El tiempo vuela
(Fragmento)
por Diana Briones
Como anticipo exclusivo de Imaginaria, reproducimos fragmentos de la novela El tiempo vuela de Diana Briones, obra ganadora del 2º Premio de Literatura Infantil "El Barco de Vapor 2003" de Argentina que próximamente publicará Ediciones SM. Agradecemos a Ediciones SM de Argentina la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos. (Fotografía de la autora de Alejandro Elías/Ediciones SM.)
Diana Briones nació en Buenos Aires en 1960. Desde entonces vive en Quilmes, una localidad del conurbano bonaerense, donde también trabaja. Es docente de EGB, maestra de música y autora de libros para docentes de Nivel Inicial y EGB.
Actualmente se desempeña como directora de coros infantiles y como asistente en la dirección de producciones teatrales de mimo. El tiempo vuela es su primera novela para niños.
Me corrió un escalofrío por la espalda, como me pasa con algunas películas de terror, y bajé para encender la tele y ver la hora en alguno de los canales.
Puse directamente Noticias TV porque a veces mi papá me pide que me fije la hora ahí para poner en hora su reloj de pulsera, que siempre atrasa. Me quedé con la boca abierta cuando, después de pasar por Noticias y por todos los otros canales de noticias, por los de deportes, por los de dibujitos, por los aburridísimos canales llenos de mujeres cosiendo o cocinando, en la pantalla no había más que lluvia, rayas y ese ruido yyyyyyy, en todos todos los canales. El ruido me enloquecía, así que bajé el volumen del todo y decidí dejar la tele encendida para ir viendo qué pasaba. "Tal vez se cortó el cable", pensé, algo aliviado. Me fui corriendo al fondo, ya que vivo en una esquina y el cable viene de un palo que está a la vuelta de mi casa. Abrí la puerta esperando, como siempre, tener que atajar a Crash, nuestro perro. Crash me recibe siempre en el fondo saltándome al pecho con tanta alegría, que más de una vez me tiró al piso y ahí nomás se dedicó a lamerme la cara con esa lengua húmeda, blanda y tibiecita que me gusta pero me da un poquito de asco. Pero no: abrí la puerta del fondo y nada, ni noticias de Crash. Lo busqué en el vivero... bah, los restos del vivero que una vez mi mamá había hecho y que después quedó como cucha para el perro; inspeccioné entre los álamos y el roble pellín del fondo, y también bajo las largas ramas de los abedules, detrás de la parrilla de mi papá, debajo del auto Y nada. Ahí sí me preocupé. Nada de lo que pasaba me asustó tanto como la ausencia de mi perro, ya que no había forma de que saliera de la casa. El portón de madera que da a la calle lateral está siempre cerrado y no se abre más que para sacar las bicis nuestras o el auto, que estaba en su lugar. ¡El auto! Pero si estaba el auto, ¿cómo se habían ido a lo de la dentista? Es cierto que el pueblo no es tan grande y se puede ir caminando a cualquier lugar, pero papá no es precisamente alguien a quien le guste caminar. Y ni hablar de Andrés, que cuando hay que caminar mucho se pone caprichoso y pretende que tomemos un taxi o un remís hasta para ir a cinco cuadras. Y encima el hospital está a más de quince.
Cuando entré en casa de nuevo, ya ni me acordaba del cable, hasta que vi la pantalla del televisor. Seguía igual: lluvia, rayitas y nada más.
Asustado, desanimado y sin saber qué hacer, me desplomé en el sofá en donde siempre me siento a mirar tele y casi me pongo a llorar; entonces el sonido del teléfono me sobresaltó. ¡Por fin! Salté del sofá y atendí esperando escuchar la voz tranquilizadora de mi papá diciéndome que no me preocupara, que ya estaba volviendo, que lo perdonara por no haberme llamado antes, etcétera, etcétera. Me sorprendió un horrible silencio del otro lado de la línea, contestando a mis "¡Hola!, ¿¡Papá!?", repetidos y repetidos hasta quedarme afónico, mientras sollozaba sentado en el piso y me iba acurrucando contra la pared con el teléfono pegado a la oreja.
*****
Me quedé dormido. Siempre que lloro mucho me quedo dormido, aunque casi siempre lo hago en la cama y no en el piso, así que cuando desperté me dolía todo. Me costó un ratito entender qué estaba haciendo yo ahí, acostado sobre los mosaicos y aferrado al teléfono. Algo me molestaba en el bolsillo del pantalón y al sacarlo fue que me acordé de lo que estaba pasando: era el reloj. El maldito reloj que ojalá nunca hubiera encontrado y que seguía marcando las ocho y media, y seguía haciendo tic tac, tic tac sin importarle mi cara de pánico ni el nuevo golpe que recibió cuando lo tiré contra el piso sin pensar. Salí corriendo como loco, a la calle. Mi primer impulso fue ir a buscar a Tuti, mi amigo.
Tuti vive a dos cuadras, así que llegaría enseguida a su casa, sin necesidad de sacar la bici. La mamá de Tuti es muy buena, se llama Julia, me quiere un montón y me cuida casi como me cuidaba mi mamá. Además, la quiero porque fue mi maestra de tercero y me tuvo muchísima paciencia cuando mamá murió, me mimaba y me entendía cuando yo le contaba las cosas que nadie me creía, y también cuando no podía quedarme quieto ni un momento. O me dejaba tranquilo cuando se me daba por llorar solo en el baño de la escuela y me quedaba ahí sin salir casi ni para los recreos.
Bueno, entonces corrí a lo de Tuti, y cuando lo llamé gritando como hacía siempre, ni siquiera me di cuenta de que su perro no había ladrado. Entonces, como estaba cerrada la puerta del frente, pegué la vuelta (él también vive en una esquina; el nuestro es un barrio en que todas las casas son casi exactamente iguales) y espié entre las maderas del portón, pero no había nadie. Recién ahí me avivé de que Traful no estaba. Traful es un gran danés enorme, negro e impresionante, que parece un pony. Cuando éramos chicos lo montábamos y él se dejaba conducir por todo el fondo con una soguita que le había puesto el papá de Tuti. Por suerte lo tienen muy bien educado; me imagino si saludara como Crash: me aplastaría y me empaparía con su saliva. ¡Puaj, eso sí que me daría asco!
La cosa es que en lo de Tuti tampoco había nadie. O no me escuchaban. Así que decidí saltar el portón y revisar, a lo mejor estaban en el galpón del fondo. A Julia le encantan las plantas y pasa muchas horas armando macetas, cambiándoles la tierra y probando gajitos a ver si prenden, y Tuti se queda con ella ayudándola o jugando cerca.
Después de buscar en el galpón, de entrar en la casa por la puerta de atrás, buscar en todas las habitaciones y asegurarme de que no se hubieran escondido en el ropero para hacerme una broma como suelen hacer a veces, me tuve que convencer de que no estaban. Así que me fui caminando despacito para casa, esperando que al llegar todo estuviera como debía estar.
Por supuesto, nada de eso pasó. En casa todo seguía mal: el teléfono descolgado, la tele encendida y con las rayitas, un silencio que metía miedo y la puerta de calle abierta tal cual yo la había dejado. De repente, me entró como un pánico incontenible que me hizo salir a la calle de nuevo: acababa de darme cuenta de que no me había cruzado con ninguna persona, ni a la ida ni a la vuelta de lo de Tuti. Nadie; ni hombre, ni mujer, ni chico, ni siquiera un perro o un gato. Y en mi barrio siempre anda alguna mascota deambulando: está el perro lanudo y sucio de mi vecino de enfrente, que duerme en la puerta de su casa llueva o truene; también anda la gata gris mimosa y maulladora que me viene a saludar por la ventana del living cuando miro tele tirado en el sillón. O las gatitas gemelas de mi vecino de al lado: son siamesas y les ponen un moño rojo en el cuello, y maúllan casi siempre a coro. Pero nada. Ni siquiera un gorrión.
Me senté en la parecita de mi casa a pensar. Después de todo, siempre me dicen que soy un chico inteligente, y esta era una buena ocasión para poner a prueba mi supuesta capacidad. Pensé, pensé, pensé y pensé, y lo único que se me ocurrió fue que estaba soñando. Entonces, sin volver a pensarlo dos veces, hice lo que vi hacer un montón de veces en la tele: me pellizqué para despertarme.
*****
La verdad es que no se me ocurrió ninguna otra idea, así que después de masajearme el brazo pellizcado como me hacía mi mamá cuando yo me caía o me golpeaba, no supe qué más hacer. Me sentía desconcertado, confundido, asustado y hambriento Podía entrar, buscar algo para comer en casa y sentarme a almorzar. Después de todo, ya debían ser más de las doce. Miré para adentro y se me estrujó el estómago, no sé si de miedo o de hambre. No, no podía entrar, no me atrevía. Así que decidí caminar. Iría a la casa de mi tía Laura, en el barrio al pie del cerro, apenas a ocho o nueve cuadras de casa. Ella me daría de comer y seguramente me explicaría qué estaba pasando.
Caminé rápido pero observando cuidadosamente todo, en busca de alguien conocido. Toqué el timbre o golpeé en todas las casas desde que salí de la mía. Nadie salió de ninguna.
En una esquina me trepé al cerezo que estaba cargado de frutas y me comí unas cuantas de las que estaban bien maduras, como hago siempre, y esperando que la dueña del árbol me gritara como de costumbre: "¡Bajate, Joaquín, o le digo a tu papá!"; pero nada. Nadie me retó, ni me habló, ni apareció ahí ni en todo el trayecto hacia la casa de mi tía. Ni siquiera cuando entré en el quiosco
Camino a la casa de tía Laura hay un quiosco. Cuando pasé por delante, una fantasía me cruzó por la cabeza como una flecha: ¿y si ahí tampoco había nadie? La idea me pareció brillante y entré pateando un bollito de papel que había en la puerta, con las manos en los bolsillos como si nada, saludando como siempre lo hacía, pero esta vez en voz bien alta como para que me escucharan desde adentro de la casa, si es que había alguien (aunque esta vez, en realidad, deseaba fervientemente que no hubiera nadie).
¡Hola, doña Enrica! ¿Me da un naranjú?
Silencio.
¡Hola, doña Enrica! doña Enricaaa ¿hay alguien? ¡¡Hola!!
Ni una voz me respondió. Solo se oía el ronroneo del motor del freezer en el que doña Enrica guardaba los naranjú y los ¡helados! Los helados, sí, los helados ahí, solitos, sin su fiel guardiana cuidándolos celosamente de los chicos entrometidos, que se quieren servir ellos solos abriendo la tapa transparente que deja ver palitos de agua y de crema, tentadores vasitos, cucuruchos enormes, bombones helados riquísimos, mmmm. No me pude resistir, no lo pensé ni un segundo más: abrí la puerta corrediza y saqué uno, el que estaba más a mano, que abrí y me comí enseguida, apurado, todavía pensando ingenuamente que alguien podría verme y retarme. Mientras lo estaba terminando empecé a sacar más y más helados y a guardarlos en los bolsillos de mi pantalón, sin poder creer todavía lo que estaba pasando. Cuando se me helaron las piernas, descubrí que no era muy inteligente llevarse helados, y los volví a colocar dentro del freezer, antes de que se derritieran. Pero adentro me esperaba todo un quiosco, lleno de esas golosinas que siempre quise comer con las dos manos, sin pensar en el dolor de panza, en las caries o en el bolsillo de papá que casi siempre está vacío. ¡Todo para mí! ¡Cómo no me había dado cuenta antes! Pero todavía estaba a tiempo. Elegí varios chocolates, unas cuantas barras de cereal, chupetines de distintas formas y sabores, caramelos de todos los colores y marcas, dos o tres helados, chicles, confites y algunas otras cosas de las que ya no me acuerdo, las puse en un par de canastitas de las que doña Enrica nos da para que elijamos y carguemos los caramelos que ella después nos cobra, y me senté cómodamente en el cordón de la vereda, a la sombra del fresno inmenso, porque era pleno mediodía y estaba haciendo muchísimo calor. Despacito y con paciencia saqué uno por uno todos los envoltorios, para poder cumplir mi sueño de comer sin control, con las dos manos, eligiendo las golosinas sin ningún orden, de puro glotón. Llegué a comerme apenas algo más de la mitad de lo que había cargado, y ya no podía más. Me daba bronca tener tanto y no tener más ganas así que me propuse comer por lo menos un ejemplar más de cada cosa de las que tenía allí. Estaba muy entretenido y no prestaba atención a nada, pero estoy seguro de que nadie pasó, ni persona ni animal. De golpe, empecé a sentirme mal, descompuesto, y empezó a dolerme la panza con unos retortijones furiosos que me hicieron lagrimear. Necesitaba un baño y mi casa estaba muy lejos. No me quedaba otro remedio que entrar en la casa de doña Enrica.
Despacio, un poco por miedo y otro por el dolor de panza que iba y venía, entré por la puertita del fondo del pequeño negocio, que daba a una cocina (ahí me expliqué el olor a milanesa, a tortas fritas, a sopa que siempre hay en el quiosco), a la que me asomé temeroso. Tenía que encontrar el baño urgente. Corrí a abrir todas las puertas que daban a la cocina, hasta que encontré lo que buscaba. Cuando estaba saliendo, me di cuenta de que al entrar ni siquiera había cerrado la puerta. Me sentía observado, como si alguien (o algo) estuviera espiándome. De golpe me invadió un terror que me hizo salir corriendo, llevándome por delante una silla, la mesa, una jaula con un pájaro raro de color anaranjado, que aprovechó para escaparse cuando su cárcel se cayó y se abrió, una maceta que estaba en una mesita baja y alguna otra cosa que no pude registrar por la velocidad de mi huida.
En dos segundos estaba afuera, agitado pero más tranquilo. En la vereda se amontonaban los papelitos de las golosinas que acababa de comer, como pruebas irrefutables de mi vergonzoso acto. Sí, me sentía culpable porque, aunque no había nadie, era como robar. Inmediatamente junté todos los papeles y los tiré en el tacho que doña Enrica siempre tiene en la puerta del quiosco. Sintiendo todavía que alguien me espiaba, decidí retomar el rumbo hacia lo de mi tía Laura. Estaba impaciente por llegar. Cuando doblé la esquina, el pájaro volaba por encima de mi cabeza y se dirigía graznando hacia los cerros. Al ratito se convirtió en un brillante puntito naranja y después desapareció. De repente entendí: ese pájaro era el único ser vivo que veía desde que me había levantado esa mañana.
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