116 | LECTURAS / FORO | 26 de noviembre de 2003

Foto de Carlos SilveyraConversación abierta con Carlos Silveyra
Invitado especial del foro de Imaginaria y EducaRed


Y... compre lo que hay...

Marcela Carranza:

Hola, Carlos. Estuve leyendo tu artículo "Literatura infantil, Latinoamérica y globalización", y hay algunos puntos que me parecen muy interesantes que vos nombrás, y que a mí me vienen martillando en la cabeza hace un tiempo. En particular el tema del aislamiento de nuestro país en materia de literatura infantil y juvenil. Me pregunto hasta qué punto el campo de la LIJ puede "crecer" en términos estéticos y literarios dentro de tal aislamiento.

No tenemos acceso a textos de autores de otros países (latinoamericanos, norteamericanos, europeos, asiáticos, africanos, etc., etc.). Hay un desconocimiento terrible de los autores extranjeros más reconocidos en el mundo, como Maurice Sendak, Tomi Ungerer, Tove Jansson, Arnold Lobel, Antony Browne... Cuando no de autores e ilustradores argentinos de la talla de Villafañe y Ayax Barnes. Algo así como si en el campo de la literatura para adultos sólo se leyeran una decena de autores argentinos consagrados, alguna que otra novedad o autor de moda, ganador de algún concurso, y se ignorara al resto. Como si fuera posible que los lectores, y los mismos autores, pudieran crecer como tales (como lectores, como autores) sin conocer digamos a... Kafka, Dostoievski, Pessoa, Yourcenar, Faulkner, Camus... No digo que la situación del campo de la literatura para adultos sea la panacea, pero comparada a la de la literatura para chicos parecería serlo. Al menos uno puede leer a los clásicos, cosa que en la LIJ se ha convertido en una verdadera tarea detectivesca. Tener un libro como ¿Dónde viven los monstruos? De Maurice Sendak, o El oso que no lo era de Frank Tashlin, en Argentina se ha transformado en tarea de detective privado y exquisito coleccionista de rarezas.

Me pregunto qué consecuencias trae esta política de "compre nacional" (que vos describís) por parte de las editoriales, en la formación de los lectores (también de los mediadores como lectores), y en los mismos escritores. Ya que no es lo mismo escribir dentro de un campo donde convergen las voces y estéticas de diferentes lugares del mundo; que en un campito empobrecido dentro del pequeño límite de algunas firmas muy conocidas, o textos que responden a las demandas escolares de los temas de moda: transmisión de valores, contenidos transversales, literatura políticamente correcta.

Si alguien me respondiese que esos autores antes nombrados no se venden, porque nadie los conoce, entonces vuelvo a mi preocupación por la formación de los lectores mediadores. Porque quizás haya que recordarlo: los mediadores ante todo son (deberían serlo) lectores. ¿Qué pasa con los lectores adultos que eligen los libros para chicos si sólo leen a unos pocos autores nacionales? ¿Si desconocen la complejidad y riqueza del campo de la literatura para chicos?

Como vos señalás en tu artículo, la industria editorial edita muchísimo y también descataloga muchísimo. Pero no creo que los mediadores tengamos la obligación de correr tras ese ritmo. ¿Por qué no reclamar textos descatalogados? ¿O acaso "La Metamorfosis" ha dejado de ser leída por las nuevas generaciones?. ¿Por qué no pedir "El sombrero" de Tomi Ungerer, "Cuentos en verso para niños perversos" de Roald Dahl? Pero claro, es difícil que alguien pida esos libros si jamás los ha visto en su vida, y actualmente en nuestro país esos libros no existen. Me aflige mostrar estos libros a los docentes, que se entusiasman, reconocen su belleza y valor literario, desean brindárselos a sus alumnos y se enteran de que jamás los encontrarán en una librería.

Seguiremos entonces consumiendo las últimas sugerencias que nos susurran los promotores, o elegiremos los textos según la cantidad de contenidos curriculares y transversales que abordan (que las editoriales se encargan de señalar mediante grillas primorosamente elaboradas).


Carlos Silveyra:

Absolutamente de acuerdo. Coincido con vos hasta en las comas. El problema es, desde mi punto de vista, la cuestión de la escala o síndrome del Quirquincho (por aquella gloriosa editorial; la que dirigía Graciela Montes, digo). Del título A, que es una novedad, yo como editor "coloco" una cantidad importante en el canal de venta (¿viste como aprendí la jerga?). Es decir que si, como editor, coloco "de entrada" una cantidad importante de ejemplares, mi negocio es sacar muchas novedades todos los meses del año y todos los años que me aguante el esquema. Pongo entonces toda mi tropa, sea grande o pequeña, a enfatizar las novedades. Hago algún afichecito, alguna presentación, prensa, regalo ejemplares con más generosidad. Por supuesto: los libreros responden y, sobre todo, el público responde. Entonces sucede: las que fueron novedades hace tres meses o tres años merman la venta con rapidez. Se desinflan como globos del cumpleaños de ayer. Se ponen mustias: el papel empieza a amarillearse y cómo le vendo a un librero un libro con papel envejecido. Y también ocupan un lugar en los depósitos, siempre elásticos como si fueran de goma (pero nunca lo suficiente) para albergar los ejércitos de novedades. Y aquella traducción maravillosa de Los cuentos de Perrault o aquel Prevert para niños empieza a molestar en el depósito. Se convierte en un estorbo. Ocupa un espacio y no factura. No se paga el plato de sopa. Entonces, editor siempre, se me ocurre la idea: a este título lo voy a mandar al campo de concentración (perdón, a la mesa de saldos). O si ni siquiera está para eso lo venderé como papel.

A lo mejor dentro de 3 o 4 años alguien me recuerda ese título. Y diré, "sí, qué lástima que no se vendía. La gente no lo compraba...". (El mercado manda pero también se equivoca...)

Está claro, pues, que el libro es una mercancía más.

Esto fue, entre otras cosas, lo que sucedió con Libros del Quirquincho. Un proyecto formidable. Empezó a editar toneladas de novedades. Pero como no había tanto empezó a seleccionarlas de otro modo: empezó a aceptar manuscritos que en otros tiempos no hubiese aceptado. Bajó la calidad. Y no había depósito que aguantara tanto stock. Un día los cimientos no aguantaron: se escuchó un tremendo golpe y el Titanic comenzó a hundirse (con mucha gente a bordo: autores, papeleros, imprenteros...).



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Autores: Carlos Silveyra

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