De una biblioteca a otra
Por Antonio Muñoz Molina. Artículo publicado en el diario El País de Madrid sobre la biblioteca pública, donde se rescata que en ella, la igualdad en el derecho a los libros se corresponde con la profunda democracia de la literatura, que sólo exige a quien se acerca que sepa leer y sea capaz de prestar una atención intensa a las palabras escritas.
Fotografía de Liliana Gelman.
Una biblioteca pública no es sólo un lugar para el conocimiento y el disfrute de los libros: también es uno de los espacios cardinales de la ciudadanía. Es en la biblioteca pública donde el libro manifiesta con plenitud su capacidad de multiplicarse en tantas voces como lectores tengan sus páginas; donde se ve más claro que escribir y leer, dos actos solitarios, lo incluyen a uno sin embargo en una fraternidad que se basa en lo más verdadero y lo más íntimo que hay en cada uno de nosotros y que no tiene límites en el espacio ni en el tiempo. La lectura, los libros, empezaron siendo privilegio de unos pocos, herramientas de poder y de control de las conciencias. La imprenta, al permitir de pronto la multiplicación casi ilimitada de lo que antes era único y difícil de copiar, hizo estallar desde dentro la ciudadela hermética de las palabras escritas, alentando una revolución que empezó por reconocer en cada uno el derecho soberano a leer la Biblia en su propia lengua y en la intimidad de su casa, sin la mediación autoritaria de una jerarquía. Gentes que leían libros albergaron ideas inusitadas: que el mérito y el talento personal y no el origen distinguían a los seres humanos; que todos por igual tenían derecho a la instrucción, a la libertad y a la justicia.
La escuela pública, la biblioteca pública, son el resultado de esas ideas emancipadoras: también son su fundamento. Con egoísmo legítimo uno compra un libro, lo lee, lo lleva consigo, lo guarda en su casa, vuelve a leerlo al cabo de un tiempo o ya no lo abre nunca. En la biblioteca pública el mismo libro revive una y otra vez con cada uno de los lectores que lo han elegido, multiplicado tan milagrosamente como los panes y los peces del evangelio: un alimento que nutre y sin embargo no se consume; que forma parte de una vida y luego de otra y siendo el mismo palabra por palabra cambia en la imaginación de cada lector. En la librería no todos somos iguales; en la biblioteca universitaria el grado de educación y la tarjeta de identidad académica establecen graves limitaciones de acceso; sólo en la biblioteca pública la igualdad en el derecho a los libros se corresponde con la profunda democracia de la literatura, que sólo exige a quien se acerca a ella que sepa leer y sea capaz de prestar una atención intensa a las palabras escritas. En el reino de la literatura no hay privilegios de nacimiento ni acreditaciones oficiales, ni jerarquías de ninguna clase ante las que haya que bajar la cabeza: nadie tiene la obligación de leer una determinada obra maestra; y no hay libro tan difícil que pueda ser inaccesible para un lector con vocación y constancia. Pomposos catedráticos resultan ser lectores ineptos: cualquier persona con sentido común es capaz de degustar las más delgadas sutilezas de un libro. En el cuarto de trabajo o de estudio con frecuencia uno está demasiado solo: en la biblioteca pública se disfruta un equilibrio perfecto entre el ensimismamiento y la compañía, entre la quietud necesaria para la lectura y la grata conciencia de la vida real que sigue sucediendo a nuestro alrededor.
Fotografía de Liliana Gelman.
Los barrios de Nueva York están punteados de sucursales de la gran Biblioteca Pública de la Quinta Avenida. El edificio central tiene una escala imponente: los mármoles, la escalinata, las columnas, los dos grandes leones benévolos. Las bibliotecas de barrio son mucho más modestas en apariencia, pero no esconden menos tesoros, y son igual de acogedoras. La que yo visito casi cada mañana está en una zona de pequeños negocios puertorriqueños, de peluquerías rancias de caballeros, de puestos de frutas del Caribe, de casas de comidas baratas que tienen nombres como La Caridad o La Flor de Mayo. El trámite para hacerse socio dura unos cinco minutos y es gratis. Con su tarjeta uno puede solicitar cualquier libro, disco o película y en unos pocos días le avisarán de que puede ir a recogerlo. Pero para entrar en la biblioteca y pasarse en ella las horas no hace falta ni siquiera una acreditación, en una ciudad donde hay tantas barreras de seguridad que puede ser tan inhóspita para el que no tiene dinero. A mi alrededor, en las otras mesas de la biblioteca, hay universitarios obsesivos que han venido a estudiar y jubilados que leen tranquilamente el periódico, un chico que mueve la cabeza y los hombros al ritmo de la música que escucha en el iPod mientras sonríe para sí leyendo una novela gráfica, una muchacha asiática sumergida en una biografía de Virginia Woolf, una abuela a la que una empleada le enseña con ilimitada paciencia cómo acceder a su cuenta de correo electrónico en la fila de ordenadores de la sala, una mujer demente que se ha sentado cerca de mí dejando caer sobre la mesa, como si fuera una lápida, un diccionario enorme de psiquiatría.
Yo leo, trabajo, miro el correo, escribo alguna postal, gustosamente solo y a la vez acompañado, mecido por el rumor cauteloso de la gente. Vengo a trabajar en una biblioteca pública y me acuerdo siempre de la primera que conocí, en la que empecé a educarme, tan lejos ahora y tan presente en la memoria, la biblioteca municipal de Úbeda, que descubrí cuando tenía unos doce años. La mirada infantil, como la poesía épica, agranda los lugares, magnifica las cosas: yo nunca había visto salas tan grandes, estanterías llenas de libros que llegaban a los techos, sumergidas parcialmente en una penumbra en la que brillaban con intensidad misteriosa las lámparas bajas sobre las mesas de lectura. En cualquier otro lugar mis deseos y mis aficiones estaban limitados por la falta de dinero: en la biblioteca yo era un potentado. Fuera de allí las cosas pertenecían a alguien, casi siempre a otro: en la biblioteca eran mías y a la vez de todos. No existe mejor escuela de ciudadanía.
Sin aquella biblioteca hoy yo no estaría en ésta. Y como ahora las palabras pueden viajar tan instantáneamente como vuelven a la conciencia las imágenes del pasado remoto, cuando abro el portátil para mirar el correo encuentro un manifiesto en defensa de la biblioteca municipal de Úbeda, dañada por el abandono, por esa idea festera y despilfarradora que tiene cualquier política cultural en España, donde no hay límite para el gasto público a condición de que éste sea superfluo. Cualquier municipio español gasta millones en contratar artistas de moda o alentar paletadas vernáculas: pero en una pequeña biblioteca no hay dinero para comprar libros, y si lo hubiera no quedaría espacio donde mostrarlos; cada vez existirá menos la posibilidad de que alguien encuentre en ella el refugio y la iluminación de los libros; de que un niño fantasioso entre en la biblioteca pública como Simbad en la gruta del tesoro. Pongo mi firma al pie de ese manifiesto de ciudadanos ilustrados y por un momento la lejanía no existe y la mesa de lectura en la que estoy sentado pertenece a aquella biblioteca que no he pisado en tantos años.
Fotografía de Liliana Gelman.
Artículo publicado en el diario El País (Madrid, 3 de mayo de 2008) y en el blog BIBLIOTECA DE VBEDA (http://bibliotecadeubeda.blogspot.com), Cuaderno dedicado a la Biblioteca Pública Municipal «Juan Pasquau», coordinado por la Asociación de Amigos de la Biblioteca.
El texto completo del Manifiesto en defensa de la Biblioteca Pública Municipal «Juan Pasquau» de Úbeda —que menciona Antonio Muñoz Molina en el artículo— se encuentra en el blog BIBLIOTECA DE VBEDA, aquí.
Biblioteca Pública Municipal «Juan Pasquau» de Úbeda.
Antonio Muñoz Molina nació en Úbeda, Jaén, en 1956. Es Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Granada y cursó estudios de Periodismo en Madrid.
Fue funcionario municipal y ejerció el periodismo colaborando en varios medios, entre ellos el diario Ideal de Granada. Sus primeros artículos periodísticos fueron recopilados en los libros El Robinson urbano (1984) y Diario del Nautilus (1985).
Entre su obra narrativa se destacan Beatus Ille (1986); El invierno en Lisboa (1987, Premio de la Crítica y Premio Nacional de Literatura); Beltenebros (1989), El jinete polaco (1991, Premio Planeta y Premio Nacional de Literatura); Los misterios de Madrid (1992), El dueño del secreto (1994), Nada del otro mundo (1994), Ardor guerrero (1995), Plenilunio (1997), Carlota Fainberg (2000), En ausencia de Blanca (2001), Ventanas de Manhattan (2004), El viento de la Luna (2006), Sefarad (2001) y La noche de los tiempos (2009).
Desde 1995 es miembro de la Real Academia Española; entre 2004 y 2006 fue director de la sede de Nueva York del Instituto Cervantes; y en 2007 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Jaén como reconocimiento a toda su obra. Actualmente vive entre Madrid y Nueva York y está casado con la escritora Elvira Lindo.
Las fotografías que acompañan este artículo pertenecen a la serie “La biblioteca” de Liliana Gelman. Imaginaria agradece su autorización para reproducirlas. Para ver más obras de Liliana Gelman hay que visitar su página web: www.lilianagelman.com. Y también en Imaginaria, el artículo “Exposición fotográfica ‘La biblioteca’; libros abandonados y reencontrados”.
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6/1/10 a las 16:05
Comparto totalmente las ideas expuestas por Antonio Muñoz Molina (a quien admiro como escritor) y quiero agregar una experiencia que creo pertinente:
Tuve el privilegio de formarme con la Dra. Silvia Bleichmar,psicoanalista de consulta internacional, poseedora de una admirable capacidad de pensamiento y de hacer teoría que transmitía generosamente a quienes estudiamos con ella.Pero su generosidad iba mas allá del ámbito científico: en el año 2003 Silvia cumplió 60 años. Hizo una gran fiesta, a la que fui invitada, y donde departíamos tanto con la encargada del edificio donde vivía y sus mucamas, como con altas personalidades del ambiente científico y artístico. En la invitación que nos envió, decía: «La lista de regalos está en Omnistar Computación, Florida 789. Queremos enviar todo lo necesario para computarizar la sala infantil de la Biblioteca Rivadavia de Bahía Blanca.»
Uno iba al local, entregaba el dinero que disponía para la biblioteca, y nos entregaban un recibo que luego depositábamos en un buzón a la entrada del salón donde se hizo la recepción.
Silvia siempre contaba que en esa Biblioteca pública de B.Blanca, donde nació, pasaba de niña tardes enteras leyendo. Que por eso se sentía en deuda con ella, y logró pagarla con sus regalos de cumpleaños.
6/1/10 a las 20:36
Antonio, mi profesiòn es bibliotecaria, pero este artìculo,
es una reflexiòn tan intuitiva, de lo que se percibe como
la esencia de una biblioteca, la democracia por excelencia, el compartir y a la vez tomar posesiòn de los «objetos llàmese libros, documentos, cd, dvd, etc»
que pertenecen a todos y a la vez ninguno,, donde crecemos en fantasìa, humor, sentimientos, desarrollamos la imaginaciòn a plenitud y finalmente somos libres, compartimos sueños, territorios, y afectos.
Su comentario es muy apreciado por una persona que `siempre
trata de brindar lo mejor asus lectores y crear espacios donde se pueda disfrutar la nobleza del acto de leer.
8/1/10 a las 8:50
Admiro mucho a Antonio Muñoz Molina desde que leí el jinete polaco. Parece que los gobiernos tienen políticas culturales parecidas en todos lados: «Cualquier municipio español(argentino) gasta millones en contratar artistas de moda o alentar paletadas vernáculas: pero en una pequeña biblioteca no hay dinero para comprar libros, y si lo hubiera no quedaría espacio donde mostrarlos;cada vez existirá menos la posibilidad de que alguien encuentre en ella el refugio y la iluminación de los libros; de que un niño fantasioso entre en la biblioteca pública como Simbad en la gruta del tesoro.»
«Fuera de allí las cosas pertenecían a alguien, casi siempre a otro: en la biblioteca eran mías y a la vez de todos. No existe mejor escuela de ciudadanía.» ¿Será por ésto?
11/1/10 a las 19:43
Hola, me llamo Soledad Córdova y escribo desde una bibloteca; precisamente desde el ordenador del escritorio de la directora de la Biblioteca Nacional del Ecuador, en Quito.
El artículo de Antonio Muñoz Molina me ha dejado una sabor agridulce, no precisamente en la boca, sino en algún lugar de más adentro, que no podría describir. Acababan de despedirse cuatro estudiantes de secundaria que venían a hacerme preguntas sobre la Literatura Infantil y Juvenil en en Ecuador y el papel que he tenido en ella. Me contaron que en su pueblo, que está en uno de los valles aledaños, no hay una biblioteca pública en la que puedan tomar en préstamo libros; ni en su colegio. Que todavía no han podido leer los libros de las autoras que van a entrevistar; que el colegio les ha pedido dinero para comprar un libro, que no saben cual.
Se llevarán de las autoras un recuerdo con aureola y tres anécdotas, pero no podrán llegar a su obra, ni a todos los demás secretos que la biblioteca les podría revelar.
Me quedé rota, pensando en todo lo que nos queda por andar en nuestro país, y siempre triste de tener una sola vida que no se pueda repartir en el tiempo y el espacio, sin fin.
Las palabras de Antonio Muñoz, no obstante, me ayudaron a armarmarme de nuevo, con un cuerpo parecido al de mí misma. Su queja, paradójicamente, me devolvió el alma al cuerpo, al entregarme la utopía. Pensé en una biblioteca barrial que puede llegar a ser, y en el lector agradecido que reparte el amor a la biblioteca pública y los libros, como el pan.
16/1/10 a las 7:41
soy integrante de la com dir del club estudiantil porteño de ramos mejia y a mi como a mis compañeros nos gustaria colaborar con uds y la formacion de los chicos , tal vez en la faz deportiva con becas , me encataria hacer contacto con uds
muchas gracias