127 | FICCIONES | 28 de abril de 2004

Ganadores del Concurso Literario Juvenil "Terminemos el cuento" 2003 (Argentina)

 

Presentamos los relatos ganadores de la quinta edición del Concurso Literario "Terminemos el Cuento".

El certamen estuvo organizado por Unión Latina y la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA), y destinado a jóvenes argentinos de entre 14 y 18 años, y residentes en la República Argentina, a fin de potenciar la creación literaria entre estudiantes de educación secundaria y bachillerato.

La modalidad de este concurso se basa en que cada participante debe redactar un final original e inédito con una extensión máxima de dos páginas para un relato del que sólo se conoce la mitad. En esta ocasión, se trató del relato "El rompehuesos de Córdoba", del escritor argentino Esteban Valentino. La convocatoria y las bases fueron publicadas por Imaginaria.

El evento contó con la colaboración de la editorial Santillana—Alfaguara, y el auspicio del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, la Oficina Cultural de la Embajada de España, la Fundación El Libro, la Cámara Argentina del Libro y la Revista Electrónica Imaginaria.

El jurado estuvo integrado por el escritor Esteban Valentino, a cargo de la Presidencia, Alicia Salvi (por ALIJA) y María José Otero (por Unión Latina).

El Primer Premio fue María Eliana Testa, de 16 años, del Colegio San Agustín de la ciudad de Buenos Aires.

El Segundo Premio correspondió a Lucía González, de 18 años, del Liceo Víctor Mercante de la ciudad de la Plata (provincia de Buenos Aires).

El jurado decidió también otorgar dos Menciones Especiales:

  • Daniela Eilenberg, de 18 años, de la Universidad Maimónides, de la ciudad de Buenos Aires.

  • María Vivanco, de 18 años, del Instituto Corazón de María, de la ciudad de Buenos Aires.

Para mayor información dirigirse a:

Unión Latina (Oficina de Buenos Aires)
Azcuénaga 1517 — 2° piso — "E"
(C1115AAO) Buenos Aires
Horario de atención: de lunes a viernes de 9:30 a 17:30 horas.
Telefax: (00 54 11) 4803—1636 / 4801—323
Email: ulprensaydifusion@unilat.org.ar
Página web: http://www.unilat.org

A continuación, reproducimos el cuento de Esteban Valentino junto a los finales ganadores:


El rompehuesos de Córdoba

por Esteban Valentino

El nombre de Cristalino Armando Cienfuegos lo debía a la unión (no muy feliz, es cierto) de tres fanatismos del padre, don Elías Pietrapaluchi. El primero, el televisor. Allí, en su imagen de 29 pulgadas, desde su casa en Córdoba, vio cómo un funcionario —que luego fue apresado por corrupto— definió su paso por la administración pública como "cristalino". Don Elías ignoraba con llamativa eficacia el significado y la utilidad del vocablo pero le gustó el sonido. El segundo, el fútbol. Devoto irredento de San Maradona le pareció que ponerle a su vástago el segundo nombre del ídolo era suficiente homenaje y lo alejaba de los comentarios malévolos de los vecinos. Pero hasta el apellido de su hijo había planeado don Elías. Sostenía que nadie que se llamara Pietrapaluchi podía aspirar a nada en su paso mortal. Defensor a rajatabla de la revolución cubana, desechó a Guevara por obvio y a Castro por chupamedias. Finalmente, Camilo Cienfuegos completó el nombre del heredero. El verdadero apelativo del chico quedó en tres lugares, el bautismo, el documento de identidad y el olvido. La cuarta pasión le dibujó el porvenir: sería hombre de puños y esquives, de directos y ganchos. Sería boxeador.

Desde chiquito, don Elías lo fue preparando para su encuentro con el viril deporte de los puños. Pese a que el nene insistía en amenizar los feroces entrenamientos a que lo sometía el padre con graciosos saltos en puntas de pie o extraños malabares con el maniquí de la madre, la rutina de gimnasia, juego de pies y salto a la cuerda no se interrumpió un solo día a lo largo de toda su infancia. Tardes hubo en las que el muchachito realizó su trabajo físico con 39 grados de fiebre y una tos impiadosa.

Así fue como Cristalino Armando Cienfuegos, rebautizado casi desde el preescolar como "el Rompehuesos de Córdoba" , llegó, 17 años después de su nacimiento, al destartalado gimnasio de Epifanio Jonte, viejo pugilista jamás ranqueado pero que solía historiar con singular claridad sus épicos —e imaginarios— combates contra Carlos Monzón.

Epifanio podía no haber sido nunca un gran boxeador pero no era ningún estúpido. Le bastó una mirada a Cristalino Armando Cienfuegos para darse cuenta que el Rompehuesos tenía tanto de recio boxeador como él de físico nuclear. Pero don Elías pagaba por adelantado y Epifanio no nadaba en la abundancia.

—Déjemelo —le dijo al esperanzado Pietrapaluchi. De aquí, al Luna Park en seis meses.

Pero se sabe que una cosa es el deseo y otra la realidad. La fecha indicada llegó y se duplicó y los adelantos de Cristalino en el difícil arte de la defensa y el ataque eran equivalentes a su amor por el boxeo, es decir, nulos. Don Elías apuraba a Epifanio con el debut y cada vez que era apremiado por el padre, el entrenador tenía menos margen para seguir negándose al ascenso del Rompehuesos al ring. Al final no le quedó más remedio que organizar una pelea con un fuerte boxeador mendocino, hombre de dura pegada y buena técnica, ubicado entre las mayores promesas del boxeo nacional. Razonaba que ante un rival así, Cristalino caería velozmente y no sería muy castigado.

El día del combate no entraba un alma en el gimnasio. La familia Pietrapaluchi en pleno, los amigos del barrio y los colados habían bastado para completarlo. Y don Elías tampoco entraba en el traje. Avistaba un futuro de gloria y dinero, de viajes con idas inciertas y regresos triunfales. "Esto es apenas el comienzo —se decía—, Cristalino está para cosas más grandes".

En el camarín del Rompehuesos las cosas transcurrían con normalidad. Epifanio terminaba de ponerle los guantes a su pupilo y de darle las últimas indicaciones.

—Adalberto —el entrenador era el único ser humano que lo llamaba por su verdadero nombre—. No entres en la distancia corta. Mantenete alejado y tratá de llegarle con golpes largos. Mirá que este pega duro.

Se hizo la hora de la entrada. Afuera se escucharon los primeros acordes de "We are the champions", el tema de Queen que Epifanio había elegido para el ingreso del Rompehuesos. Se ubicó el técnico adelante, detrás suyo Cristalino y más atrás los otros colaboradores. Las cortinas que daban al gimnasio se abrieron. La pequeña procesión se puso en marcha.

(Aquí se interrumpía el cuento en la convocatoria al concurso. Lo que sigue es el final escrito por Esteban Valentino.)

No pudieron salir. Un metro antes del cortinado que daba al atestado escenario del combate, el Rompehuesos se tomó la ingle con sus manos enguantadas en claro gesto masculino de retener la micción.

—Tengo ganas de hacer pis —anunció—.

—Bueno, andá al baño pero rápido —lo apuró Epifanio mientras le quitaba el guante derecho para facilitarle la tarea, difícil si las hay con guantes de boxeo. Mientras el muchacho marchaba al excusado, el entrenador se lamentó de él. "Pobre chico, pensó. Tiene tanto miedo que se mea encima". Con esta reflexión vio como su pupilo se perdía en los vericuetos del gimnasio rumbo al solitario inodoro, perdido entre secadores, escobas y artículos de limpieza varios....

Nunca más lo vieron.

Don Elías movió cielo y tierra y gastó lo que no tenía para encontrarlo y hacerle pagar el ridículo pero no hubo caso. El Romphuesos se hundió rápidamente en la desmemoria de lo que nunca fue. Fin de la historia.

Bah, quien sabe.

 

Un par de años más tarde podía leerse en una fiambrería de Once, a pocas cuadras de la Plaza Miserere, en Buenos Aires, un cartel que sobresalía entre las ofertas de queso de máquina y salchichón primavera:

"Clases de ballet, danza contemporanea y modeladora.
Urquiza y Moreno. Horarios amplios, aranceles accesibles.
Profesor: Adalberto Pietrapaluchi."


Final ganador del Primer Premio

por María Eliana Testa

Lo primero que el pobre de Cristalino en el ring vio fue a su oponente —el cual se le asemejó más bien a su verdugo— esperándolo en pantaloncillos blancos, pero sin restarle ese aspecto amenazador tan común en los boxeadores y que, sin embargo, nuestro púgil no poseía. Y luego, entre la numerosa muchedumbre, a su instructor motivador y padre gritando: "Esto es apenas el comienzo".

Ya en camino hacia el cuadrilátero, el Rompehuesos se sintió más bien en una marcha fúnebre, aunque la música no fuera la adecuada, y amenizó la velocidad de sus pasos de manera exagerada.

Una vez ya entre las cuerdas y sin escapatoria, esperaba el toque de la campana y se hacía más evidente la diferencia de tamaño y presencia que tenía con su adversario, casi tan grande como la falta de confianza en sí mismo. El mendocino permanecía tranquilo, analizando al Rompehuesos, nombre que (concluyendo) no podía deberse a su condición física. Los tres minutos que duró el primer round no fueron tan desastrosos, la defensa de Cristalino resultó bastante buena junto con la ligereza con la que se movía y de la cual su oponente carecía. Tal vez el viejo Epifanio había hecho honor a su ficticia carrera de boxeador... o tal vez el mendocino recién empezaba a entrar en calor. Cualquiera fuera el caso, en el entretiempo, sentado en su esquina, Cristalino recibía consejos (y primeros auxilios) de su entrenador: "Adalberto lo estás haciendo perfectamente, cuida bien esa defensa y trata de buscar más oportunidades de ataque."

Interrumpiendo, don Elías tomó fuertemente el brazo de su hijo, y muy emocionado lo felicitó por su desenvolvimiento hasta el momento y no paró de recordarle que ése era apenas el comienzo, y que le seguirían cosas más grandes... cosas más grandes. De alguna inexplicable manera, estas palabras ya no eran una sentencia de muerte, sino un gran incentivo. Cristalino se convenció de ganar el combate.

Luego de los últimos arreglos en sus guantes, cruzó unas palabras con Epifanio y acomodándose sus pantaloncillos se puso airosamente de pie. Esperaba ansiosamente la campana mientras el Mendocino también se alistaba. Cristalino volvió a observarlo detalladamente y ya no le pareció tan monstruoso como en su primer encuentro. Las palabras de su padre retumbaban en su cabeza: "éste es sólo el comienzo", "sólo el comienzo..." Pero al sonar la campana algo cambió, el mendocino reemplazó su paso lento por rápidos saltos en puntas de pie, semejantes a los de don Elías en aquellos días de entrenamiento, sólo que al Rompehuesos no le parecieron nada graciosos sino amenazadores. Sin vuelta atrás, armándose de valor, Cristalino atinó a golpear a su oponente en el estómago, pero antes de siquiera poder rozarlo recibió tal lluvia de golpes que se vio obligado a retroceder. El Mendocino comenzó a acertar puños de manera irrefrenable sobre los costados del Rompehuesos, quien no podía hacer nada para detenerlo. Lo último que vio antes de caer inconsciente fue el puño de su oponente que se acercaba velozmente directo a su rostro.

Cristalino abrió levemente los ojos, muy dolorido y mareado. Divisó a alguien de blanco, y a pesar de su borrosa visión temió saber quien era. Sin fuerzas, retornó a su incómodo sueño. A un lado de su cama don Elías muy desilusionado y lejos de preocuparse, intercambiaba unas palabras con el doctor de emergencias, con una expresión de disconformidad.

"Ya salió la tomografía y afortunadamente todo parece estar bajo control, no posee daños de gravedad en la cabeza, las radiografías están en camino. Cuando despierte sería necesario realizarle una audiometría, un fondo de ojo y otros estudios más, igualmente este es apenas el comienzo, después vienen cosas más grandes."


Final ganador del Segundo Premio

por Lucía González

Los espectadores observaban la pelea que acababa de comenzar con curiosidad y con cierta ingenuidad. Querían conocer al ganador, saber a quién tendrían que abuchear o aplaudir. Querían un desenlace abrupto, emocionante, para eso habían ido.

Don Elías, en cambio, tenía los ojos clavados en su hijo. Esperaba verlo vencedor, y sabía que lo haría. Pero quería verificar los progresos de éste arriba del ring. Quería evaluarlo y disfrutarlo a la vez. Tantos años, preparándolo y preparándose, tenía que hacerlo bien.

Epifanio, desde su lugar, no miraba nada. Pensaba en esa mirada.

Aún recordaba cuando, un año atrás, Pietrapaluchi apareció con su hijo en el gimnasio. Primero pensó que se trataba de un chiste, pero a medida que el hombre hablaba sobre el gran futuro de ese flacucho se dio cuenta que la locura iba en serio. Sólo bastó que del bolsillo de don Elías asomaran unos billetes para que se acordara que los locos le caían simpáticos.

Aunque en su ficha de inscripción figuraba como Adalberto Pietrapluchi, su progenitor insistió en que lo llamaran Cristalino Armando Cienfuegos o el Rompehuesos. Dejaba la elección a gusto de cada uno. Epifanio sospechaba que el asunto podría prestarse a futuras burlas, pero en el rostro de don Elías reinaba la misma actitud de seriedad inquebrantable con la que le había dicho que su hijo sería el mejor boxeador del mundo.

Al día siguiente el nuevo se presentó solo en el establecimiento. Epifanio se sorprendió al verlo más alto. Sin duda la figura del padre le restaba algunos centímetros.

Como era costumbre de la casa suspendió por unos momentos el entrenamiento y los presentó a sus compañeros. Lo hizo con el nombre de Rompehuesos. Quizá porque le pareció irónico tal apelativo, quedó gravado al instante en su mente. El otro además de absurdo, demasiado largo, no dejó huella alguna.

Como era de esperar, se escucharon algunas risas, pero ya se integraría. Después de todo, cada uno en su momento había tenido que pagar derecho de piso. Pero lo cierto es que el Rompehuesos nunca podría terminar de hacerlo.

Epifanio recordaba que al principio le daba un poco de pena. Las primeras semanas todos se mantenían distantes y se burlaban a sus espaldas de su torpeza para el deporte. Pero cuando el chico tuvo su primer pelea de entrenamiento tales distancias desaparecieron y los muchachos se le pegaron como moscas. Los dedos de las manos no alcanzaban para contar las veces que se había caído, pero no por los golpes de su rival sino a causa de no saber qué hacer con sus pies.

A partir de ese día, ya no se lo conoció más como el Rompehuesos, sino como "la Ojota", o generalmente "Palo de Escoba".

Sus pupilos eran como criaturas con juguete nuevo y no lo dejaban en paz. Pero él no estaba allí para meterse en líos de adolescentes, ya aprendería a defenderse. Pero la verdad fue que eso nunca sucedió.

La actitud del chico era cada vez más extraña. Cuando ya había pasado un tiempo de que éste hubiera ingresado al gimnasio, uno de los boxeadores comenzó a mirar con obstinada frecuencia al Rompehuesos. Intenteba acercársele, pero no para molestarlo, como los otros. Tampoco intentaba hablarle. Epifanio entendió que se trataba de algo más básico, sólo era estar más cerca, algo así como una necesidad.

Él sabía, por instinto o por intuición, que el observado correspondía a esas miradas. Pero la situación lo sobrepasaba y no se animaba a acortar las distancias. Por el contrario le huía todo el tiempo. Cuando no podía hacerlo, su cuerpo era el encargado de manifestar la inquietud de la que era preso. Primero se veía empapado por un sudor frío, en especial sus manos. Luego era el turno de la tos. A veces ésta era tan fuerte que tenía que suspender el entrenamiento hasta que se calmara.

Así actuaba frente a todo. La transpiración y la tos aparecían cada vez que lo llamaban "la Ojota". También don Elías las hacía aparecer cuando presionaba al entrenador con su debut. Éste último pensaba ya que su nueva adquisición era un cobarde. Hecho y derecho.

Arregló la pelea con el mendocino. Perdería sin sufrir demasido y su padre lo llevaría a entrenar a otra parte, estaba seguro. Su gimnasio no era lugar para él. Epifanio Jonte enseñaba boxeo no era la mamá de nadie.

El día del combate llegó y aunque lo utilizaba para deshacerse de él, era su costumbre darle ánimo a sus pupilos. No iba a hacer exepciones con él y pensó que una buena forma de acercamiento era llamarlo por su verdadero nombre. Ni bien pronunció la palabra Adalberto el chico alzó la cabeza y clavó sus ojos en los de él.

¿Cómo alguien tan cobarde podía mirar de esa forma? Ahora, frente al ring, no sólo recordaba esa mirada sino que la pensaba y la entendía. Entendía que era un acto de rebeldía. Contra su padre, contra todos, incluso contra él. Le habían armado una vida desde su nacimiento y no podía luchar contra esa falsa identidad. Hasta Epifanio sabía que no servía para el boxeo, pero igualmente lo entrenaba. Pero al mirarlo a los ojos por primera vez, sólo cuando lo llamó por su verdadero nombre, le dijo quién era, o mejor dicho, que sabía quién era.

Esa mirada marcó a Epifanio como fuego. Sabía lo que tenía que hacer, y aunque su cuerpo estaba tieso lo hizo. Agarró la toalla y la tiró al ring. Era una locura pero recordó, una vez más, que los locos le caían simpáticos.


Final con Mención Especial

por Daniela Eilenberg

En esa misma fecha, pero 20 años atrás, había nacido en Mendoza quien hoy, parado en el ring, veía al Rompehuesos avecinarse. Joven de rasgos marcados y mandíbula ancha, sabia miles de mejores maneras de pasar su cumpleaños, ninguna de las cuales comprendía los puños.

Evaristo o "guante mendocino" como lo llamaban, habíase iniciado en el boxeo por motus propio, inclinado en parte por su imposibilidad de terminar los estudios primarios, dada su renuencia al estudio de las matemáticas; pero no menos cierto era que la fama adquirida en los últimos tiempos comenzaba a pesarle, cansado de las giras, de las idas y venidas por las ciudades, que poco tiempo le dejaban para visitar a Rosa, hija del dueño del almacén "La chacra" allá en su provincia.

—Te digo que es la última, que no peleás más —le había señalado Rosa después de mostrarle la ecografía.

Y allí estaba, el "guante mendocino", conciente que seria la última pelea, y pensando que todo lo que quería era irse rápido a casa. Sí, dejarse vencer al primer golpe e irse a casa.

Cristalino observo a su oponente un rato, pero perdió concentración cuando sonó la campana. Comenzaba la pelea.

El primero en atacar fue el Rompehuesos, con un derechazo que mostraba un débil manejo de la técnica. El fuerte mendocino no opuso defensa y dejo su cara a merced del golpe. Tanto había insistido Epifanio a Cristalino que no entrara en la distancia corta, que la longitud de su brazo no alcanzó para permitirle rozar la nariz del mendocino.

La multitud gritaba. Pietrapaluchi se desabrochaba el saco que le ajustaba, el Rompehuesos se sentía ridículo, Evaristo sentía que quería recibir un golpe, todo era tensión sobre y debajo del ring.

Pasados dos minutos se hizo presente el segundo ataque, de manos del cordobés, que logró dar en el estomago de "el guante" y tumbarlo.

Mientras Evaristo se hacia el desmayado, ante un golpe que apenas percibió como un cosquilleo, se inicio la cuenta progresiva, y Cristalino, ya sintiéndose vencedor, comenzó a saltar en el ring.

De tanto saltar, pisó por casualidad la mano de su oponente, quien no tardó en dejar escapar un alarido. Ya siendo obvio que no estaba inconsciente, a Evaristo no lo quedó más remedio que ponerse de pie. La cuenta progresiva se detuvo, y siguió el combate.

El "guante mendocino" ya había notado la poca habilidad boxística de Cienfuegos, y mientras ambos se miraban a los ojos, comprendió que la única oportunidad con la que contaba para que el enfrentamiento llegara a su fin, era realizar un ataque. Fue entonces que dio la orden a sus músculos para ejercer un derechazo, cuyo destino no sería otro que la mejilla de su oponente.

—¡Vamos Cristalino!, ¡Tú puedes ganar! —grito la señora Pietrapaluchi, al tiempo que extendía un pañuelo a su esposo, que entre traje, nervios y amontonamiento, no dejaba de sudar.

El grito fue seguido de una reacción involuntaria de su hijo, que al voltear la cabeza en dirección a ella, esquivo casualmente el golpe de Evaristo.

"Demasiada casualidad", pensaban para sus adentros los jueces, "ésta pelea está arreglada".

—Se cancela el encuentro por sospecha de apuestas fraudulentas —sentencio uno de los miembros del jurado.

Dos horas después, Cristalino descansaba, el señor Pietrapaluchi se bañaba, Evaristo tomaba un micro a Mendoza, y Epifanio...

Epifanio respiraba hondo.

Buena pelea.


Final con Mención Especial

por María Vivanco

Cristalino hubiera preferido entrar con "Give peace a chance", pero dada la ocasión no creyó que esa fuese la mejor elección. Por eso trató de hacer oídos sordos a las aclamaciones de Queen, que poco tenían de acertadas.

Cuando se encontró con su adversario tuvo que levantar la cabeza levemente para mirarlo a los ojos. Ahora entendía las incansables advertencias de Epifanio, quien en ese momento no podía hacer más que apretar los dientes, juntar las manos y proferir un disimulado rezo.

—Dense la mano —ordenó un réferi demasiado flacuchento para su profesión—. Ni trampas ni insultos.

—Sí —dijo automáticamente el mendocino, llamado vilmente "Beto Partenarices" para hacer burla al apodo de Cristalino— como si ya supiese de memoria todo aquel preámbulo que solo retrasaba el verdadero motivo por el cual estaban parados en el ring.

La campanada esperada por todos los presentes comenzó a sonar y se repitió por lo menos tres veces. Don Elías Pietrapaluchi dio unos pasos hacia delante para observar mejor, anticipándose el regocijo de aplausos y felicitaciones por tener un hijo boxeador... y campeón.

Cristalino observó por un instante los guantes del mendocino, y luego uno de ellos golpeó su rostro fuertemente, seguido por otro cerca del hombro. Estos dos golpes fueron como chorros de agua hirviendo que lo despertaron, y pusieron en marcha sus golpes ya tan practicados, ante las señas desesperadas de Epifanio. Pero aunque todas sus fuerzas ponía en aquellos golpes sin otra dirección más que el estómago de Beto Partenarices, éste no daba la impresión de sentir dolor alguno —todo lo contrario— a Cristalino quien ya con su nariz lastimada había comprobado que el apodo de Beto no era sólo una burla del suyo propio.

—¡Agáchate, abajo, abajo! —gritó don Elías, no se sabía si enojado o desesperado porque al hijo, según él, lo "estaban haciendo" perder. Epifanio —mientras que Don Elías le reprochaba ser el culpable del mal entrenamiento de Cristalino— observaba que, como él había previsto, el chico perdería.

Cristalino, por su parte, pensaba lo dolorido e increíblemente aburrido que estaba. Ahora no hacía más que eludir los duros guantes de Beto, poniendo en práctica la única cosa que recordaba de las tardes de entrenamiento con su padre: no prestarle atención y dar volteretas y movimientos. Todo esto, hizo que el mendocino perdiera la paciencia al no dar en el blanco y perdiendo sus ganchos en el aire.

El réferi dio por ganado el partido al mendocino, anuncio seguido de muchos abucheos de casi toda la familia de Cristalino objetando que no había caído aún y seguía en condiciones de pelear. El réferi solo les contestó que la prolongada estrategia evasiva de Cristalino estaba contra las reglas, y ya cansado, remató recitando la frase: —No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Cuando el Rompehuesos bajó del ring, se encontró con una mirada poco cálida por parte de Pietrapaluchi. Éste le discutió una vez más al réferi, sin éxito alguno, y decidió descargar su ira con el hijo y su entrenador.

—¡Y se te ocurrió esquivarlo, justamente! —decía entre otras quejas—. Luego miró a Epifanio, que estaba al lado de Cristalino. —¡Y usted me prometió el Luna Park! ¿Pretende que esto llegue ahí? ¡Qué clase de entrenador es, que le enseña a brincar en lugar de pegar!

—Si no quiero pegar no pego, y si quiero brincar, brinco —habló, para la gran sorpresa de todos, Cristalino—. Pietrapaluchi lo miró extrañado y abrió y cerró dos veces la boca sin encontrar qué decir.

—No, hijo, no sabés lo que te conviene, ¡te estoy dando la posibilidad de un futuro, de ser alguien!—dijo finalmente con aire emotivo.

—Vos me das la posibilidad de ser alguien que querés que sea, no quien yo quiera.

En el rostro de Epifanio se notaban grandes esfuerzos para no sonreír. Luego de varias palabras sin sentido, don Elías logró preguntarle al hijo qué quería ser. Él no lo pensó mucho y le contestó.

—Bailarín.

El padre no tan descontento pareció meditarlo, ya que la imagen de un Julio Boca como hijo era bastante prometedora. La madre, que estaba cerca escuchando la conversación, animó a Cristalino dando grititos de felicidad.

—Epifanio —llamó Pietrapaluchi—, ¿en el Luna Park también se presentan bailarines?

—¡Téngalo por seguro!—gritó jovialmente mirando a Cristalino de reojo—, ¡se lo mando a un amigo; de aquí al Luna Park en cuatro meses!


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