en prisión para darles una satisfacción a los ladrones, de donde, al salir, vi un hermoso racimo de uvas en el campo, que quedé preso en la trampa, y el campesino, por las buenas o por las malas, me puso el collar de perro para que cuidara el gallinero, que reconoció mi inocencia y me dejó ir, y la serpiente con la cola que echaba humo comenzó a reír y se le reventó una vena del pecho, y así volví a casa de a Niña que estaba muerta, y la Paloma, al ver que lloraba, me dijo: “Vi a tu padre que se fabricaba una pequeña barca para ir a buscarte”, y yo le contesté: “¡Oh, si yo también tuviese alas!”, y ella me dijo: “¿Quieres ir con tu padre?”, y yo le dije: “¡Claro! ¿Pero quién me llevaría?”, y ella me dijo: “Monta sobre mi grupa”, y así volamos toda la noche, y después a la mañana todos los pescadores que miraban al mar me dijeron: “Hay un pobre hombre en una pequeña barca que está por hundirse”, y yo de lejos te reconocí enseguida, porque me lo decía el corazón, y te hice señas para que volvieses a la playa.
—Yo también te reconocí —dijo Geppetto—, y de buena gana hubiese vuelto a la playa, pero ¿cómo? El mar estaba furioso y una gran ola dio vuelta mi barca. Entonces un horrible Tiburón que andaba por allí, apenas me vio corrió enseguida hacia mí y, sacando la lengua, me atrapó y me tragó como si fuera un raviol.
—¿Y cuánto tiempo has estado aquí dentro? —preguntó Pinocho.
—Desde aquel día, ya habrán pasado dos años; ¡dos años, Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!
—¿Y cómo has conseguido sobrevivir? ¿Dónde has encontrado la vela? Y los fósforos para encenderla, ¿quién te los ha dado?
—Ahora te contaré todo. Debes saber que aquella misma borrasca que dio vuelta mi barca hizo hundir también un barco mercante. Los marineros se salvaron todos, pero la nave se fue a pique y el mismo Tiburón, que ese día tenía un apetito excelente, después de haberme tragado a mí se tragó también la nave…
—¿Cómo? ¿Se la tragó toda de un bocado?… —preguntó Pinocho maravillado.
Ilustración de Corrado Sarri (1929)
—Toda de un bocado; sólo escupió el palo mayor, porque se le había quedado entre los dientes como una espina. Para mi suerte, aquella nave estaba cargada de carne enlatada, galletas, o sea pan tostado, botellas de vino, pasas de uva, queso, café, azúcar, velas de estearina y cajas de fósforos de cera. Con toda esa gracia divina pude arreglármelas dos años: pero hoy estamos en las últimas: hoy, en la despensa, no queda nada, y esta vela que ves encendida es la última que me queda…
—¿Y después?…
—Y después, querido mío, nos quedaremos los dos a oscuras.
—Entonces, papito mío —dijo Pinocho—, no hay tiempo que perder. Hay que pensar en huir enseguida…
—¿En huir?… ¿Y cómo?
—Escapando por la boca del Tiburón y echándonos al mar, a nadar.
—Buena idea. Pero yo, querido Pinocho, no sé nadar.
—¿Y qué importa?… Tú te subirás a caballo sobre mis hombros y yo, que soy buen nadador, te llevaré sano y salvo hasta la playa.
—¡Ilusiones, hijo mío!—replicó Geppetto, moviendo la cabeza y sonriendo melancólicamente—. ¿Te parece posible que un muñeco como tú, que apenas mide un metro, pueda tener la fuerza de llevarme nadando sobre los hombros?
—¡Haz la prueba y verás! De cualquier modo, si está escrito en el cielo que debemos morir, al menos tendremos el consuelo de morir abrazados.
Y sin decir más Pinocho tomó la vela y yendo adelante para iluminar bien, dijo a su padre:
—Ven detrás de mí y no tengas miedo.
Y así caminaron un buen rato, y atravesaron todo el cuerpo y todo el estómago del Tiburón. Pero cuando llegaron al punto donde comenzaba la gran garganta del monstruo decidieron detenerse para echar una mirada y elegir el momento oportuno para la fuga. Ahora hay que saber que el tiburón, siendo muy viejo y sufriendo de asma y de palpitaciones, se veía obligado a dormir con la boca abierta; por lo que Pinocho, asomándose al principio de la garganta y mirando hacia arriba, pudo ver, afuera de esa enorme boca, un bello trozo de cielo estrellado y la bellísima luz de la luna.
—Éste es el momento de escapar —susurró entonces dirigiéndose a su padre—. El Tiburón duerme como un lirón; el mar está tranquilo y se ve como si fuera de día. Ven entonces detrás de mí, papito, y dentro de poco estaremos a salvo.
Ilustración de Charles Copeland (1904)
Dicho y hecho, subieron por la garganta del monstruo marino y, habiendo llegado a aquella inmensa boca, comenzaron a caminar en puntas de pie por la lengua; una lengua tan ancha y tan larga que parecía el sendero de un jardín. Y ya estaban por dar el gran salto para arrojarse al mar a nadar cuando, en lo mejor, el Tiburón estornudó, y al estornudar dio una sacudida tan violenta que Pinocho y Geppetto se encontraron siendo empujados hacia atrás y lanzados nuevamente al fondo del estómago del monstruo.
Con el golpe de la caída la vela se apagó, y padre e hijo quedaron a oscuras.
—¿Y ahora?… —preguntó Pinocho, poniéndose serio.
—Ahora, hijo mío, estamos totalmente perdidos.
—¿Por qué perdidos? ¡Dame una mano, papito, y trata de no tropezar!…
—¿A dónde me llevas?
—Debemos intentar huir de nuevo. Ven conmigo y no tengas miedo.
Dicho eso, Pinocho tomó a su padre de la mano; y caminando siempre en puntas de pie, volvieron a subir por la garganta del monstruo; después atravesaron toda la lengua y atravesaron las tres hileras de dientes. Pero antes de dar el gran salto, el muñeco le dijo a su padre:
—Móntate a caballo sobre mis hombros y abrázame bien fuerte. De lo demás me ocupo yo.
Apenas Geppetto se acomodó bien sobre los hombros de su hijo, Pinocho, seguro de lo que hacía, se lanzó al agua y comenzó a nadar. El mar estaba tranquilo como si fuera de aceite, la luna brillaba con todo su esplendor y el Tiburón seguía durmiendo tan profundamente que ni el estallido de un cañón lo habría despertado.
Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)
Finalmente, Pinocho deja de ser un muñeco
y se convierte en niño.
Mientras Pinocho nadaba rápidamente para alcanzar la playa, se dio cuenta de que su padre, que estaba a caballo sobre sus hombros y tenía las piernas metidas en el agua, temblaba horriblemente, como si al pobre hombre lo hubiera atacado la fiebre terciana.
¿Temblaba de frío o de miedo? ¡Quién sabe!… A lo mejor un poco de las dos cosas.
Ilustración de Charles Copeland (1904)
Pero Pinocho, creyendo que ese temblor se debía al miedo, para confortarlo le dijo:
—¡Ánimo, padre! Dentro de unos minutos tocaremos tierra y estaremos a salvo.
—¿Pero dónde está esa bendita playa? —preguntó el viejito, cada vez más inquieto y aguzando la vista, como hacen los sastres cuando enhebran una aguja—. Mire donde mire no veo más que cielo y mar.
—Pero yo veo también la playa —dijo el muñeco—. Para que sepa, yo soy como los gatos: veo mejor de noche que de día.
El pobre Pinocho fingía estar de buen humor; pero en vez de eso… En vez de eso comenzaba a perder las esperanzas: las fuerzas le faltaban, su respiración se hacía difícil y fatigosa…
Nadó mientras le quedó aliento; después se volvió hacia Geppetto y con palabras entrecortadas dijo:
—¡Padre mío, ayúdame… porque me muero!
Y padre e hijo ya estaban a punto de ahogarse cuando oyeron una voz de guitarra desafinada que dijo:
—¿Quién se muere?
—¡Soy yo y mi pobre padre!
—¡Esa voz la conozco! ¡Tú eres Pinocho!…
—Exacto. ¿Y tú?
—Yo soy el Atún, tu compañero de prisión en el cuerpo del Tiburón.
—¿Y cómo has hecho para escapar?
—He imitado tu ejemplo. Tú eres quien me ha enseñado el camino, y, después de ti, huí yo también.
—¡Atún mío, llegas justo a tiempo! Te ruego, por el amor que sientes por los Atuncitos, tus hijos: ayúdanos o estamos perdidos.
—Encantado y de todo corazón. Agárrense los dos a mi cola y dejen que yo los lleve. En cuatro minutos los llevaré a la orilla.
Geppetto y Pinocho, como pueden imaginárselo, aceptaron inmediatamente la invitación. Pero en vez de agarrarse de la cola juzgaron más cómodo sentarse en la grupa del Atún.
—¿Pesamos mucho? —le preguntó Pinocho.
—¿Si pesan? Ni por asomo: me parece estar llevando encima dos valvas de almeja —respondió el Atún, el cual era tan grande y robusto que parecía un ternero de dos años.
Ilustración de Alice Carsey (1916)
Llegados a la orilla, Pinocho fue el primero en saltar a tierra, para ayudar a su padre a hacer lo mismo. Después se volvió al Atún y con voz conmovida le dijo:
—¡Amigo mío, tú has salvado a mi Padre! ¡Por lo tanto no tengo palabras para agradecértelo lo suficiente! ¡Permite al menos que te dé un beso en señal de reconocimiento eterno!…
El Atún sacó el hocico fuera del agua y Pinocho, poniéndose de rodillas, le dio un afectuosísimo beso en la boca. Ante este rasgo de espontánea y vivísima ternura, el pobre Atún, que no estaba acostumbrado, se sintió tan conmovido que, avergonzándose de que lo vieran llorar como un niño, volvió a meter la cabeza en el agua y desapareció.
Entretanto se había hecho de día.
Entonces Pinocho, ofreciendo su brazo a Geppetto, a quien apenas le quedaba aliento para mantenerse en pie, le dijo:
—Apóyate en mi brazo, querido papito, y vayamos. Caminaremos despacio, como las hormigas, y cuando estemos cansados, haremos un alto en el camino.
—¿Y dónde debemos ir? —preguntó Geppetto.
—En busca de una casa o de una cabaña donde por caridad nos den un pedazo de pan y un poco de paja que nos sirva de cama.
No habían recorrido aún cien pasos cuando vieron, sentados al borde del camino, a dos desgraciados, que estaban allí pidiendo limosna.
Eran el Gato y el Zorro, pero ya no había quién los reconociera. Imagínense que el Gato, a fuerza de fingir que era ciego, se había quedado ciego de verdad (1); y el Zorro, avejentado, tiñoso y sin pelos en partes del cuerpo, había perdido hasta la cola. Así son las cosas. Aquel pobre ladronzuelo, caído en la más horrible de las miserias, un buen día se vio obligado a vender hasta su bellísima cola a un mercader ambulante, que la compró para hacerse un mosqueador.
—¡Oh, Pinocho! —gritó el Zorro con voz plañidera—. ¡Ten piedad de estos dos pobres enfermos!
—¡Enfermos! —repitió el Gato.
—¡Adiós, mascaritas! —respondió el muñeco—. Me engañaron una vez, ahora no me vuelven a agarrar.
—¡Créelo, Pinocho, que hoy somos pobres y desgraciados de verdad!
—¡De verdad! —repitió el Gato.
—Si son pobres, se lo merecen. ¿Recuerdan el proverbio que dice: “Dinero robado nunca da fruto?” ¡Adiós, mascaritas!
—¡Ten compasión de nosotros!…
—¡De nosotros!…
—¡Adiós, mascaritas! Recuerden el proverbio que dice: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe”.
—¡No nos abandones!…
—¡…dones! –repitió el Gato.
—¡Adiós, mascaritas! Recuerden el proverbio que dice: “Quien roba el abrigo del prójimo, suele morir sin camisa”.
Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)
Y así Pinocho y Geppetto siguieron tranquilamente su camino; hasta que, cuando habían hecho cien pasos, vieron al final de un sendero en medio del campo una bella cabaña toda de paja, con el techo cubierto de tejas y ladrillos.
—Esa cabaña debe de estar habitada por alguien —dijo Pinocho—. Vamos allá y llamemos.
En efecto, fueron y llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —dijo una vocecita desde adentro.
—Somos un pobre padre y su pobre hijo, sin pan y sin techo —respondió el muñeco.
—Den vuelta la llave y la puerta se abrirá —dijo la misma vocecita.
Pinocho dio vuelta la llave y la puerta se abrió. Apenas entraron, miraron por aquí, miraron por allá, pero no vieron a nadie.
—¿Y el dueño de la cabaña dónde está? —dijo Pinocho, maravillado.
—¡Aquí arriba!
Padre e hijo se volvieron de inmediato hacia el techo, y vieron sobre una viga al Grillo parlante.
—¡Oh!, mi querido Grillito —dijo Pinocho saludándolo amablemente.
—Ahora me llamas “mi querido Grillito”, ¿no es cierto? Pero te acuerdas de cuando, para echarme de tu casa, me lanzaste un martillo de madera?…
—¡Tienes razón, Grillito! Aplástame a mí… tírame a mí un martillo de madera, pero ten piedad de mi pobre padre…
—Yo tendré piedad del padre y también del hijo, pero quería recordarte el mal trato recibido, para enseñarte que en este mundo, cuando se puede, hay que ser corteses con todos, si lo que queremos es que nos devuelvan la misma cortesía cuando tengamos necesidad.
—Tienes razón, Grillito, tienes razón de sobra y yo recordaré la lección que me has dado. ¿Pero me dices cómo has hecho para comprarte esta bella cabaña?
—Esta cabaña me ha sido regalada ayer por una graciosa cabra, que tenía la lana de un bellísimo color azul.
—¿Y la cabra a dónde fue? —preguntó Pinocho, con vivísima curiosidad.
—No lo sé.
—¿Y cuándo volverá?…
—No volverá nunca. Ayer partió, toda afligida, y, balando, parecía decir: “¡Pobre Pinocho… ya no lo volveré a ver… el Tiburón, a esta hora, se lo habrá devorado!…”
—¿Eso ha dicho?… ¡Entonces era ella!… ¡Era ella!… ¡Era mi querida Hadita!… —comenzó a gritar Pinocho, sollozando y llorando a lágrima viva.
Cuando hubo llorado bien, se secó los ojos, y, preparando una buena camita de paja, acostó sobre ella al viejo Geppetto. Después le preguntó al Grillo parlante:
—Dime, Grillito: ¿dónde podré encontrar un vaso de leche para mi pobre padre?
—A tres campos de distancia de aquí está el hortelano Giangio, que tiene vacas. Ve allí y encontrarás la leche que buscas.
Pinocho fue corriendo a la casa del hortelano Giangio, pero el hortelano le dijo:
—¿Cuánta leche quieres?
—Un vaso lleno.
—Un vaso de leche cuesta un centavo. Dame primero el dinero.
—No tengo un centavo —respondió Pinocho, mortificado y dolido.
—Lo siento, muñequito mío —replicó el hortelano—. Si no tienes ni un centavo, yo tampoco tengo ni un dedo de leche.
—¡Paciencia! —dijo Pinocho e hizo ademán de irse.
—Espera un poco —dijo Giangio—. Entre tú y yo podemos arreglarnos. ¿Puedes dar vuelta a la noria?
—¿Qué es la noria?
—Ese artefacto de madera que sirve para sacar agua de la cisterna, para regar las hortalizas.
—Lo intentare…
—Entonces, sácame cien baldes de agua y yo, en compensación, te regalaré un vaso de leche.
—Está bien.
Giangio condujo al muñeco al huerto y le enseñó el modo en que debía hacer girar la noria. Pinocho se puso a trabajar enseguida, pero antes de haber sacado los cien baldes de agua, estaba todo empapado de sudor de la cabeza a los pies. Nunca había trabajado tanto (2).
—Hasta ahora este trabajo de dar vueltas a la noria —dijo el hortelano— lo hacía mi borrico; pero hoy el pobre animal se está muriendo.
—¿Me permite verlo? —preguntó Pinocho.
—Con mucho gusto.
Apenas Pinocho entró en el establo vio un lindo borrico tendido sobre la paja, agotado por el hambre y el trabajo excesivo. Después de mirarlo fijamente, dijo para sí, turbándose: “¡Pero yo a este borrico lo conozco! ¡No me resulta una cara nueva!”
E inclinándose sobre él, preguntó en dialecto asnal:
—¿Quién eres?
Al oír esta pregunta, el borrico moribundo abrió los ojos y respondió balbuceando en el mismo dialecto:
—Soy… Me… cha.
Y después cerró los ojos y expiró.
Ilustración de Carlo Chiostri (1901)
—¡Oh! ¡Pobre Mecha! —dijo Pinocho a media voz; y tomando un manojo de paja se enjugó una lágrima que le caía por la mejilla.
—¿Te conmueves tanto por un borrico que no te costó nada? —dijo el hortelano—. ¿Qué debería hacer yo entonces, que lo compré con dinero contante y sonante?
—Le diré… ¡era un amigo mío!…
—¿Tu amigo?
—¡Un compañero de clase!…
—¡¿Cómo!? —gritó Giangio soltando una carcajada—. ¡¿Cómo!? ¿Tuviste borricos por compañeros de escuela? ¡Me imagino lo mucho que habrás aprendido!…
El muñeco, sintiéndose mortificado por estas palabras, no respondió; tomó su vaso de leche caliente y volvió a la cabaña.
Y desde aquel día continuó durante más de cinco meses levantándose todas las mañanas, antes del alba, para ir a dar vueltas a la noria, ganando así ese vaso de leche que tan bien le hacía a la salud quebrantada de su padre. No contento con eso, en los ratos perdidos aprendió a hacer canastos y cestas de mimbre; y con el dinero que ganaba proveía con muchísimo juicio a todos los gastos diarios. Entre otras cosas, construyó con sus propias manos un elegante carrito para sacar a pasear a su padre los días que hacía buen tiempo, para que tomase un poco de aire.
Por la noche, se ejercitaba leyendo y escribiendo. Había comprado en el pueblo vecino, por pocos centavos, un grueso libro, al cual le faltaban la tapa y el índice, y eso leía. En cuanto a escribir, se servía de una brizna de paja suave a modo de pluma; y no teniendo ni tintero ni tinta, la mojaba en un frasquito lleno de jugo de moras y cerezas.
El caso es que con su buena voluntad para ingeniarse, trabajar y salir adelante, no sólo había conseguido mantener casi cómodamente a su padre siempre enfermo, sino también ahorrar cuarenta monedas para comprarse un trajecito nuevo.
Una mañana le dijo a su padre:
—Voy al mercado cercano a comprarme una chaqueta, un gorro y un par de zapatos. Cuando vuelva a casa —agregó riendo— estaré tan bien vestido que me confundirán con un gran señor.
Y apenas salió de casa comenzó a correr, alegre y contento. Cuando de pronto oyó que lo llamaban por su nombre; y volviéndose vio a un lindo Caracol que se asomaba por un matorral.
—¿No me reconoces? —dijo el Caracol.
—No estoy seguro…
—¿No te acuerdas de aquel Caracol que estaba al servicio del Hada de los cabellos azules? ¿No te acuerdas de aquella vez, cuando bajé a alumbrarte, y tú te quedaste con un pie metido en la puerta de casa?
—Me acuerdo de todo —gritó Pinocho—. Dime enseguida, lindo Caracol: ¿dónde has dejado a mi buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha perdonado? ¿Se acuerda siempre de mí? ¿Me sigue queriendo? ¿Está muy lejos de aquí? ¿Podría ir a verla?
A todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar aliento, el Caracol respondió con su habitual lentitud:
—¡Pinocho mío! ¡La pobre Hada yace en su lecho en el hospital!…
—¿En el hospital?
—¡Por desgracia! Abrumada por mil desgracias, se enfermó gravemente y no tiene ni para comprarse un pedazo de pan.
—¿De verdad?… ¡Oh! ¡Qué mala noticia me has dado! ¡Oh! ¡Pobre Hadita! ¡Pobre Hadita!… Si tuviese un millón, correría a llevárselo… Pero no tengo más que cuarenta monedas… aquí están; iba justo a comprarme un traje nuevo. Tómalas, Caracol, y llévaselas enseguida a mi buena Hada.
Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)
—¿Y tu traje nuevo?…
—¡Qué me importa el traje nuevo! ¡Vendería incluso estos harapos que llevo encima para poder ayudarla! Vete, Caracol, y date prisa; y en dos días vuelve aquí, que espero poder darte alguna otra moneda. Hasta ahora he trabajado para mantener a mi padre, pero de hoy en adelante trabajaré cinco horas más para mantener también a mi buena madre. Adiós, Caracol, y dentro de dos días te espero.
El Caracol, contra su costumbre, comenzó a correr como una lagartija bajo los grandes soles de agosto.
Cuando Pinocho volvió a casa, su padre le preguntó.
—¿Y el traje nuevo?
—No encontré ninguno que me quedara bien. ¡Paciencia!… Me lo compraré en otra ocasión.
Aquella noche Pinocho, en lugar de estar despierto hasta las diez, estuvo despierto hasta medianoche; y en vez de hacer ocho canastos de mimbre, hizo dieciséis.
Después se fue a la cama y se durmió. Y durmiendo, le pareció ver en sueños (3) al Hada, bella y sonriente, que, después de haberle dado un beso, le decía así:
—¡Muy bien, Pinocho! En premio a tu buen corazón, yo te perdono todas las travesuras que has hecho hasta hoy. Los niños que asisten cariñosamente a sus padres en la miseria y en la enfermedad merecen siempre alabanza y afecto, aunque no puedan ser citados como modelos de obediencia y de buena conducta. De ahora en adelante sé juicioso y serás feliz.
En ese momento el sueño terminó, y Pinocho se despertó con los ojos fuera de las órbitas.
Ahora imagínense cuál fue su sorpresa cuando, al despertarse, se dio cuenta de que ya no era un muñeco de madera, sino que se había convertido en un niño como todos los demás. Echó una mirada en torno y en vez de las habituales paredes de paja de la cabaña, vio una bella habitación amueblada y adornada con una simplicidad casi elegante. Saltando de la cama encontró preparado un vestuario nuevo, un gorro nuevo y un par de botas de cuero que le quedaban como pintadas.
Apenas se vistió se le ocurrió meter las manos en los bolsillos, y sacó un pequeño monedero de marfil, en el que estaban escritas las siguientes palabras: “El Hada de los cabellos azules restituye a su querido Pinocho las cuarenta monedas y le agradece de todo corazón”. Abrió el monedero y en vez de cuarenta monedas de cobre encontró cuarenta cequíes de oro, brillantes y recién acuñados (4).
Después fue a mirarse al espejo, y le pareció ser otro. Ya no vio reflejada la habitual imagen de un muñeco de madera, sino que vio la imagen vivaz e inteligente de un lindo niño con los cabellos castaños, los ojos celestes y un aire alegre y festivo como las pascuas.
En medio de todas esas maravillas, que se sucedían una después de otra, Pinocho ya ni siquiera sabía si de verdad estaba despierto o si seguía soñando con los ojos abiertos.
—¿Y mi padre, dónde está? —gritó de pronto: y entrando en la habitación de al lado encontró al viejo Geppetto sano, vigoroso y de buen humor, como antes, el cual, habiendo retomado enseguida su profesión de tallador de madera, estaba en ese momento diseñando un bellísimo marco lleno de hojas, flores y cabecitas de diversos animales.
—Sácame esta duda, papito: ¿cómo se explica todo este cambio repentino? —le preguntó Pinocho saltándole al cuello y cubriéndolo de besos.
—Este cambio repentino en nuestra casa es todo mérito tuyo —dijo Geppetto.
—¿Por qué mérito mío?…
—Porque cuando los niños malos se vuelven buenos, tienen la virtud de dar un aspecto nuevo y sonriente también en el interior de su familia (5).
—¿Y dónde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?
—Allí está —respondió Geppetto; y le señaló un gran muñeco apoyado en una silla, con la cabeza vuelta para un lado, que parecía un milagro que se mantuviera de pie.
Pinocho se volvió para mirarlo; y después que lo hubo mirado un poco, dijo para sus adentros con gran satisfacción: “¡Qué cómico resultaba cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy ahora que me he convertido en un niño como es debido!…” (6)
Ilustración de Attilio Mussino (1911)
FIN
Notas del traductor
(1) “Pérfido gato que (…) habrá recibido un castigo lamarckiano-lysenkoísta, pues a fuerza de fingirse ciego, ¡se quedó ciego!” (Deniz, op.cit.)
(2) “Así como el borrico Pinocho había sido llevado al circo para ‘saltar y bailar’, o sea, para llevar a cabo el antiguo proyecto del muñeco, ahora, muñeco otra vez, lleva a cabo un trabajo que lo coloca como ‘borrico’, como ya fue ‘perro’; y ésta, al igual que aquella otra degradación, forma parte de su reconocimiento de la realidad” (Manganelli, op. cit.)
(3) Pinocho sueña —por primera vez: preciso preludio a la transformación radical que está sobreviniendo, de a que el sueño es, probablemente, la manifestación más inmediata, como si esta última metamorfosis se llevara a cabo de adentro hacia fuera.
(4) Es necesario tener presente que ésta es la última intervención del Hada en el destino de Pinocho; ese “hijo falso y fatal”, como lo llama Manganelli, y su correspondiente madre no volverán a encontrarse nunca más.
(5) Declaración moralista, que concluye una larga serie en la que cautamente no nos hemos detenido ni una vez, pero que al lector no deben de haber pasado inadvertidas. La inserción de frases como ésta rompe completamente el espacio y el tempo narrativos, “como si de improviso el autor sacase la cabeza desgarrando el papel de la página para espetarnos, casi oralmente, tal admonición” (Sánchez Ferlosio, Rafael, Prólogo a Las aventuras de Pinocho, Alianza, Madrid, 1995)
(6) Como dice Rafael Sánchez Ferlosio: las metamorfosis son peligrosas. Absolutamente contrario a esta última metamorfosis del muñeco, escribe: “Collodi quiso hacer de la del muñeco de madera en niño de carne y hueso corona y premio de la redención de su criatura. Observemos que ese niño de carne y hueso que aparece al final no es más que un niño, un espécimen del Bambino Qualunque, nivelado en anónimos caracteres por el rodillo de la pedagogía”. La prueba de la “intencionalidad pedagógica” de esa metamorfosis se hace explícita, siempre según el español, “en el hecho de que el autor, en lugar de decir ‘un niño de carne y hueso’, diga siempre ‘un bambino per bene’, esto es, ‘un niño como es debido’. (…) Pinocho nace muñeco de madera; ésa es su prístina y, por lo tanto, auténtica figura. De que la pierda, hermosa o fea —sea por cirugía estética o por cirugía pedagógica— jamás podrá hacerse un premio. (…) Contra los fueros del arte no sirve querer. En la magia, para lograr una metamorfosis no basta la voluntad de producirla: hay que saber el arte. En la literatura tres cuartos de lo mismo: no bastan los más voluntariosos empeños del autor. Hay que saber el arte. En vano el buen Collodi porfiará en decirnos que ese niño de carne y hueso que aparece al final sigue siendo Pinocho, porque replicamos: ‘Bueno, esto lo escribe usted porque le da la gana, pero no es así’. El autor miente: ese niño no es Pinocho, ¡qué va a serlo!, ese niño es un vil sustituto, un impostor. La musa no ha consentido que se logre y se cumpla el villano atropello pedagógico de semejante metamorfosis: nadie se la cree. No ha habido ninguna metamorfosis sino la más burda de las sustituciones, el más chapucero de los escamoteos. Si fuera de los dominios del arte la pedagogía logra a menudo el allanamiento, uniformación e integración del que no es según el mundo quiere, el arte se ha negado a hacerse cómplice de la discriminación, segregación, expulsión o destrucción del niño diferente, implícita en esa malograda metamorfosis; haciéndola fracasar del modo más estrepitoso, sus fueros se han rebelado a la imposición y a la impostura de la pedagogía, y Pinocho sigue siendo aceptado, acogido, celebrado y amado entre nosotros, en toda su diferencia y su singularidad en toda su auténtica identidad de verdadero niño de madera”. (Sánchez Ferlosio, op. cit.) Para Edoardo Sanguineti, cuando el héroe de madera se vuelve ese “semivergonzoso fantasma que todos conocen, y lo vemos alli, inerte”, entonces todo “niño como es debido” debe mostrarse “contento” de la metamorfosis sufrida, “debe mirarse al espejo y sentirse ‘otro’, y no esa ‘habitual imagen de un muñeco de madera’, sino una ‘imagen vivaz e inteligente de un lindo niño con los cabellos castaños’, si es posible, con ‘los ojos celestes y un aire alegre y festivo como las pascuas’ —cuando se vuelve bueno, cuando adquiere incluso esa virtud ‘de dar un aspecto nuevo y sonriente’ también en el ‘interior’ de su familia—, entonces está de verdad listo para acceder, que finalmente es tiempo, a la lectura de Los novios (I promessi sposi, de Alessandro Manzoni)” (Sanguinetti, Edoardo, Esame di conscienza di un lettore del Manzoni, en Il Chierico organico, Feltrinelli, Milán, 2000).
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- Capítulos XXVII y XXVIII.
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Lecturas: Pinocho, el leño que habla, por Graciela Pacheco de Balbastro.
15/11/09 a las 21:31
Hola, muchas gracias por la oportunidad que nos brindaron de poder bajar la novela de Pinocho con su autor original.
De conocerla tal cual es y la belleza de las ilustraciones.
Ojala que continuen con este tipo de sorpresas.
La revista se me hace de mucho interés y útil información, soy promotora de lectura y cuenta-cuentos o narradora oral.
Les envío muchos saludos cariñosos.
Profesora: Julieta Alegre Tapia
México D.F.
18/11/09 a las 21:49
muchisimas gracias por compartir este maravilloso trabajo de traduccióon y edición de Pinocho con las ilustraciones de epoca !!
las hadas están muy felices !!