Las aventuras de Pinocho. Capítulos XVII y XVIII

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Seguimos publicando Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi, con traducción y notas de Guillermo Piro, acompañadas por imágenes de varios ilustradores de época. El dibujo de arriba es de Corrado Sarri (1929).

Carlo Collodi

Traducción y notas de Guillermo Piro

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XVII
Pinocho come el azúcar,
mas no quiere purgarse;
pero cuando ve a los enterradores
que quieren llevárselo,
entonces se purga.
Después dice una mentira
y como castigo le crece la nariz.

Apenas salieron los tres médicos de la habitación, el Hada se acercó a Pinocho, y después de haberle tocado la frente, se dio cuenta de que tenía una fiebre altísima.

Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y, ofreciéndoselo al muñeco, le dijo cariñosamente:

—Bebe esto, y en pocos días sanarás.

Pinocho miró el vaso, torció un poco la boca y le preguntó con voz quejosa:

—¿Es dulce o amargo?

—Es amargo, pero te hará bien.

—Si es amargo, no lo quiero.

—Hazme caso bébelo.

—A mí lo amargo no me gusta.

—Bébelo, y cuando lo hayas bebido te daré un terrón de azúcar para que se te quite el mal sabor.

—¿Dónde está el terrón de azúcar?

—Aquí lo tengo —dijo el Hada, sacándolo de una azucarera de oro.

—Primero quiero el terrón de azúcar y después beberé esa agua amarga…

—¿Me lo prometes?

—Sí…

El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de haberlo chupado y tragado en un instante, dijo relamiéndose:

—¡Qué bueno sería que el azúcar fuese un remedio!… Me purgaría todos los días.

—Ahora cumple la promesa y bebe estas gotitas de agua que te devolverán la salud.

Pinocho, de mala gana, tomó el vaso y puso dentro la punta de la nariz; después se lo acercó a la boca; después volvió a meter dentro la punta de la nariz; finalmente dijo:

—¡Es demasiado amargo! ¡Demasiado amargo! No puedo beber.

—¿Cómo puedes decir eso si ni siquiera lo has probado?

—¡Me lo imagino! Le sentí el olor. Primero quiero otro terrón de azúcar… ¡y después lo beberé!

ficciones-01-pinocho-sarri Ilustración de Corrado Sarri (1929)

Entonces el Hada, con toda la paciencia de una buena madre, le puso en la boca otro poco de azúcar y después le ofreció el vaso.

—¡Así no lo puedo beber! —dijo el muñeco, haciendo mil muecas.

—¿Por qué?

—Porque me molesta ese almohadón que tengo allí, a los pies.

El Hada le sacó el almohadón.

—¡Es inútil! ¡Así tampoco lo puedo beber!

—¿Qué te molesta ahora?

—Me molesta la puerta de la habitación, que está abierta.

El Hada fue y cerró la puerta de la habitación.

—¡Basta! —gritó Pinocho, estallando en llanto—. ¡No quiero beber esa agua amarga! ¡No, no, no!

—Niño mío, te arrepentirás…

—No me importa.

—Tu enfermedad es grave.

—No me importa…

—La fiebre, en pocas horas, te llevará al otro mundo.

—No me importa…

—¿No tienes miedo de la muerte?

—¡Nada de miedo!… Prefiero morir antes que beber ese remedio tan malo.

En ese momento la puerta de la habitación se abrió de par en par y entraron cuatro conejos negros como la tinta, llevando sobre los hombros un pequeño ataúd.

—¿Qué quieren de mí? —gritó Pinocho, sentándose en la cama, todo asustado.

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Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

—Vinimos a llevarte —respondió el conejo más grande.

—¿A llevarme?… ¡Pero si todavía no estoy muerto!…

—Es cierto: todavía no, ¡pero habiéndote negado a tomar el remedio que te hubiera curado la fiebre, te quedan pocos minutos de vida!…

—¡Oh, Hada mía! ¡Oh, Hada mía! —comenzó entonces a chillar el muñeco—, dame enseguida ese vaso… Deprisa, por favor, porque no quiero morir, no… no quiero morir…

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Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Y tomando el vaso con las dos manos lo vació de un trago.

—¡Paciencia! —dijeron los conejos—. Esta vez hemos hecho el viaje en vano.

Y echándose de nuevo el ataúd a los hombros, salieron de la habitación refunfuñando y murmurando entre dientes.

El caso es que, a los pocos minutos, Pinocho saltó de la cama, ya curado; porque hay que saber que los muñecos de madera tienen el privilegio de enfermarse raramente y de curarse muy pronto.

Y el Hada, al verlo correr y brincar por la habitación, ágil y alegre como un gallito joven, le dijo:

—Entonces la medicina te ha hecho bien, ¿no es cierto?

—¡Más que bien! ¡Me ha devuelto al mundo!…

—¿Entonces por qué te has hecho rogar tanto para beberla?

—¡Lo que ocurre es que nosotros, los niños, somos así! Tenemos más miedo del remedio que de la enfermedad.

—¡Debería darles vergüenza!… Los niños deberían saber que un buen remedio tomado a tiempo puede salvarlos de una grave enfermedad e incluso de la muerte…

—¡Oh! ¡Pero la próxima vez no me haré rogar! Me acordaré de esos conejos negros, con ese ataúd en los hombros… y entonces tomaré enseguida el vaso y ¡adentro!…

—Ahora ven aquí a contarme cómo fue que te encontraste entre las garras de esos asesinos.

—Sucedió que el titiritero Comefuego me regaló unas monedas de oro y me dijo: «¡Toma, llévaselas a tu padre!», y yo, en vez de hacer eso, me encontré en el camino con un Zorro y un Gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: «¿Quieres que estas monedas se vuelvan dos mil? Ven con nosotros y te llevaremos al Campo de los milagros». Y yo dije: «Vamos»; y ellos dijeron: «Detengámonos aquí, en la Posada del Camarón Rojo, y después de medianoche continuaremos nuestro viaje». Y yo, cuando me desperté, ellos ya no estaban, porque se habían ido. Entonces comencé a caminar de noche, y había una oscuridad que parecía imposible, por lo que en el camino encontré a dos asesinos metidos dentro de unos sacos de carbón, que me dijeron: «Saca el dinero»; y yo dije: «No tengo», porque las cuatro monedas de oro me las había escondido en la boca, y uno de los asesinos intentó meterme la mano en la boca, y yo de un mordiscón le arranqué la mano y después la escupí, pero en vez de una mano lo que escupí fue una zarpa de gato. Y los asesinos empezaron a correrme, y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron, y me colgaron de un árbol de este bosque, diciéndome: «Mañana volveremos, y entonces estarás muerto y con la boca abierta, y así te sacaremos las monedas que te has escondido debajo de la lengua».

—¿Y ahora dónde has puesto las cuatro monedas? —le preguntó el Hada.

—¡Las he perdido! —respondió Pinocho; pero dijo una mentira, porque en realidad las tenía en el bolsillo.

Apenas dijo esa mentira, su nariz, que era larga, le creció de repente dos dedos más.

—¿Y dónde las has perdido?

—En el bosque.

Al decir esta segunda mentira la nariz siguió creciendo.

—Si las has perdido en el bosque —dijo el Hada—, las buscaremos y las encontraremos, porque todo lo que se pierde en el bosque se encuentra siempre.

—¡Ah! Ahora que me acuerdo bien —replicó el muñeco, embrollándose solo—, las cuatro monedas no las perdí, sino que sin darme cuenta me las tragué mientras bebía el remedio que me has dado.

Al decir esta tercera mentira, la nariz se le alargó de un modo tan extraordinario que el pobre Pinocho no podía volverse para ningún lado. Si se volvía hacia un lado, golpeaba con la nariz en la cama y en los vidrios de la ventana; si se volvía hacia el otro, la golpeaba contra las paredes o contra la puerta de la habitación; si alzaba la cabeza, corría el riesgo de metérsela en un ojo al Hada.

Y el Hada lo miraba y reía.

—¿De qué te ríes? —le preguntó el muñeco, confundido y preocupado por aquella nariz que crecía de un modo tan desmesurado.

—Me río de las mentiras que has dicho.

—¿Y cómo sabes que he dicho una mentira?

—Las mentiras, niño mío, se reconocen enseguida, porque las hay de dos clases: están las mentiras que tienen patas cortas y las mentiras que tienen la nariz larga. Las tuyas, justamente, son de las que tienen la nariz larga.

Pinocho, no sabiendo ya dónde esconder su vergüenza, trató de huir de la habitación; pero no lo consiguió, porque su nariz había crecido tanto que no pasaba por la puerta.

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Ilustración de Attilio Mussino (1911)

XVIII
Pinocho vuelve a encontrar al Zorro y al Gato
y se va con ellos a serrar las cuatro monedas
al Campo de los milagros.

Como podrán imaginarlo, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase una buena media hora, a causa de aquella nariz que no podía pasar la puerta de la habitación, y lo hizo para darle una buena lección, y para que se corrigiera de ese feo vicio de decir mentiras, el peor vicio que pueda tener un niño. Pero cuando lo vio transfigurado y con los ojos fuera de las órbitas por la desesperación, entonces, movida por la piedad, golpeó las manos y a aquella señal, por la ventana, entraron en la habitación mil pájaros grandes llamados carpinteros, los cuales, posándose sobre la nariz de Pinocho, comenzaron a picotearlo de tal forma que en pocos minutos aquella nariz enorme y desproporcionada quedó reducida a su tamaño natural.

—Qué buena eres, Hada mía —dijo el muñeco, secándose los ojos—, cuánto te quiero.

—Yo también te quiero —respondió el Hada—, y si aceptas quedarte conmigo serás mi hermanito, y yo tu buena hermanita.

—Me quedaría encantado pero… ¿y mi pobre padre?

—He pensado en todo. Tu padre ya está avisado, y antes de que se haga de noche, estará aquí.

—¿De verdad? —gritó Pinocho, saltando de alegría—. ¡Entonces, Hada mía, si te parece bien, quisiera ir a su encuentro! ¡No veo la hora de darle un beso a ese pobre viejo, que ha sufrido tanto por mí!

—Ve entonces, pero ten cuidado de no perderte. Toma el camino del bosque y estoy segurísima de que lo encontrarás.

Pinocho partió, y apenas se introdujo en el bosque comenzó a correr como un cabrito. Pero en cuanto llegó a cierto sitio, casi enfrente de la Gran Encina, se detuvo, porque le pareció haber oído gente en medio del follaje. Efectivamente vio aparecer por el camino, ¿adivinen a quién?… Al Zorro y al Gato, o sea los dos compañeros de viaje con los que había cenado en la Posada del Camarón Rojo.

—¡Mira quién está aquí, nuestro querido Pinocho! —dijo el Zorro, abrazándolo y besándolo—. ¿Qué haces aquí?

—¿Qué haces aquí? —repitió el Gato.

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Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

—Es una larga historia —dijo el muñeco—, se la contaré despacio. Sabrán que la otra noche, cuando me dejaron solo en la posada, encontré a los asesinos en el camino…

—¿Los asesinos? ¡Oh, pobre amigo! ¿Y qué querían?

—Querían robarme las monedas de oro.

—¡Infames!… —dijo el Zorro.

—¡Infamísimos! —repitió el Gato.

—Pero yo eché a correr —siguió diciendo el muñeco—, y ellos siempre detrás; hasta que me alcanzaron y me colgaron de una rama de aquella encina…

Y Pinocho señaló la Gran Encina, que estaba allí cerca.

—¿Se puede oír algo peor? —dijo el Zorro—. ¡En qué mundo estamos condenados a vivir! ¿Dónde encontraremos un refugio seguro nosotros, las personas decentes?

Mientras decía eso, Pinocho se dio cuenta de que el Gato estaba rengo de la pata derecha de adelante, porque le faltaba por completo toda la zarpa con sus uñas, por lo que preguntó:

—¿Qué ha pasado con tu zarpa?

El Gato quería responder algo, cualquier cosa, pero se embrolló. Entonces el Zorro dijo enseguida:

—Mi amigo es demasiado modesto; es por eso que no responde. Yo responderé por él. Debes saber que hace una hora hemos encontrado en el camino a un viejo lobo, casi muerto de hambre, que nos pidió una limosna. Como no teníamos para darle ni siquiera una espina de pescado, ¿qué ha hecho mi amigo, que tiene un corazón de oro?… (1) Se arrancó con los dientes una zarpa de las patas de adelante y se la arrojó a ese pobre animal para que pudiera quitarse el hambre.

Y el Zorro, diciendo eso, se secó una lágrima.

Pinocho, conmovido también, se acercó al Gato susurrándole al oído:

—Si todos los gatos fuesen como tú, ¡qué suerte tendrían los ratones!…

—¿Y ahora qué haces por estos lugares? —preguntó el Zorro al muñeco.

—Espero a mi padre, que debe llegar de un momento a otro.

—¿Y tus monedas de oro?

—Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la Posada del Camarón Rojo.

—¡Y Pensar que en vez de cuatro monedas, mañana podrían convertirse en dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vas a sembrarlas al Campo de los milagros?

—Hoy es imposible; iré otro día.

—Otro día será tarde —dijo el Zorro.

—¿Por qué?

—Porque ese campo acaba de ser comprado por un gran señor, y a partir de mañana no estará permitido a nadie sembrar dinero allí.

—¿Cuán lejos de aquí queda el Campo de los milagros?

—Apenas dos kilómetros. ¿Quieres venir con nosotros? En media hora estarías allá; siembras rápido las cuatro monedas y después de pocos minutos recoges dos mil, y esta noche vuelves aquí con los bolsillos llenos. ¿Quieres venir con nosotros?

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Ilustración de Nikolaus Heidelbach para el libro El nuevo Pinocho. Versión de Christine Nöstlinger (Valencia, Consorci d’Editors Valancians, 1988)

Pinocho dudó un rato antes de responder, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Geppetto y de las advertencias del Grillo parlante; pero después terminó haciendo lo mismo que hacen todos los niños que no tienen ni una pizca de juicio ni corazón, es decir, terminó sacudiendo la cabeza y diciendo al Zorro y al Gato:

—Vamos, voy con ustedes.

Y partieron.

Después de haber caminado durante medio día llegaron a una ciudad que se llamaba Atrapachitrulos. Apenas entraron en la ciudad Pinocho vio todas las calles pobladas de perros pelados que bostezaban de hambre, ovejas esquiladas que temblaban de frío, gallinas sin cresta y sin barbas que pedían limosna de un grano de maíz, grandes mariposas que no podían volar porque habían vendido sus bellas alas coloreadas, pavos reales sin cola, que se avergonzaban de dejarse ver, y faisanes que caminaban a pequeños pasos, echando de menos sus brillantes plumas de oro y plata, perdidas para siempre.

En medio de esta multitud de mendigos y de pobres vergonzantes pasaban cada tanto algunas carrozas señoriles llevando en su interior un zorro, una urraca o algún ave de rapiña.

—¿Y el Campo de los milagros dónde queda? —preguntó Pinocho.

—Aquí cerca.

Atravesaron la ciudad y dejando atrás las murallas se detuvieron en un campo solitario que, a primera vista, era igual a cualquier otro campo.

—Hemos llegado —dijo el Zorro al muñeco—. Ahora inclínate, cava con las manos un pequeño agujero en el campo y mete dentro las monedas de oro.

Pinocho obedeció. Cavó el agujero, puso dentro las cuatro monedas de oro que le habían quedado y después recubrió el agujero con un poco de tierra.

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Ilustración de Attilio Mussino (1911)

—Ahora —dijo el Zorro—, ve a la acequia que está aquí cerca, toma un balde de agua y riega el terreno que has sembrado.

Pinocho fue a la acequia, y como no había allí ningún balde, se quitó un zapato y, llenándolo de agua, regó la tierra que cubría el agujero. Después preguntó:

—¿Qué más hay que hacer?

—Nada más —respondió el Zorro—. Ahora podemos irnos. Tú vuelve aquí dentro de veinte minutos y encontrarás al arbolito ya crecido y con las ramas llenas de monedas.

El pobre muñeco, fuera de sí por la alegría, agradeció mil veces al Zorro y al Gato y les prometió un lindo regalo.

—Nosotros no queremos regalos —respondieron aquellos dos maleantes—. A nosotros nos basta con haberte enseñado el modo de enriquecerte sin mucho esfuerzo, y estamos locos de contento.

Dicho esto saludaron a Pinocho y, deseándole una buena cosecha, se fueron.


Nota del traductor:

(1) un cuore di Cesare, en sentido irónico: magnánimo, como los emperadores romanos.


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Ficciones: Tres clásicos entre la obediencia y la desobediencia (Segunda parte); se incluye el capítulo XVII deLas aventuras de Pinocho (1881), con comentarios de Marcela Carranza

Lecturas: Pinocho, el leño que habla, por Graciela Pacheco de Balbastro

5 comentarios sobre “Las aventuras de Pinocho. Capítulos XVII y XVIII”

  1. Lin dice:

    Gracias por este regalo. Pinoccio es uno de mis libros favoritos de siempre.
    Por cierto me encanta el nuevo diseño de la cabecera de la página.
    Cariños desde Caracas.
    =)


  2. Aguus Lujan dice:

    esta feo


  3. justin bieber dice:

    jajjaj


  4. justin bieber dice:

    isma te amo


  5. rocio centurion dice:

    hola me parecio hermoso y nunca mas lo contes porfabor,,graciAS!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!