115 | LECTURAS / FORO | 12 de noviembre de 2003

Foto de Luis María PescettiConversación abierta con Luis María Pescetti
Invitado especial del foro de Imaginaria y EducaRed

 

Nunca me sentí tan poderoso (o cómo nacen las historias)

Luis María Pescetti: Propongo un espacio sólo para anécdotas personales, significativas.

Aquí voy:

Yo tenía 13 años e íbamos en tren a Bariloche, un contingente escolar con chicos de primer año (nosotros) y otros de quinto, 17 años. En un punto del viaje coincidió que nuestro tren se cruzó con otro y con que yo terminaba de comer una manzana y con esos impulsos entre ingobernables y sin importancia, se la arrojé al tren de enfrente. Justo el guarda de nuestro tren estaba mirando y vio el manzanazo, pero no quién lo había tirado. Abrió la puerta de nuestro vagón, enfurecido. ¡¿Quién había sido el irresponsable?! Nadie levantó la mano porque a esa edad uno es irresponsable de tantas cosas, incluso por portación de edad. Cuando dijo lo de la manzana ya redujo el margen de culpables, algunos siguieron jugando a las cartas, y uno de quinto me miró: "Si no decís que fuiste vos te cagamos a palos entre todos". Por supuesto confesé de inmediato, pero no por miedo a su amenaza, sino con una mezcla de estupor y orgullo. A los 13 años yo medía 1,60, y éste, con sus 17, era una bestia física; con un solo brazo y sin dejar de bostezar podía derrotarme. Y me había dicho "entre todos", acababa de amenazarme grupalmente, por así decirlo. Por poco me levanto y le doy las gracias. Nunca me sentí tan poderoso.


Yolanda Noriega (México):  Antes que nada me presento, mi nombre es Yolanda y tengo un taller de lectura para niños llamado "Voz de Papel", voy a 4 preescolares en mi ciudad narrando historias, lo cual disfruto enormemente, y en ocasiones tanto que pienso "no es posible que me paguen por hacer esto".

Tengo diferentes formas de narrar. Eso sí, siempre con el libro en la mano. En ocasiones llevo algún personaje, un objeto significativo, comida, un pez, ya sabes, algo que me ayude a "atrapar" a los niños y encarnarlos en mi historia. Así que si cuento con algo de material de apoyo, pues lo llevo.

Hace 2 años conté el cuento de Laura J. Numeroff, "Si tú le das a un ratón una galleta", donde un pequeño ratón va con un niño, le pide una galleta y de ahí se deriva una cadena interminable de cosas que surgen de comerse la galleta, para terminar.. donde empezó.

Cuando compré el libro venía con un pequeño ratón de fieltro vestido de mezclilla, y se me ocurrió "además del ratón", llevar en vivo todo el material que el ratón iba pidiendo al niño para irlo sacando. Obviamente que como en la quinta cosa que se le había ocurrido al ratón yo ya estaba de lo más "agobiada" tratando de conseguir las cosas y ¡ahí!, en ese punto, me di cuenta que había caído en lo que yo tanto les digo a las maestras que NO hay que hacer: "Si se tiene material a la mano bien, pero NADA supera a la magia de narrar la historia! Y para mí la preparación de mi sesión se estaba volviendo en pesadilla, así que afortunadamente, hice un alto y boté todo el material que ya tenía, agarré el ratoncito y decidí que iba a DISFRUTAR mi historia como siempre lo hago. Me lo metí en la bolsa del pantalón, no porque lo hubiera planeado, sino porque ya se me había hecho tardísimo. Llegué barrida y pensé: ya que llegué me lo saco y lo presento...

Pero al tener a los niños frente a mí... ¡EUREKA! Se me ocurrió improvisar... Bueno, la historia que traigo hoy es.. "Ay, ay, espérenme... ¿Qué traigo aquí? ¡Ay! ¿Qué es esta bola en mi pantalón?" Para esto ya la mitad tenía cara de horror y la otra mitad de preocupación y me decían: son tus llaves, las llaves del carro, etc.

Entonces me paro, me asomo a la bolsa y grito: "¡Ay! algo se me metió al pantalón y tiene una oreja!" Y así fui sacando poco a poco a mi ratón del pantalón entre carcajadas de unos y alivio de otros (sólo ellos saben lo que se imaginaron que traía), y comencé la historia, que claro que disfrutamos todos horrores y el pequeño ratón rodó de mano en mano al final.

Creo que por más que hubiera pensado cómo preparar mi sesión de cuento, nunca se me habría ocurrido una idea que superara a la que surgió de forma espontánea y reflexionar que estaba "cayendo" en lo que yo misma critico en mis pláticas para maestras. Sobra decir que desde ese día inicio ese cuento de la misma manera y... la magia vuelve a funcionar.


Malí Guzmán (Uruguay): El día (la noche) de Reyes era el más importante del año, más que Papá Noel (para mí no era "Navidad", lo que importaba era Papá Noel). O sea, los regalos y la tremenda noche de espera. Pero resulta que siendo muy chiquita elegí un regalo para Reyes en una tienda y vi cómo la vendedora ponía el apellido de mi mamá al hacer la reserva. Yo era chiquita pero no idiota y me di cuenta que los Reyes no andan con boletas de facturación, ni pagando impuestos. Pero igual me alegró que uno de los Reyes fuera mi mamá porque eso quería decir que yo también podía hacer de Rey Mago. A partir de ahí me esmeré cada año en conseguirle regalos a mi mamá, que era más novelera y entusiasta de los misterios que yo. Pero resulta que tanto, tanto se compenetraba con los misterios mi mamá, que me tenía prohibido poner los regalos en los zapatos antes de que ella se acostara. Si me veía, se le iba la ilusión y ella quería dormirse con el misterio a cuestas. Yo vivía sola con mi mamá, sin padre ni abuelos ni hermanos. Tampoco había tíos en mi familia, así que primos menos que menos. (Casi casi que salí de un repollo.) Sólo yo y mi mamá. Recuerdo una noche, el comedor de mi casa a oscuras, los pares de zapatos en un rincón... y yo muriéndome de sueño en la oscuridad esperando a que mi mamá se durmiera en el cuarto de al lado para poder colocar los regalos. Cuando al fin lo consideré oportuno me moví en puntas de pie y con mucho cuidado (con el cuidado que se puede poner a los seis años) deslicé los paquetes sobre los zapatos. Y ¡zas! La voz angustiada de mi mamá que desde el cuarto me advertía: "¡No vale, escucho el ruido de papeles!" Juro que  nunca deseé tanto tener un hermano, alguien... Es abrumador para una sola persona tener que hacerse cargo de una madre.


Anahí Rosello (Argentina): Malí, tu anécdota es maravillosa. ¿Se te ocurrió escribir un cuento con ella?


M.G.: Anahí, gracias por tu comentario. Sí se me ha ocurrido escribir sobre varios hechos relacionados con mi madre (convirtió una heladera en biblioteca, inventaba mecanismos insólitos para poder leer en la cama sin pasar frío -un atril para sostener el libro, un "nariguero" tejido para no enfriarse la nariz mientras leía y otras tantas cosas), pero por ahora sólo estoy acumulando ganas, no tengo nada escrito.


L.M.P.: Malí, oigo tu anécdota y te comparto las resonancias que hace en mí. En los dos casos: el frío y los libros (la heladera y el nariguero), pero lo primero que pensé fue que en la casa no había calefacción, y que la historia (que yo contaría, no es sugerencia, es charlar) contaría sobre eso, sobre un cuarto frío, o sobre por qué no había calefacción, que ni los brazos de debajo de la colcha se sacaban. Y eso tiene que ver, otra vez, con la vida "normal" o cotidiana, que extrañaba la niña que debía esperar, casi durmiéndose, que la mamá se durmiera para dejarle los regalos. Conoció una casa en donde nadie usaba narigueros, porque había calefacción, o conoció una casa donde las cosas quedaban cerca, y no eran fascinantes, pero eran más sencillas. Así sería en Frin, pero seguro que al mismo tiempo lo contaría de una manera en la que cuidara que eso "extraño" no dejara de ser querible.


Y.N.: Malí, me encantaron las ocurrencias de tu mamá. Fíjate que a mí también, cuando era chica, me gustaba tanto leer que imaginaba inventos de ese tipo (claro que nunca los llevé a cabo).

Imaginaba unos brazos mecánicos que fueran pasando las hojas del libro a tu ritmo, para tú poder seguir bajo las colchas.

Y el más raro era un forro de plástico para poder leer mientras te bañabas... Qué curioso, no me había acordado de esto hasta que tú mencionaste lo tuyo.


M.G.: Yolanda, eso de los brazos mecánicos con que vos soñabas era justamente el asunto que desesperaba a mi madre para que su invento de atril-cama funcionara como es debido. La recuerdo ensimismada explicándome "todavía no resuelvo cómo pasar las hojas, tendría que ser como un brazo que se accionara con la boca o la nariz y las fuera pasando".

Luis, ahora sos vos el que me inoculaste un posible cuento (sobre fríos delirantes), si sale te lo mando. Pero no lo vinculo a esta historia de mi madre porque contradice la esencia del personaje. Si la casa o su cuarto hubieran sido verdaderamente fríos, sus inventos reflejarían a una persona sumamente práctica y habilidosa para lidiar con los inconvenientes cotidianos. Una heroína de la supervivencia. Pero era bien distinto, su actitud era la de un antihéroe full time, porque vivía enredada en ocurrencias que le complicaban aún más la vida.

Gracias a todos por la buena onda (y sigan con las anécdotas, que están buenísimas).


Cecilia (Argentina): Siempre estaba enamorada de alguno. Nos mandábamos cartitas durante la hora de clase. Él era un cobarde, me las hacía llegar por un amigo. Yo quería "que venga y me lo diga en la cara". Se lo hice saber. Y vino. En ese recreo me propuso ser la novia, dijo que me quería, que la pasaba muy bien cuando estábamos juntos... y en ese momento me salió el padre que todo chico no desearía tener o la histérica que se venía gestando y le grité aterrada que ¡no! Que era muy chica para tener novio. No pude hacerme cargo de semejante decisión y le eché la culpa a mi papá (que no estaba enterado de nada el pobre y que seguramente hubiera adorado a ese yerno). Sí, tuve que decir que mi papá no me dejaba tener novio y así dejó de molestarme. ¿Quién quiere un novio a los 7 años? Y encima uno que se hace el valiente.


L.M.P.: Las anécdotas están hermosas. Por favor, que vengan otros con más. No quiero agregar ni una línea, porque éste no es el espacio para desarrollar nada de eso que ustedes cuentan, pero una maravilla.


Isabel: Yo una vez también tuve doce años y fui en tren a Bariloche. Estuvimos dos días y dos noches adentro del tren para llegar. La primera noche, con mis compañeras (era un colegio sólo de señoritas) teníamos un poco de miedo porque a medida que pasaban las horas el vagón se iba llenando cada vez más de borrachos (pero no de gente, que ya éramos unos cuantos desde el principio). Nos tiramos por ahí igual, con nuestras bolsas de dormir, muertas de sueño. Un borracho te pateaba un pie, otro borracho se te quedaba mirando. La luz no la apagaron nunca. Entonces, además de los borrachos, empezaron a caer un montón de bichos encima nuestro. Cada vez venían más bichos (esos sí que no estaban, como la gente, desde el principio), y cada vez más invadidas y molestas por los bichos (tanto, que le ganaron a los borrachos), pedimos al guarda que apagara las luces. Se ve que el guarda era conocedor de las noches en tren a Bariloche porque no las apagó. Al día siguiente amanecimos todos, señoritas y borrachos (mucho más sobrios de día) y sin los bichos que se habían ido con la luz del sol. Y como sin querer nos pusimos a guitarrear, tocaba la guitarra una compañera, se la pasaba a un borracho, tocaba el borracho, se la pasaba a la compañera. Y cuando uno se puso a tocar La Guampada: "Y se armó la discusión por culpá de una pollera...", cantamos todos bien rapidito (que es así la canción).


Campanita (Argentina): Nada tan anecdótico como el primer beso. Ni tan romántico.

Tercer grado. Recreo. Compañeritos desde jardín. Él es y será por siempre Esteban. El cómplice: el busto de San Martín en el medio del patio. ¿Acaso sirven las estatuas para algo mejor que para ocultar besos prohibidos? Los espías: los compañeritos, y siempre hay un buchón que le dice a la maestra, hasta ese momento adorada... Pero el reto es cruel y no resiste el amor. Exceso de autoritarismo, le voy a decir a sus padres. Hoy, una anécdota.


I.: Malí, coincido con todos los del foro, tu anécdota es muy linda. Y además, me hizo acordar a un día de reyes con mi madre:

Antes de contar, tengo que confesar un dato importante: cuando era muy chica era una malcriada de mi papá. Con este dato, empiezo: una mañana de reyes, muy temprano, salto de la cama para ir a revolver en los zapatos. Uno de mis hermanos, un poco más grande que yo, me había ganado. Apenas me vio, me dijo: "Los reyes te escribieron una carta." Me acerqué a mis zapatos intrigadísima, y efectivamente, junto con el regalo, que no me puedo acordar qué era, los reyes me habían dejado una carta. La carta me parecía larguísima y con una letra muy difícil, yo estaba aprendiendo a leer. Lo que sí leí bien clarito fue la firma: Melchor. Bien, mi rey mago preferido. Entonces mi hermano, que vio que yo tardaba con la carta, se ofreció a leérmela y me la arrebató. Me la leyó toda. En resumidas cuentas, la carta me decía que yo era muy malcriada y que por favor tratara de portarme mejor. Yo no podía creerlo, le dije a mi hermano que estaba inventando toda la carta, cómo podía ser que los Reyes pensaran que yo era tan malcriada, que él se portaba mucho peor que yo, y que los Reyes no le habían dejado ninguna carta. "Si no me crees mirá", me dijo mi hermano, y me la dio. Entonces la leí toda, y al final seguía la firma: Melchor. Era verdad, mi rey mago preferido me había escrito una carta horrible. Entonces mi hermano, que se ve que vio mi cara de desesperación, me dijo: "No, no fue Melchor, fue mamá."

No sé, cuando me acuerdo de esta anécdota, me digo: quizás hubiera preferido que la firma realmente hubiese sido la de Melchor.


L.M.P.: ¡Muy buena la anécdota, y muy buena la resolución de tu comentario final!


Starosta: Maravillosas las anécdotas y sus derivaciones.

Y ya que estamos en Reyes, han conseguido despertar en mi cabeza una historia de la abuelita Paula, que sabía como nadie entregarnos a nosotros -sus nietos-, retazos de su vida en formato de cuentos.

Paula era una niña cuando quedó huérfana. Su tía, entonces, se hizo cargo de ella. Pero, como sucede en algunos cuentos, tía y primas hicieron de Paula su pequeña cenicienta privada (sólo que acá no era cuento).

Que fregar por aquí, que limpiar por allá, que las cabras, que el caldero, imagínense.

La cuestión es que entre tanto sufrimiento, había algo que Paula esperaba ansiosamente, con obstinada ilusión: el Día de Reyes.

Y tanto esperarlo, el día llegó por fin. Esa noche, como sus primas, dejó los zapatos junto a la puerta de la cocina. Por una vez, el cansancio pareció querer abandonarla, pero aún así, se durmió. Y, esa vez, curiosamente, tuvo un sueño en colores que, según contaba, luego recordaría toda su vida.

Al despertarse corrió a la cocina, vio sus zapatos allí mismo donde los había dejado, y dentro de uno de ellos, la inequívoca envoltura de papel de un paquetito pequeño.

Corrió a tomar el paquete, destrozando el papel y enmudeció un instante, antes de que el mundo se le volviera negro, como ese pedacito de carbón que los Reyes le habían dejado.



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Autores: Luis María Pescetti

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