135 | FICCIONES | 18 de agosto de 2004

Los Cuatro de Alera

por Márgara Averbach

PortadaReproducimos los capítulos 4 y 5 de la segunda parte ("El pequeño viaje") de la novela Los Cuatro de Alera de Márgara Averbach, obra finalista del 2º Premio de Literatura Infantil "El Barco de Vapor 2003" de Argentina que publicó Ediciones SM (Buenos Aires, 2004). Imaginaria agradece a Susana Aime, de Ediciones SM de Argentina, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


Emelda en la biblioteca

Emelda venía desnuda, sin preguntas. Era una maestra de fuerza y prefería que las energías del mundo la buscaran a ella.

Esperar no es un trabajo pasivo ni paciente. La espera debe ser intensa, llena de deseo, llena de intención, y Emelda lo sabía. La pregunta que vino a buscarla en el centro de las cuatro alas principales de la biblioteca, cuando se paró ahí después de visitar la ciudad, tenía que ver con el olvidado arte de navegar, no solo en el agua, sino en el viento; el arte de llevar al aire como compañero de viaje. La pregunta era sobre la mano hecha puño que ella había visto en la vela hinchada del manuscrito de Lunte.

Los libros de la biblioteca de Sanal no hablaban del viento entre los mástiles de los barcos; no directamente, pero había mucho que leer. El hombre flaco de ojos color canela que fue su guía la llevó hasta los estantes del Norte (de donde llega el verano) y le mostró escritos sobre el aire en general. Había libros sobre la fuerza de los molinos que suben agua a la superficie de la tierra y los molinos que deshacen los granos duros hasta convertirlos en harina blanda; tratados sobre la fuerza de los huracanes y la forma de defenderse de ellos; un pequeño estudio muy interesante sobre un Plan muy antiguo que había nacido en Onte, en el Oeste, según el cual habría una forma de usar esa fuerza feroz, arremolinada y violenta, de pedirle ayuda, hasta de almacenarla en grandes paletas de madera.

Emelda leyó despacio. Tenía la buena memoria típica de quienes manejan hechizos. No necesitaba copias: no había encontrado planos, sino ideas, y siempre había pensado que las ideas viajan mejor en la cabeza. Los vientos le llevaron tres días de concentración absoluta, en los que apenas si comió algo. Se hundía horas y horas en las páginas. Cuando levantaba la vista y se desperezaba, en general, era de noche, y ella necesitaba dormir con tanta desesperación que apenas si tenía tiempo de cenar algo antes de caer en el jergón y desaparecer en el sueño.

El día que terminó la investigación sobre los vientos, cerró la última página y miró a su alrededor con los ojos turbios. El sol bajaba por las ventanas de la biblioteca. Era de tarde. Emelda vio a Lunte rastreando madera en el pasillo del Oeste y a Zana en la sección dedicada a los Otros. Imaginó a Damla en casa de Mintrel (aunque jamás hubiera

podido imaginar la casa misma). Hacía días que habitaba solo palabras. Como siempre que se concentraba, el sentido del tiempo la había abandonado hacía mucho. Se desperezó un momento, sonrió en el aire quieto y esperó la segunda pregunta en el silencio de los papeles. El 2, como el 4, era un número sagrado en la Gran Isla. "Nada es uno, nunca", decían los maestros.

Esa noche, soñó con las olas de la playa el día en que había visto el mar por primera vez: olas grandes, poderosas, arrastradas por una fuerza capaz de derrumbar cualquier construcción humana. Ella estaba de pie en la arena y susurraba palabras de fuerza. La ola que se alzaba frente a ella bailó en el aire y se convirtió en nube, una nube con una forma que entonces no reconoció y que ahora le era familiar: un barco gris con las alas desplegadas, un barco muy parecido al de la caja de madera de tenka.

Así que la segunda pregunta fue sobre las aguas. Las aguas conocían la fuerza. Nadie dudaba de eso desde la Gran Inundación. Pero desde el fin de la Era de los Barcos, nadie hablaba mucho de las fuerzas del mar. Así que Emelda leyó sobre el agua. Estudió hechizos para manejar el agua, leyó largas aventuras de magos que habían intentado domar ríos o cabalgar arroyos en primavera, y después, un día antes de la partida, encontró al animal de la caja de Lunte. Se llamaba lampala. Era uno de los animales más grandes del planeta. El libro decía que la fuerza del agua le corría por las venas. Decía también que era una criatura ligada a los barcos, que sin ella los viajes a través del mar no hubieran sido posibles. No explicaba por qué.

Emelda levantó la vista del libro y pensó en Zana.

Pero Zana ya lo sabía.


Zana encuentra un camino

Zana había estado vagando por la ciudad de calles anchas con la mente abierta de los conversadores. Habló con chicos de su edad que encontró en las calles, con alguno que otro adulto que la detenía en una esquina para preguntarle de dónde venía, dónde se usaba esa ropa suelta y llena de flecos, tan distinta de los paños ceñidos de Sanal.

Zana decía lo que debía decir para mantener las palabras en el aire. Como todos los que hablan, usaba el silencio para dar fuerza al lenguaje, pero la verdad era que no sabía pensar en silencio: los largos salones de la biblioteca la aterrorizaban.

Pronto averiguó dónde vivían los conversadores. Sanal tenía cuatro maestros en ese arte y ella quería conocerlos. Los rastreó por las puertas entornadas, y cuando encontró al primero y le dijo su nombre, él la llevó de una casa a otra hasta que todos se reunieron.

Se sentaron los cinco en el centro de una plaza, entre cuatro alas inmensas de flores bien abiertas, celeste para el Norte, verde para el Sur, violeta para el Oeste y anaranjado para el Este. Las noticias corrían rápido: los cuatro conversadores de Sanal conocían la llegada de los enviados de Alera. Ata y los Maestros del Sur les habían enviado mensajes con los pájaros.

Al principio, Zana habló apenas lo necesario. Escuchaba, fascinada por la forma de las conversaciones en Sanal. Las reglas eran distintas, pero ella no tardó mucho en acostumbrarse. Sabía cambiar de reglas. Cuando las entendió, las ideas y las frases de los cinco sentados se reconocieron como pájaros de la misma bandada que se miran volar y se ordenan en una V perfecta sobre las copas de los Árboles. Zana sonrió cuando la melodía de las palabras la llenó de nuevo. De pronto, se sentía tibia y protegida, rodeada de voces y de ruidos, entera.

Entonces, habló.

Habló de su aldea, de sus Bosques, del olor del mar junto a la arena, y después, de lo que la había llevado a Sanal: el animal tallado en la caja de madera de tenka.

Los cuatro conversadores del Norte la miraron con los ojos profundos y a la vez inescrutables de los conversadores, y después, Tenua, la más joven, le dijo:

—El animal que estás describiendo se llama lampala. Pero nosotros, los de Sanal, vivimos en el centro de la Isla. No sabemos mucho sobre los idiomas del mar. Ustedes deberían saber más, en Alera... —pensó un momento, y después agregó—. Hay leyendas, eso sí. Se dice que los únicos que hablaban con las lampalas eran los conversadores de los barcos, pero eso fue hace mucho tiempo. También se dice que los conversadores de los barcos eran todos del Sur, que muchos venían de tu pueblo —una sonrisa triste le asomó a los ojos—. Pero toda esa sabiduría se perdió o, mejor dicho, la

perdimos con toda intención. En ese entonces, creíamos que era peligrosa.

Así que, cuando Emelda le dijo el nombre del animal que buscaba, Zana ya lo sabía. Ahora ella también tenía algo que rastrear en los estantes, pero a la conversadora ese tiempo entre los libros le costó mucho más que a los otros. Llamaba a la biblioteca "el lugar del silencio", a ella el silencio la llenaba de miedos. Cada tanto, tenía que salir al

sol de la calle para respirar sonidos y recuperarse. Siempre le había costado concentrarse en las cosas. Ella amaba los seres vivos. Dos días después de haber empezado estuvo a punto de renunciar, pero hizo bien en quedarse.

Encontró mucho. Encontró medidas, datos no comprobados, costumbres y suposiciones. Y sobre todo, encontró una leyenda escrita en letras y dibujos diminutos.

 

Una vez, en los tiempos fabulosos en que las Plantas viajaban sobre el mar en barco, hubo dos conversadores que descuidaron su tarea para rogar a los navegantes que los llevaran con ellos. En ese entonces, los barcos no llevaban conversadores. Cada boca a bordo significaba más comida y más agua que acarrear en los días interminables sobre las olas. Nadie subía a un barco si no tenía algo que ofrecerle al viaje. Así que nadie prestaba atención a los dos conversadores. De vez en cuando, alguien les preguntaba para qué querían recorrer el mundo, y ellos eran sinceros: "Queremos hablar con los Otros del mar", decían. Pero ningún marinero entendía para qué podía servir esa charla. Los miraban y se reían y se iban sin ellos. Y también reían los magos y los trabajadores en la orilla. El deseo de los conversadores no tenía sentido. Era un camino sin intención, sin razón, sin esperanza. Y sobre todo, un camino sin pasado: nadie sabía entonces los idiomas del agua y para todos, menos para los dos conversadores, era una locura absoluta internarse así en territorios que no guardaban la huella de ninguna voz humana. Porque sí. Para nada.

 

Zana levantó la vista hacia la luz de las altas ventanas como alguien que saca la cabeza del agua y abre la boca en el aire para respirar, y pensó que nada hasta ahí parecía digno del comienzo de una leyenda. Todos los conversadores quieren abrir caminos para su arte. Por ejemplo, Sin Nombre había tratado de hablar con las arañas desde siempre. Nunca había logrado entender más que algunos saludos y, a veces, canciones con letras que para ella no significaban nada. Pero el deseo de hablar, de llegar al otro lado, era tan grande que hasta ese pequeño avance le había parecido un triunfo.

 

Finalmente, un día, hubo un barco que aceptó llevar a los dos conversadores. Se llamaba "Horizonte". Tal vez el nombre había llenado los ojos de la capitana, una mujer de ojos negros y cabello largo y trenzado, y la había ayudado a oír el ritmo del deseo en las palabras de los conversadores. Algo grande se movió en ella, por dentro. Agregó un barril de agua más a la cuenta, dos raciones más de granos, dos frutales más en macetas en el puente y los dejó subir a bordo.

Los conversadores viajaron en el "Horizonte" hasta el Collar de Perlas y después viajaron de vuelta, desde el Collar de Perlas hasta la Gran Isla, no una sino muchas veces. La capitana llegó a amar sus voces calmas y dominadas, y ellos conocieron tormentas, vientos y brisas como cualquier marinero. Pero no aprendieron los idiomas del mar. El mar se los negaba.

Entonces, decidieron buscar otro camino. Si la conversación no los ayudaba, estudiarían el arte del cambio. Cambiarían de forma.

Como habían hecho antes los marineros, los cambia de forma rieron y rieron. Nunca se había hecho antes, dijeron. Jamás en toda la historia habían crecido dos magias en la misma persona. Pero estos dos conversadores (y ni siquiera sabemos si los dos eran mujeres, los dos hombres o una mujer y un hombre) estaban decididos. Estudiaron semanas, meses, años, sin bajar al mar, y por fin, un día, cuando el "Horizonte" zarpó de nuevo hacia el Collar, subieron otra vez a bordo, juntos como siempre.

Ese viaje no se olvidará nunca. Porque cuando la nave llegó a las aguas profundas y anaranjadas de la mitad del camino, los dos conversadores, que ahora también cambiaban de forma, susurraron palabras ignoradas y sin embargo antiguas, y se transformaron en inmensas lampalas. La capitana los vio nadar y jugar con las otras lampalas entre las algas que tiñen de color naranja las olas tranquilas y los huracanes de la mitad del camino entre la Isla y el Collar.

Así fue como aprendieron el primer idioma del mar. O, tal vez, el idioma les fue dado, como pasa siempre con los que cambian de forma. Así, fueron parte de los dos mundos. El mundo del aire, el mundo del agua.

 

Zana bajó los ojos y se miró las manos, apoyadas en las maderas rústicas de la mesa de la biblioteca, a los costados del manuscrito. "No", pensó, "ni siquiera esa mezcla violenta y extraña (la de la forma y la de la charla) podía crear una leyenda". Las leyendas explican

principios, y nadie había vuelto a hacerlo nunca. No había habido ninguna historia de combinaciones semejantes, no había habido discípulos de dos magias.

 

Con ese cambio, llegó el esplendor de la Era de los Barcos, y cada barco tuvo un conversador o una conversadora a bordo y una lampala en el agua para guiarlo, y ya nada interrumpió los viajes, ni siquiera el invierno, ni siquiera los huracanes de primavera; y los capitanes dejaron de rechazar a los conversadores y salieron a buscarlos por los cuatro rincones de la Isla.

Pero el "Horizonte" era el único barco que llevaba dos voces en lugar de una. Y eran voces que cambiaban de forma y salían a jugar con las lampalas en cada viaje.

Y entonces, una tarde en que el sol era pura alegría sobre las límpidas aguas y el color naranja se estrellaba contra la quilla del barco en ondas gráciles y nuevas, aparecieron sobre el mar, al Este —el lugar de los comienzos—, cuatro grandes lampalas azules. Los conversadores rieron, susurraron las palabras de cambio y se lanzaron al agua. Y en vez de cuatro, hubo seis lampalas de colas perfectas y cabezas inmensas.

El "Horizonte" esperó. Los conversadores volvían siempre al anochecer del día en que se iban. Pero esa noche las lampalas no volvieron. En el amanecer del segundo día, la capitana empezó a inquietarse. No quedaban más que ocho barriles de agua en la quilla y era un verano sin lluvias. El viaje sería largo. Los conversadores no volvieron al cuarto día, ni al quinto, ni al sexto. Después de siete días de vagar entre las olas anaranjadas, el "Horizonte" siguió su camino hacia el Collar de Perlas, solo, y aunque esperó a sus conversadores a la vuelta, no encontró nada más que mar y viento hasta que avistó la orilla de la Gran Isla.

Dicen que la capitana no quiso a otro conversador en su barco y que, dos años después, el "Horizonte" se hundió frente a los acantilados de la Isla Mayor del Collar de Perlas. Todavía hoy, los navegantes dicen que los cambia de forma que viajan en barco encuentran una pequeña chispa humana escondida y olvidada entre las voces de las aguas color naranja, y que cuando la sienten y levantan la vista a tiempo, ven a dos grandes lampalas de cabeza extraña que los saludan en el idioma de los seres humanos.


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