Por qué vivimos en las afueras de la ciudad
De Peter Stamm (texto) y Jutta Bauer (ilustraciones). Reseña por Marcela Carranza. Las dieciocho partes que conforman este libro representan a los dieciocho sitios distintos por los que pasó una familia numerosa e infatigable, en continua mudanza. Este trajín de mudanzas es relatado por uno de los miembros de la familia, el niño.
Peter Stamm (texto) y Jutta Bauer (ilustraciones)
Traducción de Patricia Llorens i Martí y Laura Prades i Bel.
Valencia, Tàndem Edicions, 2008. Colección Álbumes Ilustrados.
por Marcela Carranza
Una familia numerosa e infatigable en continua mudanza. Dieciocho sitios disímiles para ser habitados conforman las dieciocho partes del libro.
Hasta allí la cosa suena algo extraña, pero de extraña pasará al único delirio que nos hace feliz: el del Arte.
Porque si la primera residencia fue “la casa de la luz azul”, y esta luz azul continuamente encendida en el pasillo de día y de noche produce obsesiva fascinación en los personajes, introduciendo un elemento fuera de lo común en un mundo aparentemente normal; para esta familia nada resultará demasiado raro, y cualquiera puede irse a vivir a un autobús, con la ventaja de no pagar el alquiler, y la incomodidad de sacar un billete nuevo cada hora, soportar el olor a gasoil y a sudor, y ver siempre las mismas calles.
El bosque, la azotea de la iglesia, el cine, la casa de los tres teléfonos, el hotel, cada noche debajo de un puente diferente, la tienda de campaña blanca en la nieve… Lugares exóticos pero probables. Otros lugares, imposibles en la realidad pero comunes para la literatura: vivir en la luna, en el sueño, en el mar. Y unos cuantos que si son improbables en nuestro mundo se tornan reales en un libro: vivir en el violín de la tía, en la lluvia, en el sombrero del tío.
La voz que nos relata este trajín de mudanzas es la de uno de los miembros de la familia: el niño. Y cada espacio habitado conforma un capítulo con igual estructura: el primer párrafo iniciado anafóricamente con: “Cuando vivíamos en…” y luego el lugar correspondiente, está dedicado a contar las vicisitudes cotidianas de esta familia, las costumbres adquiridas en su adaptación al habitáculo en cuestión:
“5. Cuando vivíamos en el violín de la tía, crujía el suelo a cada paso. Cuando la tía tocaba canciones cíngaras, temblaban los muebles. Y cuando tocaba canciones alemanas, la abuela lloraba a escondidas. (…) Mamá tendía la ropa en las cuerdas y papá pedía a gritos tapones para las orejas y se negaba a decir nada más, porque no le gustaba dónde vivíamos…”
En el segundo párrafo se enumeran las acciones llevadas a cabo por cada miembro familiar en esa vivienda. Al finalizar este párrafo siempre aparece un “Pero…” destinado a algún personaje, y este “pero” es el que explica un nuevo cambio, una nueva mudanza. Sólo que en algunos casos la relación causa-efecto resulta justificada y en otros no.
“3. Cuando vivíamos en el bosque,…
(…) Papá cumplió cuarenta años, la abuela se lavaba los dientes tres veces al día, el abuelo lo decía todo dos veces y mi hermana empezó la primaria. Pero mamá perdió su último libro. Por eso nos mudamos a la azotea de la iglesia.”
Aquí, la falta de vínculo entre el espacio elegido, las acciones de los personajes y el supuesto motivo de la mudanza, provoca el efecto humorístico en la medida en que el lector ve defraudadas sus previsiones. Pero el libro tampoco sostiene este recurso en todas sus partes. Así cuando la familia habita la azotea de la iglesia, las acciones están claramente relacionadas con este lugar tan particular y también lo está el motivo de la mudanza. Motivo teñido además de una cuota de humor negro a expensas del abuelo.
“4. Cuando vivíamos en la azotea de la iglesia,…
(…) Mi hermano se encontró cuatro monedas en el cepillo de las limosnas, la abuela dijo tres veces que no eran suyas, dos veces no supimos dónde estaba mamá y papá hizo una promesa. Pero el abuelo se ponía triste cada vez que enterraban a alguien abajo, en el cementerio. Por eso nos mudamos al violín de la tía.”
“Cuando vivíamos en la azotea de la iglesia,…”
La repetición como figura poética instigadora del deseo en el lector, quien espera la previsible llegada de la frase inicial para cada parte; las enumeraciones; las estructuras semejantes.
Mientras más insólito es el lugar habitado, el juego con el lenguaje cobra mayor protagonismo. En “Cuando vivíamos en la lluvia,…” (que no es lo mismo que vivir “bajo” la lluvia), la preposición “en” modifica las cualidades del sustantivo y en esta metamorfosis semántica como obra del quehacer de la sintaxis, la “lluvia” se transforma en un espacio/lugar donde “La ropa se nos pegaba al cuerpo y no podíamos salir, porque fuera era dentro.”
La literatura puede decir lo que le plazca. Y el extremo de esto es alcanzado cuando la familia se muda a vivir a “ningún lugar”.
Leemos: “Cuando vivíamos en el bosque,…”, y el resultado es una situación poco frecuente, al menos para una familia normal de nuestro tiempo, pero posible y de hecho real en circunstancias históricas concretas. Ahora bien, decir: “Cuando vivíamos en ningún lugar,…”, mantiene la corrección del sintagma, pero desde el punto de vista semántico provoca un imposible. Un cortocircuito a nivel del sentido.
Esto nos recuerda otras situaciones de la literatura, como el nombre Nadie, con el que Odiseo dice llamarse para confundir al cíclope.
“¡Oh queridos! No es por fuerza. Nadie me mata por dolo”, denuncia Polifemo a sus congéneres, cuando el héroe clava la estaca ardiente en el único ojo del monstruo. Los demás cíclopes se retiran confundidos pensando que su compañero está loco.
En A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, Lewis Carroll utiliza un recurso similar al de Homero:
“—… Ahora mira el camino y dime: ¿ves a alguno de ellos?
—A nadie —dijo Alicia.
—Quisiera tener yo semejantes ojos —dijo el Rey en tono áspero—. ¡Ser capaz de ver a Nadie! ¡Y desde tan lejos, además! ¡Para mí ya es un lujo ver personas reales, con esta luz!” (*)
De lo que se trata es de convertir en positivo la clase nula: “Nadie” como si fuera el nombre de una persona.
En “Cuando vivíamos en ningún lugar,…”, el adjetivo “ninguno” anula toda posibilidad del sustantivo: “lugar”, se trata del “no lugar”, negación del espacio.
Vivir en el “no lugar” puede acarrear enormes consecuencias para la poesía y la filosofía. El sintagma lo hace posible y los personajes designados por la desinencia del verbo: “vivíamos” logran muy frescamente ocupar ese imposible semántico gracias a la licencia que les otorga la gramática.
“7. Cuando vivíamos en ningún lugar, teníamos que ir nosotros a buscar las cartas a correos. Pero ya no recibíamos cartas, porque la gente nos había olvidado y ya no nos conocía. (…) Íbamos de ningún lugar a ningún lugar y, por el camino, memorizábamos los nombres de todas las calles…”
El “no lugar” como residencia familiar arrastra sentidos algo inquietantes y uno se pregunta cómo puede esto resolverse a nivel de la ilustración. Jutta Bauer opta por reunir a la familia en el ángulo inferior izquierdo de la página. Sobre un fondo esfumado en rojo, el grupo apenas trazado con lápiz tiene algo de fantasmático, al igual que las siluetas de carteles y negocios delineadas en blanco. Los personajes se muestran ensimismados observando la esquina superior derecha del dibujo, por donde arriba una enigmática bandada de pájaros. Hay una silla frente al grupo, pero nadie está sentado en ella.
“Cuando vivíamos en ningún lugar,…”
Si bien transitar el espacio de los sueños puede ser algo más común en la literatura, vivir en ellos puede no serlo tanto. En la ilustración los personajes se desdoblan en un grupo que duerme, lo que podríamos traducir en una familia que “vive soñando”, e individuos que habitan ingrávidos un lugar oscuro, sin horizonte. En el mundo de los sueños se hace regla la inversión, los objetos se descontextualizan y los sentidos se mezclan. El sueño, como las alucinaciones y la poesía, convoca a la sinestesia.
“17. Cuando vivíamos en el sueño, las cosas pequeñas eran grandes y las grandes, pequeñas. Todo se movía y a veces veíamos elefantes. Estaba oscuro más a menudo que claro y a menudo no había colores. No podíamos oler nada, pero podíamos ver los olores. Cuando hablábamos, no nos oíamos, pero sabíamos perfectamente lo que decíamos…”
La última “parada” del libro modifica el sintagma inicial: “Desde que vivimos en las afueras de la ciudad,…”. Ese “desde que vivimos” establece el vínculo con el presente y permite prever el fin de las mudanzas, el fin del libro.
Una casa con cuatro esquinas entre dos casas vecinas; un sitio donde muchas cosas son iguales cada día y algunas cosas son distintas cada día; donde la lluvia se deja oír pero no habitar, parece ser el lugar elegido para que esta familia especial se quede por mucho tiempo. Si bien este es el deseo del niño narrador, no tenemos ninguna certeza de que así suceda.
“Desde que vivimos en las afueras de la ciudad,…”
Nota
(*) Carroll, Lewis. A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Capítulo VII. “El León y el Unicornio”. En: Los libros de Alicia. La caza del snack. Cartas. Fotografías. Traducción anotada de Eduardo Stilman. Prólogo de Jorge Luis Borges. Ilustraciones de John Tenniel, Herny Holiday, Lewis Carroll y Hermenegildo Sábat. Buenos Aires, Ediciones de La Flor y Best Ediciones, 1998. Pág. 187.
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21/9/15 a las 11:25
Hola:
Este cuento vino en las cajas de Naciòn y el dìa de la maratòn de la lectura, era parte de la literatura que leìmos todos desde 1º grado a 6º.Mi pregunta es : Què significa la mujer desnuda en la azotea de la iglesia? Pues a los niños les causò sorpresa.
Gracias Sandra