11 |

BOLETÍN DE A.L.I.J.A. (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina) / FICCIONES

| 3 de noviembre de 1999

Concurso Literario Juvenil Internacional "Terminemos el cuento"

El viernes 29 de octubre se entregó en el Centro Cultural Borges el Premio "Terminemos el cuento" correspondiente a la Argentina. Este premio, realizado paralelamente en casi toda América Latina, fue convocado por la Unión Latina, la Universidad Argentina de la Empresa (UADE) y el Grupo Santillana, y tuvo en la Argentina el auspicio de la Secretaría de Cultura de la Nación, el Instituto Iberoamericano de Cooperación (ICI), el Colegio Nacional de Buenos Aires, A.L.I.J.A., la Sociedad Argentina de Escritores, el Centro Cultural Borges y la Cámara Argentina del Libro.

Destinado a jóvenes argentinos de entre 14 y 18 años, el concurso planteaba el desafío de terminar un cuento iniciado por el escritor argentino Pablo de Santis. La convocatoria inicial y las bases se pueden leer aquí.

La ganadora es Ana Luisa Juárez, de 18 años, alumna de Colegio Nacional Buenos Aires, que a nuestro juicio logró un desenlace muy bueno (reproducido más abajo con autorización de los organizadores del concurso).

Aunque no estaban contempladas en las bases, el jurado decidió otorgar varias menciones:

 

  • 1: Juan Francisco Rizzo Abatilli, alumno de la Escuela Normal Mariano Moreno de Lenguas Vivas de Entre Ríos.
  • 2: María Julieta Rodriguez, alumna del Colegio Euskal Echea de Buenos Aires.
  • 3: Ana Inés Moreno, alumna del Colegio Nacional Buenos Aires.
  • 4: Daniel Nimes, alumno de la Escuela de Enseñanza Técnica Nº 1 "Lucas Kraiglievich" de Balcarce.
  • 5: Marco Ariel Risso, alumno del Colegio Nacional Buenos Aires.
  • 6: Silvio Emilio Tomasone, alumno del Instituto "Ceferino Namuncurá" de Florida, Vicente López.

Ahora, el cuento.


El secreto

Primera parte, por Pablo De Santis

Mi padre reparaba violines. Nunca les presté atención hasta que una noche, durante una lluvia torrencial que abrió goteras sobre mi cama, tuve que ir a dormir a su taller. Los violines colgaban sobre mí; algunos enteros, otros desarmados y con las cuerdas sueltas; y los oí. La música llegaba desde ninguna parte: los crujidos que improvisaba la madera, el sonido de las cuerdas, tan sensibles que bastaba el pesado movimiento de la tierra sobre su eje para hacerlas vibrar.

Esa noche me convertí en violinista.

Era bueno; al menos lo suficiente para que mi maestro decidiera enviarme a Buenos Aires para dar una prueba en el Teatro Colón. Yo tenía veinte años y no había visto el teatro más que en fotografías, pero me había parecido que si el mundo tenía un centro, estaba allí. Era ingenuo, pero tenía razón: cada uno encuentra el centro del mundo donde puede.

Viajé en tren; pasé dos días en casa de una tía de mi padre que me obligó a probarme un traje que me quedaba grande y olía a lavanda, y detrás de la lavanda, a naftalina. Me miré en el espejo y me dí tristeza; yo parecía de otra época, como si mis nervios y mi prueba hubieran ocurrido mucho tiempo atrás, y todos, inclusive yo mismo, lo hubiéramos olvidado.

Llegué al Colón con esa impuntualidad al revés que siempre me lleva a estar donde debo horas antes de la cita, costumbre mucho peor que la de llegar tarde. Me senté en un café que tenía mesa de mármol. Mientras trataba de tomar un cortado y de morder una medialuna, me entretuve a mirar el temblor de mi mano derecha: la mano que en una hora más, a las diez, sostendría el arco sobre las cuerdas y resolvería mi destino. Oí una voz, unas palabras que no tuve tiempo de responder. El desconocido ya se había sentado frente a mí.

—Me permite? Somos colegas.

Estaba sin afeitar, y con el traje arrugado. Llevaba un estuche de violín, que apoyó en la silla, junto al mío.

—Viene a dar la prueba? —pregunté.

—No. Vengo a este café porque me gusta hablar con los colegas jóvenes, los que aún tienen esperanzas, los que creen que este teatro es... —buscó la palabra, y me pareció que la arrancaba de mis pensamientos—... el centro del mundo.

Empezó a contar su vida sin que yo le hubiera preguntado nada. Había tocado en la Opera de París y en medio del Amazonas y en Viena; en Venecia había estado en la fiesta del Conde Fabbri, famosa en la historia de la ciudad porque el baile de máscaras terminó en una catástrofe, a causa del agua que subió de pronto y hundió a los invitados en el lodo. Hubiera querido creerle, pero su traje raído, su camisa remendada y sus zapatos gastados desmentían cada palabra.

Se hizo un silencio artificial. El violinista, que mentía con las palabras, también sabía mentir con el silencio.

Dio un golpecito sobre la caja de su violín.

—¿Sabe lo que tengo aquí dentro?

—Un violín.

—Algo más. ¿Oyó hablar de Max Damp? Adentro de la caja está su mano derecha.

Miré la hora. No quería perder los últimos minutos de concentración hablando con un loco. Pero como insistía, sentí la curiosidad. Había oído hablar de Damp, un violinista austríaco, que había muerto en 1875.

—Abrala —pedí.

—Le dejo ver la mano por cien pesos.

—No tengo más que para este café.

—No puedo hacer concesiones. Vivo de lo que hay en esta caja.

Insistí, sin ganas. Miraba el reloj de pared: quince minutos para la prueba.

—Si me paga el café le cuento cómo llegó la mano hasta mí. Las enciclopedias no dicen nada sobre la muerte de Damp.

Acepté. Me venía bien la distracción. Doce minutos.

Perdió cuatro en hablar de Damp y en su fama de mujeriego, hubo una tal condesa Donatti cuya relación duró un año entero.

—El conde, el esposo, se enteró y retó a Damp a un duelo en las afueras de Viena. Al norte de la ciudad, detrás de un palacio del setecientos...

—Ahórrese la descripción, no conozco Viena, ni siquiera Buenos Aires, fuera de este café y de la estación Retiro.

Siguió hablando. Siete minutos. ¿Tendría tiempo de morir Max Damp, antes de que yo debiera correr hacia la entrada del teatro?

El duelo fue largo. El conde había elegido el sable. Damp no se opuso, a pesar de que no sabía usarlo. Prefería el florete porque tiene más afinidad con el violín. Usar el sable, en cambio, es como tocar el contrabajo. Se necesita fuerza y un innato sentido de la gravedad. Damp hirió al conde, pero su triunfo lo distrajo y recibió un tajo en la garganta. Cayó muerto sobre la nieve.

—¿Y la mano?

—El conde estaba menos celoso de Damp que de su mano derecha, tan célebre que se decía que estaba asegurada en siete mil marcos. La cortó de un tajo a la altura de la muñeca y la arrojó lejos. La mano voló sobre los castaños.

Las diez en punto. Me levanté sin aguardar el final de la historia. El violinista me tendió el estuche. No oí donde cayó la mano de Damp. Mientras corría, imaginé la mano de Damp dibujando un arco sobre mi cabeza.

Ya estaba en el teatro, pero faltaban todavía las escalinatas de mármol, y el hall y dar explicaciones a los porteros y cortinados púrpura y la interminable fila de butacas vacías. Oí mi nombre y casi no pude contestar. El director de orquesta me esperaba en el centro del escenario. Había llegado el momento de la prueba. Cuando destrabé el cerrojo de la caja me dí cuenta de que no era la mía.

—¿Qué está esperando, la inspiración? —gritó el maestro—. Hay otros treinta detrás de usted. Toque de una vez.

Sobre el atril estaba la partitura, del quinteto para cuerdas que Franz Schubert había escrito en 1828, el último año de su vida.

Cerré los ojos y abrí la caja.

 

Segunda parte, por Ana Luisa Juárez

Una imagen cruzó mi mente: la mano ensangrentada cerrando el arco de su caída en el estuche que ahora abría. La tensión insoportable que nacía de mi suposición hizo que me apurara. Abrí los ojos. Vi lo único que mi imaginación no había pensado encontrar, lo más obvio, que es siempre lo más difícil de pensar. En la caja había un violín. Y mientras lo tomaba con mi mano derecha comprendí el sentido de las palabras del hombre del bar. La mano derecha de un violinista es su violín, es el arco que tensa las cuerdas con la precisión requerida en cada nota. Cada instrumento es distinto y sus cualidades escapan a quien no lo conoce. Un violinista está unido a su instrumento y establece una relación de comprensión con el que a menudo no puede entablar con una persona.

—¿Es Ud. sordo? —me preguntó el director, cortando mis pensamientos.

Me sobresalté cuando me di cuenta de que todos me miraban y yo aún sostenía el violín con la pesadez de un aprendiz, sumergido en mis pensamientos y conjeturas. Una gota de sudor empezó su lento camino desde mi frente, mostrando mi lenta agonía a cualquier buen observador. Noté que temblaba como en las noches de frío invernal o de soledad insoportable que de vez en cuando me atacan. En la boca reseca la saliva empezó a concentrarse en la viscosidad de los restos de café, y un escalofrío me puso en movimiento al recordar los temores que ya pensaba olvidados.

Me posicioné como para tocar. El violín se adaptaba a mi cuerpo como si hubiese sido fabricado para mí por algún luthier renombrado de apellido lleno de consonantes.

Empecé a tocar. Ahora todo parecía disolverse en la plasticidad de la música. Ya ni la realidad parecía tangible. La música reemplazaba ese escenario que sentía tan ajeno, se llevaba consigo los ribetes de los cortinados, las presencias desconocidas, la angustia del hecho que definiría mi destino. Las notas me llevaban a mi ciudad, y cada una traía consigo recuerdos de una infancia feliz, de una adolescencia traviesa. Mi vida aparecía en secuencias que guiaban los acordes. Mi mente parecía ser una con la música, la partitura era mi breve biografía. La unión perfecta entre músico y música. Sin duda estaba realizando mi mejor ejecución. En mi estado de fascinación creí ver al desconocido mirando desde uno de los palcos superiores. En ese instante pensé que Schubert debía estar sonriendo en su tumba, y me invadió una felicidad tan plena y armoniosa que juzgué digna del paraíso. No me oía tocar, me sentía vibrar al tiempo de la música como si cada nota dibujara parte de mi cuerpo, completándome hasta el más breve silencio.

Noté que había terminado cuando volví a ver las expresiones de todos mirándome. Esta vez la mezcla de actitudes me desconcertó. Algunos sonreían de manera burlona. Otros estaban serios como de entierro. Pero el más categórico era el director, que me miraba furioso como si mis notas lo hubiesen ofendido de alguna forma.

—¿Piensa que todos nosotros no tenemos nada mejor que hacer que verlo haciendo morisquetas en silencio y riendo como un loco? —me dijo.

No entendí lo que quiso decir en el momento. Los empujones de uno de los postulantes me sacaron del escenario.

—¿Sos humorista? —me preguntó el postulante, entre divertido y sorprendido.

—No —le dije desde mi desentendimiento de todo.

—¿Por qué no tocaste?

—¿Cómo que no toqué?

Enseguida me explicó que estuve allí parado con el violín en la mano sin que se escuchase más música que la respiración acompasada de todos los presentes, que esperaban que la tensión se disolviera en el ambiente como el azúcar en el agua. Salí llevado por la tristeza. Pensaba en lo oportunidad perdida. En lo que no se recupera. En el tiempo que pasa y se lleva los sueños esperanzados de los jóvenes, transformándolos en viejos resentidos. Arrastraba conmigo toda una historia, y veía por anticipado cuál era su final. Estaba desconcertado y el peso de la decepción me aplastaba. Me senté en la escalera de la entrada y lloré. Dejé caer todo el dolor en mis lágrimas. Abrazaba el violín causante de mi fracaso. Era infeliz.

Escuché pasos que se acercaban.

—Me debes dos cafés —me dijo una voz que reconocí enseguida, mientras el hombre sonreía como si hubiera realizado una buena acción.

Levanté la mirada del suelo. Busqué sus ojos y lo miré con la profundidad de la desgracia que se vive en carne propia. Por un segundo pareció arrepentido de algo, o al menos dejó de sonreír.

—Bueno, no se ponga así que invito yo —agregó, mientras cambiaba nuestros estuches otra vez.

Empezó a irse. Caminó unos pasos. Yo lo seguía mirando con el peso del alma y él aún de espaldas parecía sentirlo.

—Créame que es mejor no tener nunca nada que tenerlo todo y perderlo —comentó por sobre el hombro con voz muy suave.

No pude emitir palabra. Una vez más mi resultado inesperado era el silencio. Ya mi pena era evidente. El torrente de lágrimas había mojado mi camisa. Yo lo miraba inerte mientras dejaba que mi cara goteara libremente.

—No se preocupe —dijo con voz de consuelo— todo pasa y lo que vale queda —agregó enigmático.

Empecé a tranquilizarme. Ya no tenía lágrimas. Apoyé los codos sobre mis rodillas y froté mis ojos. Cuando levanté la cabeza el hombre se había ido. No me extrañó.

Crucé la calle hacia la plaza. Esta vez vi la belleza del teatro, la fina armonía musical de su construcción. Caminé por la plaza sintiendo el sol de un día demasiado caluroso para estar triste.
Dejé el saco sobre un banco naranja de madera corroída. Saqué el violín y empecé a tocar. Ahora el olor a pan de anís de la cocina de mi casa y la voz de mi padre pidiendo probarlo eran tan reales como la música que otra vez acompañaba mis recuerdos. La mesa interminable de Navidad y el brindis de año nuevo se llenaron de la ternura de compases hechos con personas queridas. Todos estaban conmigo. La paz de mi ciudad natal Una plaza poblada de amores y desengaños, de unas cuadras de te quiero pero ya no. Sentí el impulso de volver a mi casa. El centro de mi mundo parecía estar en otro lugar. En un lugar más oculto a la vista de todos, que la mano derecha de Damp me había señalado.

Terminé de tocar. Se ve que esa vez me oyeron porque encontré diez pesos en el estuche, entre monedas y billetes. Tomé el saco, guardé el violín y me fui a casa de mi tía, a preparar el bolso.

Nunca comenté lo sucedido. Me repito en voz alta que eso no sucedió. Y ante cualquiera que me pregunta detalles acerca de lo sucedido le digo que la misteriosa Buenos Aires define muchos destinos y esconde muchos hechos; para la ciudad que nunca duerme, el mío es sólo un secreto más.


Artículos relacionados:

Concurso Literario Juvenil Internacional "Terminemos el cuento" (1999)

Reseña de libros: Terminemos el cuento - Antología

Bases del concurso Terminemos el Cuento 2000

Ganadores del Concurso Literario Internacional "Terminemos el cuento" 2000

Concurso "Terminemos el Cuento 2001" (Argentina)

Concurso "Terminemos el cuento" IV edición (Argentina) (2002)

Ganadores del Concurso Literario Juvenil "Terminemos el cuento" 2002 (Argentina)

Concurso "Terminemos el cuento" V edición (Argentina)

Ficciones: "El rompehuesos de Córdoba" (cuento), de Esteban Valentino — Ganadores del Concurso Literario Juvenil "Terminemos el cuento" 2003 (Argentina)