Tres capítulos de Encuentro con Flo, de Laura Escudero
Reproducimos los primeros capítulos de la novela Encuentro con Flo de Laura Escudero, obra ganadora del 4º Premio de Literatura Infantil "El Barco de Vapor" 2005 de Argentina que publicó Ediciones SM en la Serie Roja de su colección El Barco de Vapor (Buenos Aires, 2005).
Encuentro con Flo
por Laura Escudero
De pronto, el mundo se puso patas para arriba y Julieta no supo cómo pasó. Parecía un día como cualquiera, hasta que en un abrir y cerrar de puertas todo se enredó.
Se acuerda de que afuera caía una lluvia finita y por eso a la abuela Flora le dolían los huesos. También se acuerda de la cara de su mamá… como sorprendida y asustada. Y de Sergio, que entró con los bolsos sin decir una palabra, como cada vez que está de mal humor.
A Julieta la lluvia le gusta y no le gusta. Como estar sola. A veces quiere y otras no. Por ahí siente que necesita un lugar para desaparecer… Pero también le gustaría que unos mimos la encuentren. O un abrazo. Y quedarse así, quieta. Sola pero acompañada. Estas son cosas muy difíciles de explicar para alguien de trece años… demasiado grande para pedirlo, demasiado chica para no necesitarlo.
Ese día, el mundo de Julieta se inundó de lluvia porque Sergio entró con el equipaje de la abuela Flora, abrió la puerta de su pieza y dejó todo sobre su cama. Pasó tan rápido que apenas pudo dibujar una "o" con su boca. Y se quedó así, parada en el pasillo, viendo cómo el mundo se daba vuelta.
Tan repentino fue, que sintió como si el tiempo se detuviera, y apenas se dio cuenta cuando su mamá la tomó de la mano y la sentó al borde de la cama. Julieta miró esos ojos tratando de encontrar los suyos. Los vio buceando en su cara de nena triste para explicar lo inexplicable.
—Tuvimos que decidirlo a las apuradas y no hubo otro remedio. La tía Raquel, que siempre cuidó a la abuela Flora… ¿Me escuchás, Julieta? ¿Estás atendiendo?… Se enfermó, así que vamos a tenerla con nosotros un tiempito, hasta que Raquel esté bien. Después, ella vuelve a su casa… y nosotros, a la normalidad.
Solamente hubo un silencio pesado por respuesta. Ese que presagia las tormentas.
—Hija, vos ya sos grande, y es un esfuerzo que tenemos que hacer todos… —insistió Paula, sabiendo que sucedería lo inevitable.
Julieta sintió que el piso se hundía bajo sus pies. Que todo a su alrededor se derretía, se alejaba, se borraba.
Flora… esa abuela que había visto algunas veces y casi ni conocía. Esa señora arrugada que no lograba recordar su nombre y le decía Paula, Raquel, Anita… (¿Por qué "Anita"?) Esa vieja lenta que hacía rezongar a su tía, quien la retaba y la retaba porque no entendía nada de lo que explicaba.
Traían a la abuela Flora, está bien, pero… ¿por qué ponerla ahí? Justo en su habitación. El único lugar del mundo donde podía refugiarse… hacer y pensar sus cosas secretas y prohibidas. Por más fuerza que hizo para aguantar el nudo que le apretaba la garganta, las lágrimas se escaparon y no las pudo detener. Entonces, su pieza se inundó de una lluvia copiosa.
Y las palabras de su mamá explicando se diluyeron en el agua, porque cuando Julieta se pone a llover, no hay argumento que la pare. Por eso, Paula salió de la pieza. Y Julieta se quedó sentada sobre la cama, bien metida para adentro. Juntando los retazos de tristeza que flotaban por ahí. Anudándolos con recuerdos que iban apareciendo. Sin querer. Sin darse cuenta.
Es que para ella las cosas nunca estuvieron del todo en su lugar. Por lo menos eso le parece cada vez que lo piensa. Por ejemplo, le gustaría tener una mamá como las demás. Como la de Analía, su amiga de la vuelta. Gordita, simpaticona, tan cocinera y señora de su casa. De esas mamás a las que las cosas les salen bien porque tienen todo organizado. No como la suya, que es tirando a desastre. Una mamá prolija, que sepa cómo comenzar y terminar un día. Así no sucederían estas catástrofes.
Pero, qué le va a hacer, su mamá está fatalmente desvencijada. ¿Cómo va a pensar tranquila con esa maraña en la cabeza...?, como dijo la tía Raquel.
Paula es como una mamá terrible. Es cierto que a veces Julieta se divierte con sus chiquilinadas. Cuando inventa canciones locas, cuando hace chistes con todo. Pero otras veces se cansa y en algunos momentos se muere de vergüenza. Sobre todo cuando invita a alguna amiga. Porque es tan desordenada… y, además, el departamento es chico. Estaba bien para ellas dos, pero ahora con Sergio y Nicolás…
Y ni hablar con Flora. Mejor ni imaginarse el paisaje con la abuela Flora en el medio, arrastrando esas pantuflas ridículas. El desastre sería completo.
Ocurre que a su mamá le encanta hacer desparramo de cosas. Últimamente se le dio por la costura. Cuando llega del trabajo saca telas, agujas, botones, la máquina de coser, cinta métrica, tizas, regla. Ocupa cada lugar donde pueda apoyar algo. Y donde no, también. Entonces trata de coser. Trata. Porque apenas empieza, Nicolás, que gatea por el comedor, va tirando todo lo que Paula acaba de sacar. Y viene el inevitable: "¡¡Juli!! ¿Me podés ayudar…?".
Julieta la ayuda y cuida a ese bebé que es su hermano. Porque Nicolás es lindo. Tiene un año y pico, nariz de botón, un chupete colgando y los cachetes más maravillosos. Pero hay que mirarlo todo el tiempo porque parece que se va a tragar el mundo entero. Se mete cualquier cosa en la boca y consigue lo que quiere, porque se las arregla muy bien para llegar. A Julieta ese hermano le cayó como la abuela Flora: de repente y sin aviso (aunque con él tuvo unos meses para hacerse a la idea: ¡cómo ignorar las novedades en la panza de Paula!).
De pronto, Julieta miró la cama, los bolsos, se acordó de Flora y volvió a pensar que las cosas para ella estaban mal, muy mal. No es que no quisiera a su abuela. Pero justo ahí, tan cerca. Le pareció que eso de querer y no querer le venía pasando todo el tiempo. ¿Tan horrible, tan malvada era? Como con su hermano…
Con el bebé le sucede lo mismo que con la lluvia. Unas veces le gusta y otras no. Cada vez que la llama, "¡Ui!, ¡Ui!", y estira los bracitos para que lo alce, Julieta se llena de ternura. Lo levanta y le da besitos en la panza. Besitos de hormiga que a Nicolás le encantan y le sacan carcajadas contagiosas. Pero, otras veces, Julieta quisiera que desapareciera un rato y dejara un poco de espacio para ella. Un rinconcito en la vida de su mamá, que siempre está ocupada.
Y cómo olvidar que el primero que la ocupó fue Sergio. Al principio parecía tan amable que Julieta pensó que iba a ganar un papá, aunque tuviera que sacrificar un poquito de mamá. Pero después entendió que papá era de Nicolás. De ella, sólo era un buen amigo…
La cabeza de Julieta iba y venía… Entraba y salía por cada recuerdo, por cada idea. Otra vez se acordaba de Flora… y en su cuarto sucedía un nuevo derrumbe. Sentía que su memoria, en un viaje enloquecido, juntaba los fragmentos dispersos del rompecabezas de su vida.
Se dejó llevar por ese recorrido incierto y pensó en su papá. Aunque de su papá se acuerda poco, y la verdad no tiene ganas de acordarse. En realidad, el recuerdo se mezcla con las palabras de Paula y unas fotos que apenas pudo ver, porque un día de rabia su mamá las tiró.
Sabe que vivió con ellas hasta sus dos años. Que se fue de pronto. Que un día no estuvo más. También se acuerda de los ataques de lágrimas de Paula y de los problemas con el dinero, que nunca alcanzaba. Por eso su mamá tuvo que pasar tantas horas metida en una oficina. Y Julieta chiquita iba y venía. Del jardín, a la mujer enorme que la cuidaba… ¿Cómo se llamaba? Porque se acuerda de que la jovencita era Luisa y tenía un novio en otra ciudad (por eso, después se tuvo que ir a trabajar allá). Tantas señoras desfilaron por la vida de Julieta, que sería imposible saber quién la vio cuando cambió el primer diente o quién la ayudó a aprender a escribir.
Después de un tiempo, las cosas mejoraron. Paula pudo trabajar menos horas y el dinero les alcanzó para ir de vez en cuando al cine…
Hasta que otra vez apareció su papá. Ella misma le abrió la puerta y lo vio llegar. Vino con unos paquetes. Como si con eso pudiera arreglar algo. Julieta otra vez no supo qué hacer. Por un lado, tenía ganas de conocerlo. Conocerlo de verdad, saber quién era. Pero, por otro, tenía el presentimiento de que no le iba a gustar. Y se dio cuenta cuando vio a su mamá derrumbarse otra vez, mientras él contestaba tan frescamente que había necesitado aire. Bueno, ahora ellas no lo necesitaban a él. Esa fue la última vez que lo vio y no le quedaron ganas. Al menos por ahora.
La cabeza de Julieta iba y venía, no quería parar. Flora, su papá, Sergio…
Su mamá dice que con Sergio las cosas son distintas, porque se siente acompañada y ayudada. Es verdad que parece un buen papá para Nicolás. Siempre lo mima y lo alza… además, le cambia los pañales y le da la mamadera. Algunas veces, también lo mira con cara de embobado y pone esa sonrisa de… estúpido.
Entonces, Julieta se muere de rabia. Le da bronca que todo sea para Nicolás. Y también que su mamá no haya pensado en elegir un papá así para ella.
Por eso su habitación era el único rincón donde las cosas parecían estar en su lugar. Parecían. Porque ahora, esos bolsos sobre su cama…
Hasta aquel día de lluvia finita, Julieta había visto pocas veces a su abuela. Porque Flora vivía con Raquel.
Y Julieta sabía muy bien cómo era la relación entre su tía y su mamá. Es decir, el desencuentro que había entre las dos. Nunca importaba demasiado el motivo: cada vez que se veían, terminaban peleadas. La causa de la discordia parecía estar muy metida en el tiempo, venir desde la prehistoria. Sin embargo, el simple hecho de verse ponía en actividad esa furia volcánica que se vomitaban, salpicando bronca para todos lados. Ninguna de las dos terminaba de decir claramente el motivo del enojo. Y rara vez referían hechos del pasado. Datos que le permitieran a Julieta entender.
Todo lo que sabía era que la tía Raquel tenía como quince años más que su mamá y que siendo joven había quedado viuda con una hija, Rita, de apenas siete. Por eso, se había mudado a la casa de la abuela Flora. Ahora la hija había crecido, iba a la universidad, vivía en otro sitio y rara vez aparecía. Y la tía era una señora mayor que siempre tenía los labios pintados de rojo y andaba diciéndole a la gente lo que tenía que hacer. Especialmente a Paula, su hermana menor, que parecía "equivocarse" todo el tiempo.
Las dos habían llegado a la conclusión, tiempo atrás y después de muchísimos escándalos, de que la única solución era ignorarse. Por eso, se visitaban tan poco. Casi nunca.
Algunas veces, Paula le había contado cosas de la abuela Flora. De cuando estaba bien y su casa era su casa (que ahora había pasado al dominio de la tía Raquel). Parece que le gustaban las plantas y, en los buenos tiempos, la galería era una jungla colorida. Pero después Raquel opinó que tanta maceta juntaba mugre, y de a una las fue sacando.
Su mamá también decía que Flora siempre había sido muy alegre y un poco loca. Como de risa fácil. Y contaba que estaba todo el tiempo de aquí para allá haciendo cosas. Hasta cuando estaba quieta. Entonces, especialmente le gustaba tejer. Puntillas y encajes, carpetas y mantelitos que ponía debajo de cantidad de objetos raros que guardaba como recuerdo. Pero a Raquel también le parecieron una molestia y los quitó.
Cuando Julieta miraba a esa abuela lenta como un dinosaurio y de mirada perdida, le parecía imposible que fuera la misma persona de la que su mamá le había hablado. Alguna vez escuchó que Flora comenzó a enfermarse de a poco. Que se fue marchitando como sus queridísimas flores, perdió color y también el perfume que mantiene viva la memoria. Desde ese momento, la abuela quedó bajo el cuidado de la tía Raquel, que transformó su mundo en el propio. Entonces, Flora fue como el bebé de su propia hija. Había que cuidarla y darle los remedios, ayudarla en sus cosas, hacerle la comida…
A veces, la abuela Flora mira un poco para afuera y trata de hablar, pero parece que los recuerdos se le mezclan. Las palabras se le destejen y va perdiendo los puntos hasta que se queda muda otra vez, perdida, sin encontrar a nadie del otro lado de lo que está diciendo o de lo que quiere decir.
Así llegó aquel día. Y se quedó sentada en el sillón del comedor sin enterarse de nada. Como el potus del pasillo.
A ella le seguía lloviendo finito, mientras un diluvio se desataba en el cuarto de su nieta.
Julieta salió al mundo despacio. Con mucho cuidado y tratando de entender. Se secó las lágrimas y miró otra vez los bolsos de Flora. ¿Qué tendrían? ¿Qué sería lo que la tía Raquel le permitió traer? ¡Pobre Flora! Ella sí que no tenía lugar. Ni su propio cuerpo. Ni sus pensamientos. A lo mejor, ni siquiera podía llorar… porque tampoco se acordaba. O tal vez, lo que había olvidado eran los motivos.
Entonces, sacó para afuera su pena y se la puso a Flora. La envolvió toda. Pero con la tristeza no es fácil. Va y viene por su cuenta.
Julieta salió de su habitación. Desde el pasillo miró a su mamá dando vueltas por la cocina. Acomodó la voz para que saliera firme y preguntó qué le había pasado a la tía Raquel.
—Nada grave. La tuvieron que operar de la vesícula y necesita recuperarse. Está con Rita, que la va a cuidar. Por eso la abuela Flora tiene que quedarse acá. —Su mamá levantó la mirada, cambió el tono de voz y continuó—: Y… supongo que habrás notado que tenemos dos piezas… y, también, que en la otra habitación ya somos tres. ¿Cómo te parece a vos que tenemos que acomodarnos? ¿Se te ocurre otra idea? —terminó definitivamente irónica.
Julieta pensó y pensó. ¿Por qué ella y Flora? ¿Cómo podía pasar algo así? ¿Cómo pueden terminar juntas dos personas porque no caben en otro lugar? Como si se trataran de acomodar trastos en un depósito. Para que no molesten, claro. Miró a la abuela Flora, apagada frente al televisor prendido, y decidió que, seguramente, estaba triste y que a lo mejor también se sentía sola.
En medio de la tormenta escuchó que Sergio se llevaba a Nicolás para despejar el ambiente. Seguramente se iban a la casa de sus padres, que son personas realmente agradables. Parecen verdaderos abuelos. También son muy amables con Julieta, pero hasta ahí. La abu Elena siempre está dispuesta a cuidar al bebé. El abu Juan aparece con bolsas llenas de golosinas para los dos.
Julieta miró otra vez a la abuela Flora y se acordó de la abu Elena. Tan activa, siempre paqueta y bien arreglada. Así da gusto tener una abuela. En cambio, a la pobre Flora no hay forma de moverla, su cuerpo está todo herrumbrado. Con suerte todavía puede caminar dentro de la casa.
Apoyada contra el marco de la puerta, Julieta siguió mirando. Vio a su mamá dar vueltas como un trompo para arreglar todo. Pero como de costumbre, mientras más se apuraba, más se enredaba. Daba vueltas y hablaba, levantaba cosas y las cambiaba de lugar.
—¿Por dónde empiezo? Tengo que hacer la comida antes de que lleguen Sergio y Nicolás, y levantar todo este desparramo de las costuras… ¿Y qué más?, ¡¿qué más?!… ¡¡Juli…!!
Julieta la escuchó con paciencia y le dijo que sería bueno acomodar los bolsos de la abuela Flora y armar su cama. La mamá le agarró la cara, todavía un poco nublada y con caminitos de lágrimas, y le dijo:
—¡Qué haría yo sin vos!
Julieta forzó una sonrisa y se fueron juntas para la pieza. Después de todo, la abuela fue la excusa para tener ese rato con su mamá en su lugar favorito. Porque Julieta tiene una hermosa habitación. Con su cama, su placar y su escritorio. Siempre cuida de poner cada cosa en su lugar. Eso hace que se sienta segura. Así mantiene su mundo bajo control.
Entre las dos armaron la cama. Julieta puso unas gotitas de perfume sobre la almohada de Flora, como hace cada vez que cambia sus sábanas. Después, Paula trajo un manojo de perchas y comenzó a sacar los vestidos descoloridos y a colgarlos en la mitad del placar que Julieta había cedido.
Enseguida, Paula se sentó sobre el piso y sacó una bombacha. Era enorme. Se la puso en la cabeza y dijo.
—¿Oia? ¡Mirá! ¡Usa calzones de elefante! —y largó una carcajada muy fuerte.
Julieta se rió y la retó:
—¡Pero ma…!
—Es cosa de Raquel. Siempre fue exagerada.
Su mamá iba sacando; Julieta, doblando y guardando cuidadosamente en los cajones. Unas pantimedias, saquitos de lana, pañuelos, una virgencita…
—Si la abuela Flora pudiera elegir, jamás se compraría esta ropa de colores tristes. Ella siempre fue una persona alegre —Paula hizo el comentario sin énfasis, como rumiando un pensamiento en voz alta.
Julieta la miró arqueando las cejas. Verdaderamente no podía unir la palabra "alegre" a esa vieja gris que estaba sentada en el comedor.
En eso, sonó el teléfono y Paula salió a atender.
Mientras su mamá volvía, Julieta continuó desarmando el bolso. Cuando terminó con la ropa, en el fondo del bolso encontró una caja grande de madera. La sacó y la miró con detenimiento, porque le llamó la atención. Parecía antigua. Un objeto muy diferente al resto de las pertenencias. Tuvo la impresión de que se trataba de algo personal. Algo que realmente era de Flora. Le causó una enorme curiosidad lo que habría adentro. La abrió con intriga y vio unas cuantas alhajas de poco valor, un sobre arrugado, otra caja sujeta con una cinta y más pequeñeces. Puso aquel cofre, que era muy bonito, sobre su repisa y concluyó que todo estaba quedando muy bien. Mientras contemplaba el resultado de su trabajo, apareció su mamá.
Parada contra el marco de la puerta dijo, casi sin respirar:
—¡Podés creer! La que llamó fue tu prima Rita. ¿Y sabés qué quería? ¡Devolver a su madre! ¡No, no, es un chiste! Dice que la pesada de Raquel no deja de repetir que no nos vayamos a olvidar de poner el vasito con agua para la dentadura postiza de la abuela.
Aunque Paula lo dijo tan rápido y como al descuido, las palabras "vasito de agua" y "dentadura postiza" quedaron flotando en el ambiente.
Julieta miró a su mamá esperando la carcajada. Porque después de ese chiste también tenía que venir una enorme carcajada. Pero no. Paula salió, y Julieta pudo escuchar bien clarito cómo llenaba un vaso de agua y caminaba otra vez hasta su pieza.
—¡No! Eso en mi mesita de luz, no. Eso es cosa de películas o bromas de mal gusto…
Su mamá la miró haciendo un gesto de resignación:
—Y bueno, algunas cosas van a ser inevitables.
Julieta ahora estaba segura: no podría invitar a ninguna amiga a su cuarto. Nunca, mientras Flora estuviera allí.
La cena fue bastante deprimente. Aunque Julieta había puesto la mesa con cuidado, nadie notó que las servilletas hacían juego con los colores de los platos, ni que las ensaladas estaban decoradas con hojitas de perejil y rodajas de limón. Sergio, que había llegado con Nicolás dormido, seguía mudo, apenas miraba el vaso y el plato. Paula, sentada al lado de la abuela, trataba de ayudarla, con evidente poca experiencia. Y la pobre Flora miraba a su alrededor realmente confundida.
Entonces, Julieta pensó que la vida en su casa iba a ser insoportable. Y sintió pena o rabia o…
A Julieta no le gusta el desorden. Y esto era un caos. Por fuera y por dentro. Un inmenso revuelto de sentimientos que no podía entender. Era lluvia, sol de desierto, huracán, tormenta de nieve y todos los fenómenos meteorológicos juntos.
Porque indudablemente sentía rabia. Estaba enojada con su mamá, que tomaba decisiones que la afectaban directamente sin consultarla; con Sergio y su mudez crónica frente a los problemas; con la tía Raquel, por lo que pensaba de su mamá, aunque fuera cierto…
Y también sentía pena por todos. Especialmente por Flora. Sí, pena. Lástima por su abuela. Y, además, muchísima rabia por sentir pena… Es que… era exactamente así: estaba todo mezclado.
Lo que Julieta necesitaba era entender mejor. Para poner cada cosa en su lugar… Pero todo había sucedido tan rápido, que no tuvo tiempo de pensar y acomodar un poco las ideas. Entonces trató de tomar distancia para componer la situación. Darle alguna forma, si era posible.
Julieta miró a Flora buscando una respuesta. Y la vio encorvada sobre la mesa, comiendo con la mirada perdida. Poniendo esa cara, cada vez que Paula le decía algo.
Volvió a mirar tratando de encontrar su lugar en el tablero. Su posición. Para saber cómo tenía que mover sus piezas.
A lo mejor la tía Raquel tenía razón. "Entonces, la vieja se hace la estúpida porque le conviene…", pensó, "¡¿oia?!… ¡qué bien!". De pronto, el panorama comenzaba a aclararse. Parece que era rabia, nomás. Sí. Definitivamente: si lo pensaba bien, esa actitud era a propósito. Claro, una buena manera de no enterarse de nada y de que todos resolvieran las cosas por ella.
Ahhh… Entonces, Julieta se sintió mejor. Y se refugió en ese brotecito maligno que la tranquilizó. Después de todo, si tenía que tomárselas con alguien, la abuela Flora se ofrecía en bandeja. Era mirarla nada más y sentir una especie de rechazo. Julieta ya lo había decidido: ninguna pena. Prefirió el enojo a la tristeza. Así, por lo menos, podía sacarlo para afuera. La rabia cabía mejor en las palabras. Ahora mismo se le ocurrían varias…
Miró con fastidio cómo la abuela se paraba apoyándose en la silla, en la mesa (que se tambaleó) y en su mamá, que le preguntó adónde iba.
—¿Qué, Raquel? —cacareó Flora perdida.
Julieta escuchó a su mamá preguntar una y otra vez. Y a Flora contestar preguntando: "¿Qué, Raquel?". Y pensó que su vida iba a ser un infierno, sin dudas. Y la causa era Flora.
Julieta miró ese cuerpo jurásico empantanado en el comedor. Vio cómo se trababa. Y se levantó en un solo impulso, tomó a la abuela Flora del brazo y le dijo con voz seca:
—No es Raquel. Es tu otra hija: Paula.
—Anita… —suspiró la vieja.
—No. "Anita" no, "Julieta". Yo soy Julieta.
Paula se acercó y la sostuvo por el otro brazo. Cruzaron el pasillo y llegaron al borde de la cama. A unos centímetros de la de Julieta.
Mientras se ponía el piyama, pudo ver a su mamá desvistiendo a la abuela Flora. Quitando y poniendo. Demoraron siglos con el trámite en el baño y volvieron a la cama con la dentadura, que fue a parar justo al vasito de la mesa de luz. En ese lugar donde Julieta ponía la cajita hermosa con sus hebillas. La que ya no estaba. La que ahora dormía a un costado del cajón de su ropa interior.
Julieta masticó unas maldades tranquilizadoras y dijo algo de despertarse temprano al día siguiente para ir al colegio. Dio media vuelta en la cama y se tapó toda. Completamente, hasta la cabeza.
Se durmió enseguida. Estaba cansada. Tanta lluvia, tanto cambio inesperado. Cayó en un sueño profundo. En ese sueño, unos pájaros gigantes planeaban sobre montañas afiladas y precipicios abruptos. Ella misma era pájaro. Pero de vuelo solitario. Entonces comprendió que los otros la perseguían. La atacaban en pleno vuelo y le tiraban picotazos. Ella caía hacia el abismo. Pero en plena caída, daba vuelta, subía, y otra vez los pájaros, los picotazos y los graznidos horribles. Sintió un ruido espantoso y terrorífico que se le venía encima. Cada vez más fuerte y aterrador. Un sonido grave y estridente. Insoportable… Un bramido de ballena… ¡roncando a su lado!
¡Flora! Julieta se dio cuenta de que la pesadilla estaba del otro lado del sueño. Afuera. Ahí, a medio metro de ella, la abuela resoplaba como un fuelle.
Julieta, sentada en la cama, le dijo:
—¡Flora!
Nada. Los ronquidos apenas cambiaron a un tono más agudo.
—¡Flora!, ¡Flora! —repitió.
Tuvo que levantarse y tocarla en el hombro para que disminuyeran. Julieta volvió a su cama, pero el baile se reinició a los pocos minutos. Al final, se levantó, fue al baño, buscó el algodón y se puso un tapón en cada oreja. Así, finalmente, pudo dormir sin escuchar a Flora. Aunque…
Tampoco escuchó el despertador. Afortunadamente, Sergio pasó a ver si se había levantado y la despertó. Julieta amaneció molesta.
Pero ahora sabía bien con quién.
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Ese día, el colegio fue un buen lugar. A pesar del sueño, Julieta estuvo cómoda y se alegró de tener a Analía para contarle algunas de sus penas o sus broncas.
Porque a Julieta el colegio siempre le pareció un buen lugar. Se lleva bien con sus tiempos ordenados. Es suave y prolija, que son dos buenos atributos para sobrevivir. Además, se mantiene en un anonimato prudente porque no le gustan las estridencias y, de esa manera, ninguna mirada se detiene especialmente en ella. Eso la libera de preguntas molestas. Así, espera no tener que dar ninguna información sobre su vida privada. Prefiere que la conozcan hasta ahí. Excepto Analía. A ella sí le cuenta sus cosas muy secretamente. También tiene otras amigas… Victoria y Sofía, pero con ellas se cuida. Con los varones mantiene cierta distancia contemplativa. Pertenecen a un género que no le inspira demasiada confianza.
Y está Tomás. Pero de Tomás solamente habla con Analía. Además, Tomás casi no la descubrió… Tan bien oculta está.
Durante el recreo largo, Julieta le contó a Analía que la abuela Flora se había instalado en su casa, en su habitación. Mientras contaba, descubrió que decirle "vieja" le gustaba más. Y explicar en secreto lo de los dientes postizos le puso risa a la desdicha y dio motivo para unos cuantos chistes divertidos, que intercambiaron entre guiños.
Analía quería ver a Flora. Se imaginaba que la confusión de la abuela podía ser graciosa. Julieta dijo que sería mejor esperar un tiempito hasta que todo se normalizara un poco. Y ya no decía "mi abuela", ni "abuela Flora". Entonces resultaba más fácil.
Las horas se pasaron volando aquel día. Sin darse cuenta, estaba en la puerta del colegio caminando hacia la parada del ómnibus.
—¿Y si hoy volvemos caminando? —preguntó Julieta mirando a Analía, buscando su complicidad.
Analía aceptó. Julieta sabía que iba a ser así. Que a su amiga le encantaban los cambios de planes, romper con la rutina. Especialmente la de su mamá, esa capitana celosa del rumbo impecable de su casa, guardiana del timón riguroso de su navío. Julieta siempre había pensado que parecían cambiadas.
A Analía, Paula le parecía divina y divertida. En cambio, pensaba que su mamá era una aburrida. Su casa (un sueño para Julieta) tenía esa fragancia a limpiamuebles, cera, desinfectante, y todo parecía impecable como en una publicidad de televisión. Perfecta. Pero a Analía le gustaban las cosas locas (¡como a Paula!).
En cambio, a Julieta, el silencio de la casa de Analía le parecía tranquilizador. Nadie se molestaba, ni se gritaba, ni… Claro que a veces había pensado que todos parecían un poco fríos, pero después se convencía de que era corrección. Porque eran de correctos… El papá siempre estaba de traje. Impecable, bien peinado, con la espalda derecha. Y qué decir de la madre de Analía. Ponía la mesa cuidando cada detalle. Con manteles limpios… Y sus comidas eran exquisitas. Alguna vez, Julieta quiso que su mamá comprara una de esas ensaladeras de madera con las cucharas para mezclar las verduras haciendo juego, pero Paula dijo que era gastar el dinero en pavadas y siguieron con las de plástico.
En fin… Julieta caminó unas cuantas cuadras con ganas de tener que llegar a una casa como la de Analía.
Y después se olvidó. Se pusieron a mirar vidrieras y hablaron de Tomás, porque a las dos les encantaba hablar de Tomás… Es posible que a algunas otras chicas del curso también les gustara hablar de Tomás. El caso es que cuanto más hablaban de él y más veces repetían su nombre, más fuerte sentían ese calorcito en la panza. Esa emoción de jugar a las escondidas. De espiarlo y cambiarse miradas cómplices. Y no les importaba en absoluto compartir ese sentimiento, porque las dos sabían que por el momento todo quedaría en eso. Y lo más interesante era que les alcanzaba. Porque, además, era un juego divertido.
Llegaron media hora más tarde que de costumbre. Julieta miró la ventana del departamento en el cuarto piso y tuvo muchísimas ganas de que no hubiera nadie. De poder llegar y escuchar silencio. Ordenar rápidamente todo (porque eso era algo que sabía hacer muy bien) y sentarse tranquila con sus cosas en un paisaje despejado. Entonces podría pensar con claridad y sentirse segura. Sí, a lo mejor, con suerte podía ser…
Pero no. Fue solo abrir la puerta y darse cuenta de que, en su vida, la tranquilidad parecía un sueño muy lejano. Estaban todos. Bueno, todos no, faltaba Sergio, pero eso era algo que no hacía diferencia.
Y había otra mujer. Su mamá le explicó (mientras se complicaba con veinte cosas sin hacer ninguna) que esa señora vendría a cuidar a Flora diariamente. Que solo por hoy había faltado al trabajo, porque podía tomarse nada más que un día para dejar todo arreglado. Que ella (Julieta) sería la responsable de explicarle a Gladis (la señora) lo que hiciera falta. Que Nicolás dejaría de ir a la guardería, porque ya que tenía que contratar a la señora, para qué pagar la cuota y…
Julieta se metió en su cuarto para dejar la mochila, cambiarse y respirar. Su mamá no se había dado cuenta de que llegaba media hora tarde. ¡Qué esperanza! A Julieta le hubiera encantado un buen reto por la demora, porque eso hubiera significado que su mamá tenía en cuenta sus horarios. Pero no. Lo que su mamá tenía en cuenta eran otras cosas.
Pudo estar en su habitación apenas hasta la hora del almuerzo. Porque después Flora tenía que dormir la siesta. Entonces, a Julieta se le ocurrió llevar a Nicolás a la plaza. A su mamá le pareció bárbaro, por supuesto. Salieron con bastante abrigo porque hacía frío. Y pasaron por la casa de Analía para invitarla.
En la puerta, apareció la madre perfecta con cara de reproche. Dijo que no la dejaba salir, que estaba en penitencia por la demora en llegar del colegio… Y después agregó, mirándola con gesto endurecido:
—Me extraña de vos, Julieta, una chica tan responsable…
Julieta pensó que estaba un poco cansada de ser responsable, pero igual le gustó que la mamá de Analía pensara eso de ella.
Ya en la plaza, estuvieron un rato largo entre las hamacas y el tobogán. Nicolás estaba feliz. Y Julieta se sintió mejor. La tarde se desparramaba anaranjada entre los árboles despojados. Había muy poca gente. Apenas una pareja con otro bebé. Julieta llevaba a Nicolás de la mano. El nene caminaba haciendo equilibrio sobre un muro bajo. Andaban despacio. Solamente se escuchaban los grititos de felicidad de Nicolás y el ritmo de la respiración de los dos. A lo lejos, como en un susurro mezclado, se oían el ronroneo de los autos en la avenida y el murmullo distante de la ciudad viva.
Pero la calma duró poco. Como venía ocurriendo.
De pronto, unos chicos ruidosos irrumpieron en la plaza quebrando ese equilibrio delicado de sonidos. Julieta se puso tensa mientras los veía venir.
Hablaban muy fuerte y se reían. Tenían esa actitud de "no me importa nada", y eso puso especialmente incómoda a Julieta. Apenas levantó la mirada, tratando de que no se dieran cuenta de que los miraba y, si fuera posible, de que no la vieran. Sin embargo, el que iba adelante la miró. Bien mirada, la miró. Paseó sus ojos de arriba abajo. Sobre ella y Nicolás, los dos. Julieta se sintió enormemente intimidada. Aunque todos se parecían un poco, ese llamaba especialmente la atención. Era el mayor: un chico robusto y morocho. Tenía los ojos grandes y negros.
Julieta alzó a Nicolás, que pegó un grito estirando los brazos hacia las hamacas.
—Nicolás, es tarde —dijo Julieta en voz baja—, nos tenemos que ir.
Nicolás chilló pataleando de una manera que casi la tira al piso. Julieta, haciendo un gran esfuerzo, empezó a atravesar la plaza rumbo a su casa. Entonces el chico, hablando muy fuerte y con una tonada diferente, dijo:
—Dejalo nomás al changuito, que se quiere hamacar. ¡Nosotros no te vamos a morder!
El tonito irónico de la frase era suficiente para molestar, pero el coro de risotadas festejando fue demasiado y Julieta sintió que una marea caliente subía por su cuerpo en forma de odio. Auténtico y visceral odio hacia ese chico maleducado y grosero, que se creía que la plaza era suya y podía hacer y decir lo que se le antojara.
Casi corriendo, Julieta llegó a la esquina. Siguió arrastrando a su hermano y no descansó hasta llegar a la entrada de su edificio. Esquivó a la gente que esperaba el ascensor y llegó hasta la mitad de las escaleras. Entonces se derrumbó. Abrazada al bebé, lloró con otro ataque de lluvia. Con bocanadas de impotencia y tristeza. Nicolás se quedó blandito. Apoyando sus cachetes suaves y colorados sobre los de Julieta. A lo mejor, entendiendo; a lo mejor, sintiendo el desconsuelo de su hermana.
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A Julieta le estaban pasando cosas enormes. Por fuera y por dentro. Y lo que sentía sobre lo que le estaba pasando también era enorme. Estaba asustada. Asustada de sentir un odio tan grande, tan profundo, así de fácil. Asustada de atreverse a decir "la vieja" para referirse a la abuela Flora. De decirlo de esa manera, arrastrando la jota muy fuerte y disfrutando de ese sonido que sabía a venganza. Que tenía gusto a desprecio. Y estaba asustada, porque además la quería. Sí. Por loco que parezca, no podía olvidarse de las palabras de su mamá sobre Flora. Y estaban tan anudadas a ella, a su nombre, que no podía despegarlas.
Se sentía como si estuviera dividida en dos todo el tiempo. Ella, que siempre había sido suave y de pensar las cosas, ahora se enfurecía en un segundo con un chico que no había visto nunca en su vida y que probablemente no volviese a ver.
Ese pensamiento la calmó. Lo del chico no tenía ninguna importancia. Lo que le pasaba, en realidad, era Flora. Y estaba decidida a dejar de lado toda esa culpa y a sentir rabia por la vieja con toda tranquilidad. Masticó el "vieja" despacito y giró el picaporte.
Increíblemente, en el departamento todo estaba relajado. Flora miraba televisión embalsamada sobre el sillón del comedor. Paula trabajaba en la computadora y Sergio no había llegado. En ese momento, advirtió que Nicolás se había dormido mientras subían por las escaleras. Podía sentir el aliento tibio en su cuello. Hizo una seña de silencio cuando Paula la miró y pasó derecho al cuarto para acostar a Nicolás en su cuna.
Vio que su mamá la esperaba en el pasillo y sintió como la envolvía con un abrazo.
—Sos una divina, hija —le dijo.
Entonces, Julieta se sintió un poco mamá de su mamá. Algunas veces también le pasaba eso.
Afuera la noche cayó imperceptible, mientras Julieta hacía lo del colegio en su habitación. A salvo. Refugiada entre sus cosas queridas. Sacó la carpeta y escribió con su lapicera. Pulso seguro. Convirtiendo el desasosiego en letras y palabras escritas. Unas aes redondas apoyadas justo sobre el renglón. Unos números parejos y claros. Cada vez que terminaba una página la miraba. Alejando un poco la carpeta, inclinándola y disfrutando de ese panorama de realidad tan encantador. Tan dócil.
La cena pasó. Flora de florero y los demás casi como siempre. Siguió el ritual del baño y el vasito de los dientes. Julieta la miró mientras se desplomaba como marmota sobre la cama. La palabra "marmota" se alargó en su cabeza y rebotó como el cuerpo en el colchón. Le dio risa acordarse de los ronquidos. Por las dudas, había dejado un pedacito de algodón en el cajón de su mesa de luz.
Pero Flora no se durmió enseguida. Pasó un rato largo con la luz apagada y Julieta escuchó:
—Anita, ¿estás ahí?…
La voz de Flora la sorprendió. Pensó rápido para contestar. Si dicen que a los locos hay que darles la razón, entonces…
—Acá estoy, Flora —dijo.
—¿Por qué me decís "Flora"? ¿Estás enojada conmigo? —preguntó.
—Nooo… Pero, ¿cómo te digo? —quiso averiguar Julieta casi divertida.
—"Flo", decime "Flo", como siempre… como siempre… ¿Cuándo van a venir? ¿Cuándo? ¿Cuándo? —la voz de Flora fue saliendo aflautada y se volvió queja.
Julieta se asustó un poco y dijo:
—Ya vienen, Flo. Ya van a venir.
—¡No! ¡No! No quiero que me lleven… ¡Por favor, Anita, que no me lleven! —la voz de Flora, ahora, se transformó en llanto y subió de volumen.
De repente, Paula entró a la habitación. Y por detrás, Sergio. Habían escuchado. Encendieron la luz. Flora hizo un gesto de dolor, contrajo todo su rostro y con los ojos apenas abiertos repitió aullando como un animal herido:
—¡Que no me lleven!
Paula volvió a apagar la luz, se le acercó y le dijo:
—Mamá, soy yo, Paula. Nadie te va a llevar a ningún lado. Vos dormí tranquila. No te preocupes…
—¡Que no me lleven, Anita! —repitió Flora mirando hacia la cama de Julieta, sin reparar siquiera en su hija—. Anita, ¿estás ahí? ¿Me van a llevar?
—No, Flo. No te preocupes. Nadie te va a llevar a ningún lado —contestó Julieta y empezó a sospechar algo. No sabía bien qué era, pero le ordenó—: Ahora dormí.
Paula se quedó parada en el umbral escuchando cómo la respiración de Flora se fue haciendo cada vez más pausada y espesa, hasta que finalmente se convirtió en un ronquido ruidoso. Vio cómo Julieta se puso los tapones en los oídos, dijo "hasta mañana", y se dio vuelta para el otro lado.
Encuentro con Flo © Laura Escudero, Ediciones SM, Buenos Aires, noviembre de 2005.
Imaginaria agradece a Susana Aime, Ana Lucía Salgado y Cristina Borrás, de Ediciones SM de Argentina, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.
Laura Escudero nació en 1967 en la provincia de Córdoba, Argentina. Estudió arte y teatro; se recibió de profesora de nivel inicial y de psicóloga en la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente, trabaja en diferentes proyectos de promoción de la lectura para el CEDILIJ. Es autora de la novela Heredé un fantasma (Buenos Aires, Ediciones SM, 2005).
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