El Mago de Oz. Capítulos 13 y 14
«Los hojalateros examinaron al Leñador con mucha atención, y luego respondieron que creían que podrían arreglarlo y que quedaría tan bien como antes. Luego se pusieron a trabajar en uno de los grandes cuartos amarillos del castillo, y allí estuvieron tres días y cuatro noches, martillando y doblando y torciendo y soldando y puliendo las piernas y el cuerpo y la cabeza del Leñador de Hojalata, hasta que adquirió su vieja forma y las articulaciones funcionaron como siempre.» Continuamos con la publicación de El Mago de Oz, de L. Frank Baum, con las ilustraciones de su primera edición, por William Wallace Denslow, y traducción de Marcial Souto.
Por L. Frank Baum
Ilustraciones de William Wallace Denslow
Título original: The Wonderful Wizard of Oz
Traducción de Marcial Souto
© Marcial Souto, 2002, 2010
Capítulo 13
El rescate
El León Cobarde se alegró mucho de que un balde de agua hubiera derretido a la Bruja Mala, y Dorothy abrió enseguida la puerta de la prisión y lo puso en libertad. Entraron juntos al castillo, donde la primera acción de Dorothy consistió en reunir a todos los winkies y decirles que habían dejado de ser esclavos.
Hubo una gran explosión de felicidad entre los amarillos winkies. Durante muchos años se habían visto obligados a trabajar con esfuerzo para la Bruja Mala, que siempre los había tratado con crueldad. Declararon festivo ese día, en esa ocasión y en todos los años siguientes, y dedicaron el tiempo a divertirse y a bailar.
—Si nuestros amigos, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata, estuvieran con nosotros —dijo el León—, yo sería muy feliz.
—¿No crees que los podríamos rescatar? —preguntó la niña, ansiosa.
—Podemos intentarlo —respondió el León.
Llamaron entonces a los amarillos winkies y les preguntaron si les podrían ayudar a rescatar a sus amigos, y los winkies dijeron que para ellos sería un placer ayudar en todo lo posible a Dorothy, que los había liberado. La niña escogió entonces a unos cuantos winkies, los que parecían saber más, y se pusieron en marcha. Viajaron ese día y parte del siguiente, hasta que llegaron a la rocosa planicie donde yacía el Leñador de Hojalata, abollado y retorcido. El hacha estaba a su lado, pero tenía la hoja oxidada y el mango partido.
Los winkies lo alzaron cuidadosamente en brazos y lo llevaron al castillo amarillo; en el camino Dorothy derramó algunas lágrimas, apenada por el estado de su viejo amigo, y el León parecía apesadumbrado. Cuando llegaron al castillo Dorothy dijo a los winkies:
—¿Hay entre vosotros algún hojalatero?
—Claro que sí; algunos somos buenos hojalateros —le contestaron.
—Entonces que vengan aquí los que lo sean —dijo la niña. Y cuando llegaron los hojalateros trayendo todas las herramientas en canastas, Dorothy preguntó:
—¿Podéis enderezar todas esas abolladuras en el Leñador de Hojalata y volver a darle forma y soldarle las partes rotas?
Los hojalateros examinaron al Leñador con mucha atención, y luego respondieron que creían que podrían arreglarlo y que quedaría tan bien como antes. Luego se pusieron a trabajar en uno de los grandes cuartos amarillos del castillo, y allí estuvieron tres días y cuatro noches, martillando y doblando y torciendo y soldando y puliendo las piernas y el cuerpo y la cabeza del Leñador de Hojalata, hasta que adquirió su vieja forma y las articulaciones funcionaron como siempre. La verdad es que ahora tenía algunos remiendos, pero los hojalateros hicieron en general un buen trabajo, y como el Leñador no era un hombre presumido no dio a esos remiendos ninguna importancia.
Cuando entró por fin en la habitación de Dorothy para agradecerle el rescate, se emocionó tanto que se le escaparon lágrimas de alegría, y Dorothy se las tuvo que secar cuidadosamente con el delantal para que no le herrumbraran las articulaciones. Al mismo tiempo caían grandes y abundantes lágrimas de los ojos de la niña, debido a la alegría que sentía al volver a ver a su viejo amigo, pero esas lágrimas no había que secarlas. En cuanto al León, se enjugó tantas veces los ojos que la punta de la cola se le empapó y se vio obligado a salir al patio y ponerla a secar al sol.
—Si tuviéramos otra vez al Espantapájaros con nosotros —dijo el Leñador de Hojalata cuando Dorothy terminó de contarle todo lo que había pasado—, yo sería muy feliz.
—Debemos tratar de encontrarlo —dijo la niña.
Llamó a los winkies y caminaron todo ese día y parte del siguiente hasta que llegaron al árbol alto en cuyas ramas los Monos Alados habían arrojado las ropas del Espantapájaros.
Era un árbol muy alto, y el tronco tan liso que nadie podía trepar a él; pero el Leñador dijo enseguida:
—Yo lo cortaré, y después sacaremos las ropas del Espantapájaros.
Mientras los hojalateros estaban ocupados arreglando al Leñador, otro de los winkies, que era orfebre, había fabricado un mango de oro macizo y se lo había puesto al hacha del Leñador, en lugar del viejo mango roto. Otros habían pulido la hoja, hasta que desapareció el óxido y brilló como plata bruñida.
En cuanto terminó de hablar, el Leñador de Hojalata comenzó a dar hachazos al árbol, que pronto cayó con un estampido, y las ropas del Espantapájaros cayeron de las ramas y rodaron por el suelo.
Dorothy las recogió e hizo que los winkies las llevasen al castillo, donde fueron rellenadas con paja limpia y nueva; y allí estaba el Espantapájaros, tan bien como siempre, agradeciéndoles una y otra vez que lo hubieran salvado.
Ahora que se habían vuelto a reunir, Dorothy y sus amigos pasaron unos cuantos días muy felices en el Castillo Amarillo, donde encontraron todo lo necesario para sentirse cómodos. Pero un día la niña pensó en la tía Em y dijo:
—Debemos volver junto a Oz y reclamarle el cumplimiento de la promesa.
—Sí —dijo el Leñador—, y yo tendré por fin corazón.
—Y yo tendré cerebro —agregó el Espantapájaros, muy contento.
—Y yo tendré coraje —dijo el León, pensativo.
—Y yo volveré a Kansas —gritó Dorothy, batiendo las palmas—. ¡Ah, salgamos mañana para la Ciudad Esmeralda!
Ésa fue la decisión. Al día siguiente reunieron a todos los winkies y se despidieron de ellos. Los winkies estaban tan apenados y se habían encariñado tanto con el Leñador de Hojalata que le suplicaron que se quedase a gobernarlos a ellos y el País Amarillo del Oeste. Al saber que estaban decididos a marchase, los winkies dieron a Totó y al León sendos collares de oro; a Dorothy le regalaron un hermoso brazalete con incrustaciones de diamantes; al Espantapájaros le dieron un bastón con empuñadura de oro, para que no tropezase; y al Leñador de Hojalata una aceitera de plata, repujada y con incrustaciones de piedras preciosas.
Cada uno de los viajeros respondió a los winkies con un bonito discurso, y todos les estrecharon la mano hasta que les dolieron los brazos.
Dorothy fue al armario de la Bruja para llenar la cesta, y allí vio el Bonete de Oro. Lo probó en su propia cabeza y vio que le quedaba como hecho a la medida. No sabía nada acerca de sus poderes mágicos, pero vio que era bonito y decidió usarlo y llevar su sombrero en la cesta.
Luego, ya preparados para el viaje, echaron a andar hacia la Ciudad Esmeralda; y los winkies los despidieron con tres vivas y les desearon mucha suerte.
Capítulo 14
Los Monos Alados
Recordaréis que no había un camino, ni siquiera un sendero, entre el castillo de la Bruja Mala y la Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro viajeros trataban de encontrar a la Bruja, ella los había visto venir, y había enviado a los Monos Alados a buscarlos. Era mucho más difícil regresar entre los grandes campos de botones de oro y margaritas amarillas que ser llevado por los Monos Alados. Sabían, por supuesto, que debían ir directamente hacia el este, hacia el sol naciente, y salieron en la dirección correcta. Pero al mediodía, cuando el sol estuvo sobre sus cabezas, dejaron de saber cuál era el este y cuál el oeste, y así se perdieron en los grandes campos. No obstante, siguieron caminando, y por la noche salió la luna, una luna brillante. Se acostaron entonces entre el dulce aroma de las flores amarillas y durmieron profundamente hasta la mañana, todos menos el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata.
Al día siguiente el sol estaba detrás de una nube, pero reanudaron la marcha como si no dudaran de cuál era la dirección correcta.
—Si andamos lo suficiente —dijo Dorothy—, estoy segura de que llegaremos a algún sitio.
Pero pasaban los días y todavía no veían por delante más que campos amarillos. El Espantapájaros empezó a refunfuñar un poco.
—Sin duda nos hemos perdido —dijo—, y a menos que volvamos a encontrar el camino a tiempo para llegar a la Ciudad Esmeralda, perderé la oportunidad de tener cerebro.
—Y yo corazón —declaró el Leñador de Hojalata—. Me parece que no puedo esperar más el momento de llegar junto a Oz, y debéis admitir que es éste un largo viaje.
—A mí me falta el coraje —dijo el León Cobarde— para seguir caminando eternamente, sin llegar a ninguna parte.
Entonces Dorothy se desanimó. Se sentó en la hierba y miró a sus compañeros, que se sentaron y la miraron a ella, y Totó descubrió que por primera vez en su vida estaba demasiado cansado para perseguir a una mariposa que pasaba junto a su cabeza; sacó la lengua, se puso a jadear y miró a Dorothy como preguntándole qué iban a hacer.
—¿Qué os parece si llamamos a los Ratones del Campo? —sugirió la niña—. Quizá nos puedan indicar el camino a la Ciudad Esmeralda.
—Seguramente —dijo el Espantapájaros—. ¿Por qué no se nos ocurrió antes?
Dorothy hizo sonar el silbato que llevaba colgando del cuello desde que se lo había dado la Reina de los Ratones. A los pocos minutos oyeron un susurro de pies muy pequeños, y aparecieron corriendo muchos ratoncitos grises. Entre ellos estaba la mismísima Reina, quien preguntó con voz chillona:
—¿Qué puedo hacer por mis amigos?
—Nos hemos perdido —dijo Dorothy—. ¿Nos puedes decir dónde queda la Ciudad Esmeralda?
—Claro que sí —contestó la Reina—; pero está muy lejos, pues habéis caminado todo el tiempo en la dirección contraria.
Entonces vio el Bonete de Oro que llevaba Dorothy y dijo:
—¿Por qué no usáis los poderes mágicos del Bonete y llamáis a los Monos Alados? Os llevarán a la Ciudad de Oz en menos de una hora.
—No sabía que poseía esos poderes mágicos —respondió Dorothy, sorprendida—. ¿En qué consisten?
—Está escrito dentro del Bonete de Oro —respondió la Reina de los Ratones—; pero si vais a llamar a los Monos Alados, debemos escapar, pues son muy traviesos y piensan que es muy divertido importunarnos.
—¿A mí no me harán daño? —preguntó la niña, preocupada.
—Oh, no; tienen que obedecer a quien lleva el Bonete. ¡Adiós!
Y la Reina se escabulló entre las hierbas, seguida por todos los ratones.
Dorothy miró dentro del Bonete de Oro y vio algunas palabras escritas en el forro. Seguramente eran las palabras mágicas, pensó, así que leyó con atención las instrucciones y se puso el Bonete en la cabeza.
—¡Ep-pe, pep-pe, kak-ke! —dijo, apoyándose en el pie izquierdo.
—¿Qué has dicho? —preguntó el Espantapájaros, que no sabía lo que la niña estaba haciendo.
—¡Hil-lo, hol-lo, hol-la! —prosiguió Dorothy, apoyándose esta vez en el pie derecho.
—¡Hola! —le respondió el Leñador de Hojalata.
—¡Ziz-zy, zuz-zy, zik! —dijo Dorothy, apoyada ahora en ambos pies. Ésas eran las últimas palabras mágicas, y enseguida oyeron un parloteo y un ruido de alas y apareció la banda de los Monos Alados. El jefe le hizo una profunda reverencia a Dorothy y preguntó:
—¿Cuál es tu orden?
—Deseamos ir a la Ciudad Esmeralda —dijo la niña—, y nos hemos perdido.
—Nosotros os llevaremos —respondió el jefe, y apenas había acabado de pronunciar esas palabras cuando dos de los monos levantaron a Dorothy en brazos y echaron a volar. Otros se encargaron del Espantapájaros, del Leñador y del León, y un mono pequeño recogió a Totó y voló siguiendo a la banda, aunque el perro se esforzaba por morderlo.
El Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se asustaron un poco al principio, pues recordaban el mal trato que habían recibido antes de los Monos Alados; pero vieron que no existía la intención de dañarlos, así que tomaron el viaje por el aire con mucha alegría, y se divirtieron mirando los bonitos jardines y bosques que pasaban allá abajo.
Dorothy se sentía muy cómoda entre dos de los monos más grandes, uno de ellos el propio jefe. Habían preparado una silla con las manos, y se cuidaban de no hacerle daño.
—¿Por qué tenéis que obedecer el hechizo del Bonete de Oro? —preguntó la niña.
—Es una larga historia —contestó el jefe, con una carcajada—; pero como tenemos por delante un largo viaje me entretendré contándotela, si lo deseas.
—Me encantará oírla —dijo Dorothy.
—Fuimos una vez un pueblo libre —comenzó a contar el jefe— que vivía feliz en el gran bosque, volando de árbol en árbol, comiendo nueces y frutos y haciendo lo que nos daba la gana sin tener que llamar amo a nadie. Quizá algunos de nosotros éramos demasiado traviesos, y descendíamos para tirar de la cola a los animales que no tenían alas, y perseguíamos pájaros, y tirábamos nueces a la gente que caminaba por el bosque. Pero éramos descuidados, felices y muy alegres, y disfrutábamos de cada minuto del día. Eso fue hace muchos años, antes de que Oz viniera de las nubes a gobernar este país.
”En esa época vivía en el norte, muy lejos, una hermosa princesa, que era también una poderosa hechicera. Usaba toda su magia para ayudar a la gente, y nunca se supo que hiciera daño a una persona buena. Se llamaba Gayelette, y vivía en un elegante palacio construido con grandes bloques de rubí. Todos la amaban, pero la mayor pena consistía en que ella, a su vez, no encontraba a nadie a quien amar, pues todos los hombres eran demasiado estúpidos y feos para desposar a una mujer tan bella y tan sabia. No obstante encontró, por fin, un muchacho que era guapo y varonil y más sabio de lo que se podría esperar de sus pocos años. Gayelette decidió que cuando él creciera y se hiciera hombre sería su marido, así que lo llevó a su palacio de rubí y usó todos sus poderes mágicos para volverlo tan fuerte, bueno y hermoso que colmaría los sueños de cualquier mujer. Cuando se hizo hombre, Quelala —tal era su nombre— fue llamado el hombre mejor y más sabio de todo el país, y su belleza viril era tal que Gayelette se enamoró profundamente de él y se apresuró a hacer los preparativos para la boda.
”Mi abuelo era entonces Jefe de los Monos Alados que vivían en el bosque cerca del palacio de Gayelette, y al viejo le gustaba más hacer un chiste que comer una buena cena. Un día, poco antes de la boda, mi abuelo volaba con su banda cuando vio a Quelala caminando por la orilla del río. Quelala llevaba un vistoso traje de seda rosa y terciopelo rojo, y a mi abuelo se le ocurrió algo. Dio la orden y la banda descendió, lo agarró y lo llevó en brazos hasta el medio del río y lo dejó caer al agua.
”‘Nada, muchacho —gritó mi abuelo—, a ver si el agua te mancha las ropas.’ Quelala no era tan tonto como para dejar de nadar, y lo acompañó la buena suerte. Lanzó una carcajada cuando llegó a la superficie del agua, y nadó hasta la orilla. Pero cuando Gayelette apareció corriendo descubrió que el río había estropeado las sedas y los terciopelos de su prometido.
”La princesa se enojó mucho, y sabía, naturalmente, quiénes eran los culpables. Hizo llamar a todos los Monos Alados, y al principio dijo que los tratarían como ellos habían tratado a Quelala: les atarían las alas y los arrojarían al río. Pero mi abuelo le suplicó mucho que no lo hiciese, pues sabía que los monos con las alas atadas se ahogarían en el río, y Quelala también intercedió por ellos; Gayelette, entonces, los perdonó, con la condición de que los Monos Alados cumplieran para siempre tres órdenes del propietario del Bonete de Oro. Ese Bonete había sido hecho para ser entregado a Quelala como regalo de bodas, y se dice que a la princesa le costó medio reino. Naturalmente, mi abuelo y todos los demás Monos Alados aceptaron enseguida la condición, y ésa es la razón por la cual somos tres veces esclavos del propietario del Bonete de Oro, sea quien sea.
—¿Y qué fue de la princesa y de Quelala? —preguntó Dorothy, que se había interesado mucho en la historia.
—Quelala, por ser el primer propietario del Bonete de Oro —respondió el mono—, fue el primero en formular sus deseos. Como su novia no soportaba vernos, Quelala, después de casarse, nos convocó a todos en el bosque, y nos ordenó que permaneciéramos siempre en sitios donde ella no pudiera ver jamás un mono alado, lo que nos alegró, pues todos le teníamos miedo.
”Eso fue todo lo que tuvimos que hacer hasta que el Bonete de Oro cayó en manos de la Bruja Mala del Oeste, que nos obligó a esclavizar a los winkies y luego a echar al propio Oz del País del Oeste. Ahora el Bonete de Oro es tuyo, y tienes tres veces el derecho de pedirnos el cumplimiento de tus deseos.
Cuando el Jefe de los Monos terminó de contar su historia, Dorothy miró hacia abajo y vio que allá adelante se erguían las verdes y brillantes murallas de la Ciudad Esmeralda. Le sorprendió la brevedad del viaje, pero se alegraba de que hubiera concluido. Las extrañas criaturas depositaron con cuidado a los viajeros delante de la puerta de la Ciudad, el Jefe hizo una profunda reverencia a Dorothy y luego levantó vuelo, seguido por toda su banda.
—Ha sido un buen viaje —dijo la niña.
—Sí, y una manera rápida de salir de nuestros problemas —respondió el León—. ¡Qué suerte que hayas traído ese maravilloso Bonete!
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waaaaooo este cuento me encanta yo lo leo en mi cole y esta de la maravilla vy por el capitulo 15 y no me aburro de leerlo esta buenisimo :) ya kiero llegar a otros capitulo ,,,, me encanta este cento chaaoooo :)
<3