31 | AUTORES/FICCIONES | 9 de agosto de 2000

Portada de "Cuentos con fantasmas y demonios. De la tradición judía"Ana María Shua

Un espíritu errante en América

(Cuento reproducido, con la autorización de la autora y los editores, del libro Cuentos de fantasmas y demonios. De la tradición judía - Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2000. Colección Alfaguara Juvenil)

No todos los chicos que tienen las orejas salidas son tan bravos como era Yacov Perelstein. Yacov para sus padres, Jacobo en su Cédula de Identidad, y Coco para los chicos del barrio.

Orejas salidas, muy flaco, pantalón corto con tiradores, doce años, camisa que alguna vez fue blanca, arremangada y siempre sucia, petisito, medias caídas, ojos que miraban desde abajo y de costado. Así era el Coco Perelstein.

"Este chico es la piel de Judas", decían algunas vecinas del barrio. "Este chico tiene un dibbuk, un espíritu maligno en el cuerpo", decían las otras, las que habían llegado de Rusia o de Polonia, las que hablaban idish como la mamá y el papá de Yacov. Pero, naturalmente, no todo lo que se dice se piensa de verdad.

Aunque tenía casi un año cuando atracó su barco en el puerto de Buenos Aires, Yacov se sentía un criollo hecho y derecho: hasta se daba el lujo de burlarse del acento de sus padres y de su hermana Yentl. Para el barrio, la Yeye Perelstein.

Y si vamos a escuchar todo lo que decían las vecinas, habrá que admitir que la Yeye era una chica bastante rara. Le llevaba cinco o seis años a su hermano Coco. Entre Yeye y Coco hubo otro hermanito que había muerto de escarlatina allá en Derechin, el pueblito de Lituania de donde venía la familia.

Yeye Perelstein era muy religiosa, la más severamente religiosa en esa familia donde el papá era socialista, del Bund (la Sociedad de Trabajadores Judíos), y la mamá seguía las tradiciones sin preocuparse demasiado por cumplir estrictamente los preceptos. Yeye tenía ya diecisiete años al comenzar esta historia, el cabello rojizo y los ojos celestes casi tan pálidos como la piel, con pestañas de un rubio transparente y las cejas apenas marcadas.

La Yeye vivía la tercera parte de su vida rezando, otro tercio ocupada en cumplir con todas las exigencias de la religión judía..., y el tiempo que quedaba lo dedicaba a sufrir las travesuras de Coco, que la tenía como su blanco predilecto. La chica lloraba y suspiraba como una vieja, todo le parecía pecaminoso, parecía haber nacido para víctima y nunca se le conoció novio. No era capaz de poner un pie delante del otro sin consultar al viejo rabino si su pie, así adelantado, estaría o no dentro de los límites marcados por la Ley. Su padre se irritaba tanto con su excesiva devoción como con la mala conducta de Yacov. A decir verdad, hasta el viejo rabino de la sinagoga del barrio estaba un poco harto de ella.

De todas las travesuras (y algunas más que travesuras eran casi maldades) que hacía Coco, había solamente una que su mamá le perdonaba sin ningún comentario: era la de meterse en el fondo de los Mazzuco, treparse a la morera y darse un banquete de moras que dejaba espantosas huellas indelebles en su camisa nunca del todo blanca. "Moras son fruta" empezaba diciendo la mamá, cuando su marido se enojaba de verla luchando otra vez con la lavandina y la ropa de Yacov. "Fruta es alimento" terminaba, con tanta decisión que ya no había nada que agregar.

Un día la Yeye abrió un cajón de su ropero y lanzó un grito horrible: el gato le había saltado encima, arañándole la cara en un acceso de desesperación. Quién sabe cuántas horas hacía que estaba allí encerrado. En su terror, el pobre animal había orinado sobre la ropa blanca.

No era, sin duda, la peor de las travesuras de Coco. Pero sirvió para persuadir a Yeye de lo que sería en adelante una idea fija: no podía haber sido su propio hermano el que había hecho eso. Yacov Perelstein estaba poseído. En su cuerpo habitaba un Espíritu Maligno, un dibbuk. Y no era solamente una forma de decir.

La Yeye fue a conversar con el rabino, que le quitó importancia a la travesura y trató de convencerla de que Coco era nada más que un chico malcriado que iba a mejorar cuando creciera. El viejo rabino era un hombre muy religioso pero poco dispuesto a creer en fantasmas: consideraba que el tema de los espíritus errantes era pura superstición. Decidió hablar con la madre de los chicos, más preocupado por Yentl que por Yacov.

La señora Perelstein estaba bastante angustiada. Como si fuera poco tener que ponerse a buscar escuela para Yacov, a quien habían expulsado otra vez, ahora tenía que ocuparse de los delirios de Yentl. Sin saber qué hacer comentó la cuestión con una de sus vecinas, que a su vez se lo contó a su familia. Y así se enteró Yacov, a través de su amigo Marcos, de que su hermana Yeye lo quería exorcizar.

A Coco toda la historia del Espíritu y el exorcismo le causó una gracia enorme. Por supuesto que él no creía en ninguna de esas tonterías.

Una tarde entró a su casa y se encontró a su madre y a su hermana sentadas escuchando la radio. Estaban zurciendo medias. Metiendo el mate adentro de la media estiraban el agujero para trabajar en el zurcido. Ninguna de las dos lo escuchó entrar: cosían y lloraban, completamente entregadas a las voces que salían de la radio. Era un radioteatro romántico que seguían todas las tardes a esa hora, acompañándolo con cuernitos malteados y bizcochitos de grasa. Y con mate, cuando no lo estaban usando para zurcir.

Verlas tan conmovidas y tan olvidadas del mundo era justo lo que necesitaba Coco para que se ocurriera la idea más brillante de su corta vida. Esta vez la Yeye iba a tener realmente lo que se merecía, por aburrida, molesta y santurrona. ¡Un verdadero dibbuk! Y en su imaginación (que no era poca) empezaron a formarse las imágenes de la fantástica representación en la que le harían creer a Yeye que estaban expulsando a un Espíritu Maligno del cuerpo de su hermano.

Coco necesitaba ayuda. Y sabía exactamente a quién pedírsela.

En este punto tenemos que presentar al otro protagonista de esta historia. Lázaro Cohen, veintidos años, con bigote pero sin barba: el estudiante que dejó la Yeshivá, la escuela de rabinos porque quería ser cantor de tangos.

Lázaro Cohen jamás se emborrachaba, detestaba el alcohol. Su padre había muerto borracho atropellado por un tranvía. Lo crió su tío, el viejo rabino, con la ilusión de que podría tener en el muchacho a un continuador. Pero a Lázaro le gustaba más estudiar la revista del hipódromo que los libros del Talmud, prefería el tango a los cánticos rituales, y muy pronto dejó los estudios y a su tío para vivir a su manera. Era muy afectuoso con el viejo pero no lo dejaba opinar sobre su forma de vida.

Lázaro (Lalo para los muchachos) trabajaba de mozo en una pizzería y los sábados a la noche cantaba tangos en un boliche del bajo donde de todos modos nadie le prestaba mucha atención. Siempre estaba a punto de tener su gran oportunidad en la radio.

Coco lo conocía bien y más de una vez se había ganado unos pesos ayudándolo. Lázaro organizaba timbas en su pieza del conventillo, donde se jugaba al truco y al monte. Coco se quedaba afuera de "campana" para avisar por si caía la policía. La policía no caía nunca porque los amigos de Lázaro eran tan pobres como él y las fuertes sumas apostadas no pasaban de algunos centavos. Muchas veces, incluso, se jugaba al fiado. El único policía que venía era el vigilante de la pieza del fondo, que a principio de mes se jugaba también unos pesos.

Coco no tenía dudas de que a Lalo le iba a encantar su idea. El muchacho tenía pasta de actor y era el más peligroso bromista del barrio. En el Día de los Inocentes era capaz de todo, y se decía que había conseguido hacerle creer al mismísimo vendedor de lotería que se había ganado el premio gordo de Navidad.

Cuando Coco le propuso a Lázaro Cohen la idea de montar una representación para hacer creer a Yeye que estaban expulsando al Espíritu Maligno, contaba con ese carácter bromista y un poco infantil de Lázaro, siempre dispuesto a divertirse tomandole el pelo al prójimo. No contaba (ni se imaginaba) con el motivo que finalmente lo decidió: la misma Yeye.

Conseguir el vestuario no fue ningún problema porque Lalo tenía guardada en el fondo de su ropero la ropa más adecuada del mundo para parecer un rabino: ropa de rabino.

Solo tuvo que conseguir una barba postiza, porque se negaba terminantemente a dejarse crecer la suya. Donde se ha visto un cantor de tangos que use barba.

Como ya sabían los días y horas en que Yeye iba a visitar al viejo rabino, Lalo buscó una buena razón para ocupar a su tío lejos de allí y recibió a Yeye en su lugar.

La chica se sorprendió de encontrarse con un extraño. Pero también pensó que este hombre, a pesar de ser muy joven, parecía tan sabio y tan santo como el anciano, con su levitón y su sombrero negro. Quizás escucharía su reclamo. Y no se equivocó.

Por suerte, el nuevo rabino sí creía en los Espíritus Malignos y estaba perfectamente dispuesto a luchar contra ellos. Lalo citó pasajes del Antiguo Testamento en hebreo, habló de fantasmas y de demonios y se demoró quizás un poquito más de lo necesario en el tema de las tentaciones. La Yeye estaba preciosa, con su cara pecosa contenta y animada por la ilusión de salvar a su hermano de las garras del Alma Maldita.

La ceremonia no podía hacerse en la sinagoga, porque el viejo rabino, aunque muy buena persona, era un incrédulo y no daría su permiso. Pero afortunadamente el joven rabino podía disponer del galpón de la ferretería. Allí la esperaba, con diez hombres judíos mayores de trece años, cuando hubiera terminado el Shabbat, o sea el día sábado apenas saliera la primera estrella. (Estaba oscureciendo como a las siete de la tarde y Lalo no tenía que cantar en el boliche hasta después de las diez de la noche.)

Yeye debía llevar a su hermano, atrayéndolo con alguna excusa, porque si el Espíritu Errante se daba cuenta de lo que le estaban preparando, se negaría a asistir. Además de su hermano, pidió permiso para que la acompañara una amiga y el joven rabino aceptó de inmediato.

Un exorcismo en el galpón de una ferretería no es cosa de todos los días y la Yeye Perelstein tendría que haber sospechado si no fuera porque tenía sólo diecisiete años y muy poca experiencia en los usos y costumbres de este mundo.

Su hermano Coco ahuyentó sus posibles sospechas negándose terminantemente a acompañarla a ningún lado ese sábado a la nochecita. Después de mucho hacerse rogar, aceptó con la condición de que Yeye le comprara con sus ahorros diez chocolatines Águila con figurita.

En cualquier ceremonia religiosa judía deben estar presentes diez varones judíos mayores de trece años. A Lázaro y Coco no les había resultado fácil reunir un grupo que tuviese aspecto confiable. Podían conseguir a dos compañeros de la escuela de Coco que ya habían cumplido los trece, unos muchachos del Nacional de la otra cuadra, el hijo del ferretero y algún amigo de Lalo. Pero necesitaban también gente mayor para que Yeye entrara en la broma. El resultado final incluyó al linyera de la plaza, adecuadamente bañado, y dos compañeros de trabajo de Lalo que no eran judíos pero sí bromistas.

Cuando Yeye y su amiga Paulina trataron de meter a Coco en el galpón de la ferreteria, el chico empezó a resistirse y a retorcerse, tratando de escapar.

—¡No, por favor! ¡No me obliguen a entrar ahí!

El teatro había comenzado. Lalo, con su manto de oraciones sobre los hombros, se acercó a la puerta y gritó con voz estruendosa:

—Yo, Lázaro, hijo de Elías, te ordeno que entres.

—Quiero entrar, pero no puedo —contestó Coco, poniendo cara de miedo. Esa fue la última vez, a lo largo de esa noche, que se escuchó su verdadera voz.

—Espíritu que habitas el cuerpo de este niño —gritó Lázaro— ¡te ordeno que entres!

Después de eso, las dos chicas consiguieron arrastrar a Coco adentro del galpón. Sentados en semicírculo sobre cajones llenos de mercadería, había diez varones más o menos judíos tratando de no reírse, con un aspecto a medias convincente. El mejor de todos era el linyera, porque era el único que tenía barba verdadera y porque la borrachera le daba una enorme seriedad.

En el teatro idishe estaban dando para esa época El Dibbuk, una obra famosa de un tal Ansky. Si Yeye no hubiera sido tan exagerada que hasta el teatro le parecía pecado, podría haber ido a verla con sus padres. Entonces, seguramente, hubiera reconocido muchas de las palabras que decía Lázaro, que se había inspirado en el drama de Ansky.

—Yo, Lázaro hijo de Elías, te ordeno que digas tu nombre.

—No quiero decir mi nombre delante de todas estas personas —chilló Coco, revolviendo los ojos y poniendo voz de Espíritu.

—¿Acaso no sabes, Maldito, que la Torá prohibe a los muertos habitar entre los vivos?

—Es que no tengo dónde ir —siguió Coco— Toda clase de demonios malignos me cierran el paso. —Y ahora su voz estaba realmente cambiada.

—Pido permiso a los diez hombres aquí presentes para expulsar a este Espiritu maligno del cuerpo de Yacov Perelstein— dijo solemnemente Lázaro.

—Amén —contestaron los diez hombres, mientras las chicas daban grititos de terror que aumentaban la diversión.

—Si no me obedeces, mis maldiciones y conjuros caerán sobre tí. Si me obedeces, usaré el poder de mi brazo para reclamar tu alma y salvarla de los demonios.

Entonces Yacov Perelstein, Coco para los amigos, doce años de travesuras en el límite de la maldad, dejó caer su cabeza hacia el costado como si su cuello no pudiera sostenerla. Era una posición muy rara: hasta Lázaro se sobresaltó. Una baba espesa, espumosa empezó a brotar por sus labios entreabiertos. Aunque siguió hablando, su boca ya no se movía. Empezó a repetir una y otra vez una frase en un idioma que no era castellano pero tampoco idish. Nadie podía entender lo que estaba tratando de decir.

Lázaro pensó que Coco estaba exagerando y se acercó para sacudirlo y hablarle al oído. Pero Yeye lo detuvo.

—¡Está hablando en polaco! —dijo— Yo entiendo un poco. Está diciendo su nombre. Dice que se llamó en vida Jan Podolski.

Bueno, por lo visto Coco había calculado que su hermana lo iba a entender, pero a Lalo le daba fastidio que ese chiquilín lo preocupara saliéndose del libreto.

—¿Coco sabe polaco? —le preguntó Paulina a la Yeye en voz baja.

—No —dijo Yentl—. Yo tenía casi siete años cuando vinimos y me acuerdo un poco. Pero él era un bebé. Con mamá y papá hablamos idish, como todo el mundo, pero polaco jamás.

—¡Espíritu de Jan Podolski! —siguió Lázaro, ya repuesto del sobresalto—. ¡Dinos qué haces aquí!

Con ayuda de Yeye, que traducía con dificultad, el espíritu de Jan Podolski contó que, habiendo cometido un pecado terrible, se había suicidado ahogándose en el mar. Que los peces comieron su cuerpo y su espíritu entró en el cuerpo de un pez. El pez era un enorme tiburón que iba siguiendo a un barco para comer los desperdicios que tiraban por la borda. Era el barco que llevaba a América a la familia Perelstein. En el momento de entrar al Río de la Plata, el Espiritu había dejado al tiburón para entrar en el cuerpecito de un bebé dormido: ¡Yacov!

—¿Y cuál fue ese pecado? —preguntó Lázaro, francamente interesado en la historia que estaba contando Yacov, a quien nunca hubiera creído capaz de tanta fantasía.

—¡No quiero decirlo!

—¡Si no me lo dices, serás entregado a los Angeles de la Destrucción!

Yacov lanzó un largo alarido y su cuerpo se estremeció.

—Traté de enamorar a una mujer casada. Y esa mujer era tu madre, Yentl Perelstein. Por su culpa soy un Espíritu Errante y por eso me estoy vengando en su familia. Y tu te pareces a ella, linda Yentl.

Cuando la Yeye, asustada y ruborizada, tradujo esas últimas palabras, los amigos de Coco que estaban entre los diez varones judíos sintieron que un frío raro les corría por la espalda. Algo incomprensible estaba sucediendo allí: porque ni por dinero, ni por diversión, ni por ninguna razón en el mundo, ni en la tortura ni en el teatro, el Coco Perelstein podría haberle dicho "linda" a su hermana Yentl.

El exorcismo siguió adelante. Cada vez había menos necesidad de contener la risa, porque el espectaculo ya no tenía nada de gracioso. Lázaro Cohen se sentía curiosamente convencido de su propio papel. Dió orden de correr la cortina negra sobre un cajón que hacía de Arca. Todos los presentes se colocaron unas túnicas blancas que habían fabricado con sábanas. Encendieron las siete velas negras que exige el rito. Como no tenían los siete cuernos de carnero, entonaron todos juntos la melodía ritual que Lázaro les había enseñado para la ocasión.

Lázaro, hijo de Elías, pidió al Señor del Universo que iluminara su sendero. Y conjuró al Espíritu Errante en nombre del Gran Sanedrín, el máximo tribunal rabínico de Jerusalem. Convocó a la autoridad de los Espíritus Superiores y después a la autoridad de los Espíritus Intermedios, los que no son ni buenos ni malos y poseen todavía más poder.

—Que nuestro enemigos huyan y sean dispersados —entonó Lázaro, casi cantando, con su voz grave, más apropiada quizás para un cantor de sinagoga que para un intérprete de tangos—. Que el Príncipe de las Tinieblas no encuentre paz ni refugio. Que los Poderes de la Oscuridad sean malditos.

Yeye y Paulina sostenían a Coco, que parecía ahora desmayado. De pronto, ante la vista de todos, su garganta comenzó a hincharse. Las venas del cuello se pusieron en tensión y el cuello mismo pareció ensancharse como si algo demasiado grande para ser tragado se estuviera abriendo paso a la fuerza desde el fondo de las entrañas del chico. Yacov lanzó un gemido muy agudo, que perforaba los tímpanos y parecía que nunca iba a terminar.

Después cayó otra vez en una especie de desmayo. Ese era el momento en que, según habían acordado, se iba a revelar la broma. Habían pensado en la cara de las dos chicas cuando se dieran cuenta que se habían burlado de ellas y se habían reído por anticipado.

Y habían hecho bien. Porque cuando llegó el momento, no hubo mucho de qué reírse. Dio trabajo despertar a Coco, sacándolo de lo que parecía ahora un sueño profundo. Cuando abrió los ojos dijo solamente que estaba muy cansado. Quería tomar un poco de agua y que lo llevaran a su casa.

Después de que las chicas se fueron con Coco, desaparecieron las barbas postizas y la reunión se deshizo sin muchos comentarios. Todos se sentían incómodos y arrepentidos.

En cuanto a lo que pasó después, no hay mucho que contar. Con el tiempo, Coco Perelstein fue cambiando, aunque no de golpe. Dejó de molestar a su hermana, empezó a aceptar alguna autoridad. Hizo el secundario como sus padres querían, al principio con dificultades pero en los últimos años se fue convirtiendo en un buen alumno. Unos años después se recibió de Contador Público Nacional y fue una gran ayuda y sostén para su familia.

Lázaro Cohen estaba horriblemente arrepentido de lo que había hecho. Creyó que nunca más podría acercarse a la linda Yeye. No encontraba manera de hacerse perdonar si llegaba a confesar la verdad. No se imaginaba que ese exagerado fervor religioso de Yeye era una etapa que ella iba a dejar atrás. Lo bastante atrás como para encontrarse con ella un par de años después en una confitería donde el muchacho cantaba tangos llorones con el seudónimo de Lalo Conte. El resto de su historia es tan común que pueden imaginarla sin necesidad de que la cuente.

Lo que lamento muchísimo tener que informarles, es que el Espíritu Errante, expulsado del cuerpo de Yacov, encontró refugio en este cuento. Y aquí espera, listo para entrar por los ojos de quien lo lea distraído, entusiasmado, con la mente atenta y el corazón desprevenido.

Sobre los Espíritus Sin Cuerpo

Después que los judíos fueron expulsados de España, en la comunidad de Safed, en Galilea, se desarrolló la doctrina de la transmigración de la almas y la reencarnación. Probablemente porque esta idea le daba sentido al exilio de la Tierra Prometida, a la dispersión del pueblo judío entre los otros pueblos de la tierra.

Se suponía que en Adán estaba toda el alma original de la humanidad, que era una parte de Dios. Al reproducirse el hombre, ese alma se había divido en miles y miles de pequeños fragmentos, que esperaban volver a reunirse con la divinidad.

Cada vez que un alma conseguía purificarse a través de sucesivas reencarnaciones, quedaba esperando en un lugar bendito el día del Juicio Final, cuando podría reunirse con el Todo.

Pero si una persona, en lugar de cumplir con los preceptos que exigía la religión, vivía una vida de pecado, su alma reencarnaba en una forma de vida inferior (un animal, una planta, un gentil). Si los pecados eran verdaderamente terribles, quedaba sometida al peor castigo: durante cierto período de años debía permanecer errante, un espíritu sin cuerpo: un dibbuk.

El dibbuk intentaba librarse por todos los medios de su horrible castigo entrando en el cuerpo de otra persona. Los momentos más adecuados para que esto sucediera era durante el sueño, cuando se cometía un pecado o en los momentos de pasaje de un estado a otro. Por ejemplo, en el nacimiento, en el matrimonio, en el momento del despertar.

Las enfermedades nerviosas, la locura, la epilepsia y hasta la sordera o el dolor de cabeza solían atribuirse a la presencia de un Espíritu Maligno en el cuerpo del enfermo.

Al dibbuk se lo expulsaba del cuerpo que estaba ocupando con un ritual comparable al del exorcismo cristiano. Aquellos cuyos cuerpos eran poseídos a veces eran completamente inocentes, pero otras veces habían cometido también algún pecado (aunque no tan grave) que permitía el ingreso del Alma Maldita. Un bebé podía ser poseído por un dibbuk, por ejemplo, a causa de un pecado de la madre: a veces, simplemente, por culpa de un mal pensamiento.

Todavía en la actualidad, en algunas comunidades de judíos jasídicos, se siguen practicando ceremonias para expulsar a los espíritus del cuerpo de una persona poseída.


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