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LECTURAS

| 3 de septiembre de 2003

Una maleta de clásicos
(Los inolvidables de la Literatura Infantil y Juvenil)

Textos de las ponencias presentadas en la mesa redonda "Una maleta de clásicos (Los inolvidables de la Literatura Infantil y Juvenil)", realizada durante la 14ª Feria del Libro Infantil y Juvenil (Buenos Aires, julio de 2003) con la coordinación de Sandra Comino. Ilustraciones de Ignacio Noé (Copyright 2003 Ignacio Noé, www.ignacionoe.com.ar), realizadas originalmente para La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.

Foto de Esteban Valentino
Esteban Valentino

En el principio fue el comienzo

por Esteban Valentino

De chico no fui malo para los deportes. Era un buen jugador de fútbol, un más que aceptable jugador de básquet, me defendía al frontón, formaba parte del equipo de ajedrez de la escuela. De algunas acciones deportivas de aquellos años suelo tener memorias tenuemente orgullosas, con glorias seguramente engrandecidas por la neblina de los años, como aquella vez que perdíamos 4 a 3 al fútbol y faltaba un minuto. Me hicieron un lateral sobre la izquierda, la paré con el pecho y la crucé de zurda al ángulo más lejano del arquero para el empate agónico. Pero de todas mis lejanas hazañas en las lides físicas me quedo con aquella derrota al ping pong, en aquel torneo organizado por un emprendedor padre de mi barrio de Castelar Norte. No había rivales de importancia a la vista y la gran copa de plástico iba a pasar a engalanar mi cuarto en cuestión de minutos. La final era frente a un amigo mío al que había derrotado con amplitud en todos nuestros enfrentamientos previos. Un trámite. Una mera cuestión burocrática me separaba del trofeo al campeón. Hasta que vi el premio para el segundo. Una edición de la biblioteca Billiken, con tapas duras y rojas de El llamado de la selva, de Jack London. Yo había leído ya Colmillo Blanco y me había gustado mucho pero en cuanto vi la cara de Buck en el dibujo de la portada supe que ese perro y yo habíamos nacido para estar juntos y que ese era el premio que quería. Perdí fácil, 21-14, tanto como para no hacer evidente mi poca predisposición para la victoria y me fui corriendo a casa para empezar a conocer a Buck. No me equivoqué en mi intuición inicial. El llamado de la selva ha sido desde siempre uno de mis libros más amados. Hace poco, en un galpón de mi barrio actual, Victoria, dedicado a la venta de baratijas usadas, encontré una vieja edición de aquella espantosa colección Robin Hood, de tapas amarillas, ilustraciones indescifrablemente realistas y hojas que parecían venir con el color a viejo incorporado. No pude resistir la tentación de comprarlo. Me hubiera sentido un traidor si no lo hubiera hecho. Buck jamás me lo habría perdonado.

¿A qué viene este largo introito sobre mi mejor fracaso infantil? Sólo para confirmar una certeza: que aquellos primeros encuentros con la magia nos hacían mejores de lo que éramos, que finalmente la suma de todos ellos nos hicieron mejores de lo que somos. Años más tarde, cuando la dictadura se caía bajo el peso de sus propios crímenes pude esconder, muerto de miedo, a un compañero que había cometido el terrible delito de pensar que un mundo mejor era posible. También de esto estoy orgulloso. Pero tal vez pude actuar así porque mucho tiempo atrás, cuando era chico, decidí perder un partido de ping pong para meterme en las aventuras de un perro lobo.

Este comienzo me da pie precisamente para hablarles de lo que quería: los comienzos. De los comienzos de los libros que me maravillaron de chico y adolescente. Es que son los principios las partes que funcionan como la marca registrada de los libros inolvidables. Son esas primeras líneas las que nos atan inevitablemente a la historia que vendrá y que ya no nos sueltan hasta el final del último capítulo. Si no, recuerden este: "Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles, cólera funesta que precipitó al Hades las almas de tantos hombres y que hizo de sus cuerpos presa de las aves de rapiña y así se cumplía la voluntad de Zeus". Homero nos dice de qué va a hablar y nos lo dice en forma terrible. Nos va a contar sobre una cólera y no nos miente. Las siguientes 300 páginas no hace más que narrarnos una furia. O este otro. "En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor." O en nuestra más cercana geografía el tan mentado "aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela" o el inolvidable "sí, pero ¿quién nos salvará del fuego sordo", maravilloso oxímoron con el que Julio nos atenaza a su Rayuela. Los comienzos son mucho más que los primeros renglones: son el primer encuentro con el milagro, la primera mirada con la mujer que nos salvará la vida... Yo estoy convencido que, como en nuestros respirares cotidianos, el verdadero pecado no es querer tocar de inmediato algo más que aquellos ojos que nos marcarán el porvenir, el verdadero pecado es seguir de largo. Así que, por orden de aparición seguramente incierta, vamos a recuperar aquellos comienzos amados.

Mi primer recuerdo es para un libro a mi juicio injustamente denostado en los últimos años. "Cuando yo tenía seis años vi una vez una magnífica imagen en un libro sobre la selva virgen que se llamaba Historias Vividas", dice el narrador de El Principito. Es el preludio perfecto a la fábula del sombrero y las distintas sensaciones del adulto y del niño. Nos cuenta de la ingenuidad pero también de la mirada que puede ver más allá de lo obvio. Últimamente se lo ha atacado mucho supongo que por el tono admonitoriamente didáctico de alguna de sus partes. Pero en lo personal acuerdo con los que piensan que es la torpeza literaria lo que arruina la moraleja y no a la inversa y no es Saint-Exupéry ningún torpe. En todo caso, es el primer clásico que se instaló en mi recuerdo.

El segundo tiene nombre de ballena. ¿Se acuerdan de estas lineas?: "Llamadme Ismael. Años atrás, no importa cuántos, hallándome con poco o ningún dinero en la faltriquera, y sin nada que me interesara especialmente en tierra, se me ocurrió hacerme a la mar por una temporada, a ver la parte acuática del mundo". Fue tal vez mi libro favorito de los primeros años de lector. Lo volví a leer hace poco y me sigue pareciendo maravilloso. Hoy acepto feliz las teorías que se han propuesto sobre las múltiples lecturas que permite la insensata búsqueda del capitán Ahab. En aquellos primeros encuentros con Moby Dick me conformaba con estremecerme cada vez que un vigía gritaba ¡ballena a la vista!. Vean el comienzo. Cómo nos pone Melville de lleno en el universo marino que nos acompañará de allí en más hasta la mismísima última línea. Ah, y la palabra faltriquera, que jamás me animé a buscar en el diccionario pero que me sigue encantando en su sonido y en lo extraño de que casi todas las traducciones la elijan para su par inglesa.

La isla del tesoro. Ilustración de Ignacio Noé

Sigamos en el mar. "El hacendado Trelawney, el doctor Livesey y los demás caballeros me pidieron que escribiera todos los pormenores que yo conociera de la Isla del Tesoro y que lo hiciera de cabo a cabo, sin omitir otra cosa que la localización de la isla, y esto porque en ella todavía hay una parte del tesoro sin desenterrar". Corría 1969, yo tenía doce años y Argentina estaba inmersa en los terremotos humanos que dejó el Cordobazo. Recuerdo que aquella noche en la que Radio Colonia nos traía a mí y a mi familia las últimas novedades sobre el levantamiento cordobés se había cortado la luz en casa y yo tenía una gran terror por la penumbra de las velas y las palabras que salían de la radio. Tenía, como lo llamaríamos hoy, una gran sensación de inseguridad. Pero evidentemente tenía también un poderoso espíritu masoquista porque ese libro que estaba leyendo también me daba miedo. Sobre todo John Silver me daba miedo, con el ruido que provocaba su pata de palo al caminar. Pero preferí meterme en mi miedo de papel para olvidar mi miedo de realidad y volví a la saga de Stevenson, que tan astutamente me había anunciado que no me podía decir el lugar exacto en el que quedaba la isla porque "todavía quedaba parte del tesoro sin desenterar". Simplemente genial.

La isla del tesoro. Ilustración de Ignacio NoéPueden sacarse los capotes de cubierta pero pónganse los mejores abrigos que tengan. Del insondable mar nos vamos al Ártico, al encuentro con Buck que relaté al principio. Dice London: "Como Buck no leía los diarios, no sospechaba la nube amenazadora que se cernía no sólo sobre él sino también sobre cuantos canes de recia musculatura y largo pelaje vivían en la comarca que se extiende desde Puget Sound hasta San Diego. Los hombres, al cavar las entrañas de la tierra en las tenebrosas regiones del Ártico, habían hallado yacimientos de cierto metal amarillo". La fiebre del oro y extensiones infinitas de hielo y soledad prometían aventuras por todos lados y no me equivoqué. Cada vez que un pibe de, digamos 12 años, me pregunta por un libro para leer, es el primero que me sale. Invariablemente.

El que sigue no es un comienzo de un libro. Es el comienzo de su parte más famosa pero es la parte que más nos hizo llorar y eso que con ese libro lloramos tupido. La ideología autoritaria de su autor también lo hizo caer en cierto desprestigio pero para llorar, lo que se dice llorar, pocos libros como Corazón. El hombre entra en tema sin vueltas. Vean: "Hace muchos años cierto muchacho genovés, de trece años, hijo de un obrero, fue de Génova a América, sólo para buscar a su madre". Así empieza De los Apeninos a los Andes, el cuento más famoso del texto de Edmundo de Amicis, que mata o abandona pibes a cada rato y que nosotros los pibes de los sesentas leíamos con apasionada inconciencia sobre el equilibrio psíquico de nuestro futuro.

Ah, otra maravilla, escrita por un discutible defensor del orden colonial británico. Tal vez por eso el porvenir cuestionó tanto su juvenil Nobel. Yo creo que ese solo libro valía el famoso premio. ""Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá Lobo despertó de su sueño diurno, se rascó, bostezó y estiró las patas para quitarse de encima la pesadez que aún sentía", dice Kipling en El libro de las tierras vírgenes. El país y yo ya habíamos entrado en los primeros años setentas y la violencia política se había instalado con autoridad. Montoneros, ERP, FAR, Aramburu, eran palabras que empezaban a sonar familiares en las conversaciones adultas que mis 13-14 años todavía escuchaban más que protagonizar. Mi último recuerdo de aquellos momentos digamos iniciales es para Julio Verne. ¿Recuerdan este comienzo?: "En el año 1872, la casa número 7 de Saville-row, Burlington Gardens, estaba habitada por Phileas Fogg, uno de los miembros más singulares y señalados del Reform Club, de Londres y ello pese a que parecía tener a gala no hacer nada que pudiera llamar la atención". La vuelta al mundo en 80 días, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, fueron mis favoritos preadolescentes de Verne.

Pero, como dice Muñiz, "un día me dieron la llave de la puerta y yo me quedé afuera de la infancia". En mi memoria, al menos, cuando volví a abrir un libro yo ya había descubierto que esos seres de pelo largo y notables protuberancias en el pecho podían ser motivo de algo más que cuidada indiferencia y mi nueva realidad hormonal requería de otros comienzos. Requerían por ejemplo de comienzos como este: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Cien años de soledad, claro, con Remedios, que me obligaba a imaginar antes de dormir cómo sería una mujer que de sólo verla provocaba locura. O la Maga, que yo buscaba insistentemente en todas las muchachas de mis 15, 16 años, sólo para convencerme de que no existían las mujeres a las que uno cita "en alguna parte de la ciudad" y a la hora convenida va y la encuentra. Yo ya militaba en la izquierda peronista, lo que era casi una obligación para los jóvenes de mi edad, pero Gabo y Julio me hacían generosa compañía. Curiosamente otro compañero de aquellos días era casi un enemigo ideológico. ¿Qué tenía que ver yo, peronista y de izquierda con un gorila de derecha que escribía estas cosas? : "A mí, tan luego hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos lados de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera, porque sí, a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo". "El Hombre de la esquina rosada", de Don Jorge. Los demasiados años, seguramente como a él, me limaron la rencorosa admiración con que lo visitaba en aquellos tiempos.

Poco antes de cumplir los 20 —el límite que me autoimpuse en estos recuerdos— el país estalló en la dictadura que todos conocemos y mi historia personal se disfrazó de otro país. En México descubrí rápidamente a mis dos últimos clásicos. Howard Philips Lovercraft y sus aterradores mitos de Cthulhu y sobre todo, descubrí este comienzo. Dicen por allí que los libros verdaderamente grandes son aquellos que nos cambian la vida. Si es verdad lo que dicen por allí este es el autor que me ha edificado en los últimos años. Un día agarré y leí: "En un agujero en el suelo, vivía un hobbit". Así empieza El hobbit, de J. R. R. Tolkien. Después llegarían El Señor de los anillos, El Silmarilion, El herrero de Wootton Mayor, los cuentos de la Tierra Media, los estudios críticos y filológicos de David Day y cuanta cosa sobre el viejo profesor de lingüística cayera en mis manos. Dicho de otro mado: me enamoré.

O tal vez no es precisamente eso lo que me pasó. Tal vez sólo volví a enamorarme. Quizas los grandes libros que nos construyeron desde nuestros propios comienzos son todos, en el fondo, grandes amores y todo aquel que decide sumergirse en sus mares de historias no sea otra cosa que un impetuoso, incansable amante, perpetuamente infiel.


Esteban Valentino nació en Castelar, provincia de Buenos Aires. Es Licenciado en Letras y Periodista.

Obtuvo el Premio Nacional de Poesía, el Premio Alfonsina Storni, y el Amnesty Internacional, entre otros.

Tiene doce libros publicados, entre ellos: Caperucita Roja II (Colihue), Todos los soles mienten (Alfaguara), Las lágrimas nacen en Grecia (Grupo Editorial Norma), A veces la Sombra (Alfaguara), Un desierto lleno de gente (Sudamericana).

A propósito de este libro, Esteban Valentino dice:

"Escribí estos cuentos simplemente porque no puedo escribir sobre otras cosas. Si hablara de temas más agradables tal vez vendería más, pero no puedo. Me siento a la máquina y me sale la pobreza, la soledad del adolescente frente a una realidad sin futuro, nuestra historia de desapariciones y guerras ridículas."

Sandra Comino
(texto de presentación del autor en la Mesa Redonda)


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