Contratiempos (fragmentos)
Novela de Aidan Chambers
Reproducimos los primeros capítulos de la novela Contratiempos de Aidan Chambers, escritor inglés ganador del Premio Hans Christian Andersen en 2002.
Contratiempos, editada por Sudamericana con traducción de Laura Canteros, es el primer título de una serie de novelas juveniles que el autor comenzó a publicar en 1978.
Además de lo ya publicado sobre Aidan Chambers y su obra (Ver más abajo en "Artículos relacionados"), los lectores encontrarán en este número de Imaginaria un comentario sobre el libro realizado por María Cristina Thomson.
Imaginaria agradece a Laura Canteros, traductora del libro, y a Mariana Vera, de Editorial Sudamericana, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.
Desafío
Charla de café
—No te miento —dijo Morgan mientras el café que había extraído de la máquina expendedora salpicaba el desgastado piso de madera del salón de recreo de sexto año—. Maureen Pinfold es un sueño.
Ditto lo miró fijamente con la esperanza de que su expresión fuera enigmática. Desde el principio del período lectivo había estado perfeccionando este aspecto exterior indiferente, una actitud de equilibrio intelectual inamovible.
Morgan lamió el café que goteaba por el costado de su taza plástica.
—Está lista para la disección —dijo, adoptando su tono médico—. Pienso operar tan pronto como el paciente esté preparado. Y se encuentre un teatro, por supuesto. —Se rió. —Podría llegar a ser un viaje de estudios.
—Por favor, déjate de metáforas impuras —dijo Ditto.
—No creo en la pureza. —Morgan volvió a reír. Siempre prefería sus propias agudezas a las de los demás. Su risa arrojó otro poco de café sobre el piso maltrecho. Recorrió con la mirada el grupo del recreo de la mañana que ocupaba el salón y dijo: —¿Sabes cuál es el problema con la mitad de estos?
—Dime —inquirió Ditto con indulgencia.
—Y también contigo, podría agregar.
—Te escucho.
—Hablan demasiado.
—Tú también.
—…pero ellos no han hecho nada. Hablan como si supieran algo sobre la Vida y el Sexo y la Política y la Religión y todas esas pavadas. Pero sólo repiten lo que dicen los libros.
Morgan arrojó su taza vacía como un proyectil que recorrió la mitad del salón y cayó dentro de un recipiente metálico para residuos ubicado junto a la máquina de café. Un grupo que se encontraba cerca del recipiente se volvió y aplaudió. (Por qué tenía que ser tan insoportablemente talentoso, en cuerpo y mente, se preguntó Ditto).
—Y lo peor —prosiguió Morgan como si no se sintiera impresionado por su capacidad o por el aplauso—, es que sacan sus ideas de cuentos. De la lit-er-ajj-turra.
Ditto permaneció estudiadamente impasible.
—¿Y qué tiene de malo la literatura?
—La literatura es basura —afirmó Morgan—. La ficción, al menos. Las novelas y los cuentos. Es como ese café que nos hacen comprar. Un engaño. Un sucedáneo.
—Deberían permitirnos preparar nuestro café —dijo Ditto mientras vaciaba su taza.
—Se podría decir lo mismo de la literatura que nos imponen —replicó Morgan y rió entre dientes.
—Midgely dice que la literatura nos brinda imágenes que estimulan la reflexión. Que su irrealidad no tiene nada que ver con la falsedad.
—Idioteces —dijo Morgan—. Las imágenes de un libro te hacen pensar como si fueras un libro. Y el viejo Midge puede ser un asno pomposo. Debería haberse jubilado hace años.
—Eso no quita validez a lo que dice.
—No, pero lo hace mucho menos atractivo.
—Regresa a la literatura.
—Preferiría regresar a Maureen Pinfold.
Ditto se permitió una sonrisa.
—Estás buscando una pelea —afirmó—. De acuerdo. Te desafío a demostrar que la literatura es basura.
—Aceptado —dijo Morgan y se frotó las manos con satisfacción.
El sonido del timbre anunció el fin del recreo.
—Maldita sea —exclamó Ditto—. No puedo quedarme. Tengo dos horas de clase con Midge y Jane Austen.
—Qué lástima. Yo estoy libre. Y se me ocurre algo. Voy a enumerar mis Cargos Contra la Literatura, quiero decir, la ficción, y te los voy a presentar para el almuerzo.
—Una citación judicial. Me voy a divertir rebatiéndolos —señaló Ditto—. Pero, ¿para qué molestarte? Sólo dímelos.
—¡Qué ingenuo eres! —dijo Morgan. Mis Cargos me darán la excusa perfecta para atrapar a Maureen Pinfold tras su máquina de escribir en el salón de práctica comercial. Mientras me hace el favor de mecanografiar mis Cargos, prepararé al paciente para la disección.
—Si fuera un cuento —dijo Ditto—, podrías decir que se respeta el personaje al pie de la letra.
Morgan se rió.
—Gracias por el elogio —dijo Ditto y se fue.
Acusación
CARGOS CONTRA LA LITERATURA
(Léase Ficción)
Morgan vs. Ditto
Formulo los siguientes cargos:
1. La literatura como medio para contar historias está pasada de moda. Superada. Acabada. Muerta. En nuestra época es más fácil encontrar historias que nos entretengan en las películas y la televisión. (¿Y en qué consiste la Ficción sino en contar historias entretenidas?)
2. La literatura es, por definición, una mentira. La literatura es ficción. La ficción se opone a la realidad. La realidad es verdad. Sólo me interesa la verdad.
3. Las novelas, las obras teatrales, la poesía presentan la vida como algo prolijo y ordenado. La vida no es prolija ni ordenada. Es desordenada, caótica, en permanente cambio. Incluso los críticos se quejan si un cuento no tiene una estructura bien organizada o "lógica" (¡Como si la vida fuera lógica!). Rechazan personajes por su falta de coherencia (¿Acaso tú eres coherente, Ditto? ¿O lo soy yo?). Y admiran "la convención literaria", que significa obedecer reglas como en el ludo o el ajedrez.
ENTONCES:
4. La literatura es un JUEGO, que se juega por DIVERSIÓN, en el que el lector simula que está jugando a la vida. Pero no es la vida. Es un simulacro. Cuando lees un cuento, asumes una mentira.
POR LO TANTO:
5. La literatura es una BASURA falsificada, sin más utilidad, descartable.
He dicho.
L.Q.Q.D.
Encuentro a la hora del almuerzo
Al mediodía, Ditto se reunió con Morgan en el comedor.
En su mente persistía un resabio de Jane Austen cuando se sentó frente a su amigo. No solía asistir a las clases de literatura del señor Midgely con demasiadas ganas. (Morgan tenía razón: Midge podía ser insoportablemente pomposo). Sin embargo, el hombre siempre se las ingeniaba para atrapar su atención. En algunos casos, creaba un clima incómodo; nunca resultaba sencillo, nunca hacía concesiones y, cuando calificaba un ensayo, podía ser despiadado y cruel. No obstante, infundía vida a cada escritor, a cada libro que abordaba. Parecía devorarlos, volverlos parte de sí y luego los regurgitaba como espíritus, vivos, por la boca, mediante sus palabras y la manera en que leía en voz alta. Como si fuera un mago, incluso un médium. No cabía ninguna duda, Midge era un gran conversador. Tenía labia, decía el padre de Ditto, con excesiva frecuencia en esa época.
Mientras Ditto analizaba los Cargos y consumía distraídamente su almuerzo, Morgan charlaba sin parar. Ditto lo escuchaba a medias, y la voz de Morgan quedaba sofocada por el murmullo de trescientas personas que hablaban en un tono demasiado alto mientras deglutían al unísono puré de papas grumoso, proteína de porotos de soja disfrazada de hamburguesa y repollo aguado en salsa instantánea.
Ditto se sentía respaldado contra la diatriba de Morgan por el placer perdurable de su trabajo de la mañana. ¿Y acaso no era ese mismo placer una prueba de que los Cargos de Morgan eran falsos? ¿Podía la literatura estar realmente muerta, acabada, si tenía el poder de proporcionarle, con tal intensidad, un placer semejante?
Pero ¿cómo lograría socavar el arraigado prejuicio de Morgan? El debate sería inútil. Morgan estaba destinado a ganar, tuviera o no razón. Y entonces, ¿cómo? ¿Exponiéndole su error? Tal vez. Era necesario ser científico, pragmático. Esta clase de actitud conmovería a Morgan. Era necesario demostrarle a Morgan que estaba equivocado.
Pero, ¿cómo?
—No dices nada —se quejó Morgan cuando sirvieron el postre: manzana recocida resucitada de la deshidratación y remojada en el acostumbrado flan pegajoso—. Aquí estoy, con hambre de un debate que me haga olvidar este repulsivo almuerzo y no has dicho nada desde que llegaste.
—El menú de tus Cargos requiere digestión —replicó Ditto, mientras clavaba la cuchara en la hoja que Maureen había mecanografiado impecablemente—. Y tus comentarios sobre cada ingrediente apetitoso no me dejaron espacio para agregar nada.
—Entonces, vete a rumiar en privado —dijo Morgan mientras se ponía de pie y entrechocaba sus platos vacíos formando una pila—. Ahora tengo la primera práctica con el equipo, una tarde completa de química y acabo de organizar mi horario vespertino combinándolo con Maureen. Así que los cargos han dado en el blanco. Hasta mañana. Nos vemos.
Ditto vuelve a casa
Al concluir las clases, Ditto parte hacia su casa con los Cargos contra la Literatura de Morgan guardados en el bolsillo superior de la chaqueta. Modo de transporte: una bicicleta destartalada que en una época llevaba a su padre al trabajo. Los engranajes de las ruedas chirrían con cada tercera vuelta de los pedales.
Las piernas de Ditto lo impulsan con rapidez porque el clima está gris, húmedo, frío. Su mente, por el contrario, se rezaga. La casa no constituye un atractivo y la escuela es un ámbito más estimulante y amistoso en estos momentos. La causa principal de esta triste situación —se lamenta Ditto— es su padre.
Durante dos años, una enfermedad ha alejado al hombre de su trabajo. Y de ella derivaron otras desventuras. Una atmósfera depresiva y caprichosa en la casa. Irritabilidad. Un ajuste en los ingresos familiares. (La madre de Ditto ha debido tomar un trabajo de media jornada tras el mostrador de un almacén para complementar el presupuesto. No estará en casa cuando Ditto llegue. Ditto ha experimentado un recorte en su asignación. Ahora, para satisfacer sus necesidades particulares, depende del aporte inesperado de los parientes y del trabajo de ayudante de un limpiador de ventanas en las calles vecinas a la suya durante los fines de semana.)
Lo más perturbador de todo ha sido el gradual deterioro en las relaciones con su padre. Han llegado hasta el extremo en que ninguno de los dos es capaz de hablar educadamente con el otro durante más de un minuto o dos; por lo general, palabras ásperas e insultos apenas controlados funcionan como discurso cotidiano. A Ditto lo apena; está convencido de que a su padre también le duele. Pero al parecer el daño es insalvable.
Mientras pedalea a ritmo sostenido hacia el próximo encuentro con su padre, los pensamientos de Ditto viajan en otra dirección. Recuerda una época anterior a la enfermedad de su padre, anterior incluso a su egreso de la escuela primaria.
Una fotografía en la caja de recuerdos familiares de mamá, yo delgado como un alfiler, diez años, sosteniendo una caña de pescar y sonriendo triunfante a la cámara, una perca del tamaño de una sardina enana pende del extremo de mi caña, la perca todavía se retorcía cuando un pescador tomó la fotografía, después de insistir para que papá también apareciera en ella y allí está detrás de mí y a un costado, a mi izquierda creo, a la derecha de la fotografía… Vestido con su traje de trabajo, gris y un poco holgado, pero con una camisa blanca de cuello almidonado y una pulcra corbata negra, siempre tan pulcro tu padre solían decir, siempre correcto, el pelo era negro entonces, gris ahora, desde que se enfermó, con la cara redonda aún, redonda como la luna llena, que relucía con un tono rojo sangre luego de un par de copas en el bar al atardecer o antes de la cena de los domingos; ahora ya no bebe, será porque no puede… Luego de que nos tomaran la fotografía se frotó las manos como si tratara de hacer sonar los nudillos y sonrió para sí como siempre, como antes, cuando existía un motivo para sentirse orgulloso y satisfecho; estaba orgulloso y satisfecho ese día porque yo había atrapado un pez por primera vez y él había estado allí para verlo y el momento había quedado registrado, capturado como el pez, convertido en recuerdo gracias al amable pescador.
Ese mismo día, sí, así es, inmediatamente después de matar a la perca con un certero golpe en la cabeza, vimos una serpiente que nadaba río abajo con la cabeza sobre la superficie como el periscopio de un submarino. Dio un giro a poca distancia del lugar donde nos encontrábamos y se deslizó hacia la orilla sin ningún temor, sin prestar un mínimo de atención a quienes observábamos con estupefacta curiosidad, yo, mi padre, el amable pescador que todavía conservaba mi cámara en la mano. Por la orilla del río se acercaba un muchacho que gritaba entusiasmado y perseguía a la serpiente saltando como un cangrejo, señalando al reptil acuático y vociferando ¡Miren, miren, una serpiente, fíjense, hay una serpiente! En el momento en que la serpiente llegó a la orilla, el muchacho y yo saltamos sobre ella arrojando piedras y golpeándola hasta matarla con salvaje ímpetu final —¿estábamos asustados o nos sentíamos cazadores?— y mientras la atacábamos papá decía No la maten. Es una culebra, ya saben que no es venenosa… Luego permaneció en silencio, no celebró la ocasión frotándose las manos ni se unió al muchacho desconocido y a mí que convencimos al amable pescador para que nos tomara otra fotografía juntos donde cada uno sostiene con dos dedos en una actitud de aprensión vacilante la cola de la serpiente que se balancea muerta entre ambos como si fuéramos cazadores en un safari en África y nuestras sonrisas son amplias y febriles.
¿Qué diferencia había entre la serpiente y la perca? Al día siguiente me sentí desilusionado, la serpiente parecía un globo desinflado después de una fiesta, un arrugado recuerdo de sí misma incapaz de despertar entusiasmo o temor ni de ejercer fascinación alguna, simplemente vacío y punzante… Papá la envolvió con sumo respeto en un viejo periódico y la colocó cuidadosamente en el cesto de desperdicios.
Y no dijo nada.
En casa
Ahora, pensó Ditto, tampoco dirá nada. ¿Acaso puede decir algo?
La puerta de entrada se cerró de un golpe tras él y la mirilla de falso vitral tembló por el impacto. Ditto esperaba que el vidrio se hiciera añicos algún día y experimentaba con portazos de diversa intensidad para encontrar el punto de ruptura. Al menos cuando la mirilla se astillara, el plomo serviría por fin para algún propósito razonable y evitaría que los trozos de vidrio se desparramasen.
Desde la sala de estar se oyó una tos, profunda, líquida, gargajosa.
Licuefacción letal, pensó Ditto. Se gargariza con su propio esputo.
Hubiera preferido subir la escalera inmediatamente hacia el refugio de su cuarto, pero el sentido del deber que intentaba corromper sin éxito hasta ese momento lo obligó a dirigirse a la sala de estar. En su interior, el aire era agobiante como en un invernadero, olía a moco rancio, a pies con medias sucias y a televisor sobrecalentado. Intentó contener la respiración, pero como resultado se vio obligado a aspirar más profundamente y degustar el olor penetrante. Se sentó en el borde del sofá con las palmas de las manos unidas y aprisionadas entre las rodillas.
—Ya volviste —se inició la inevitable conversación.
Ditto asintió y, con el propósito de hallar signos del estado de ánimo imperante, observó a su padre, hundido en el voluminoso sillón con los extremos de los apoyabrazos raídos al máximo y los pies apoyados sobre un puf. En el extremo opuesto de la chimenea el televisor emitía imágenes, pero el sonido estaba apagado. A su padre le disgustaba el sonido del televisor; decía que le daba palpitaciones y que de todas maneras podía imaginar de qué hablaban porque nunca nadie decía nada que valiera la pena escuchar.
—¿Qué estudiaste hoy?
Ditto resistió el impulso de replicar que no había hecho gran cosa. Conocía demasiado bien la fastidiosa conversación que se produciría.
—Jane Austen —respondió con la garganta seca por el esfuerzo de aguantar la respiración.
—¿Y qué tenía para decir?
Ditto lanzó una mirada furtiva en busca de un indicio de burla tras la impasibilidad de su padre. No existía esa intención, lamentablemente.
—Es una escritora —dijo.
—Ah, ¿sí?
—Ya murió.
—¿De veras? Entonces te pasaste el día leyendo.
—Para los exámenes.
—¿Sobre qué escribe esa mujer muerta?
—Sería demasiado largo de explicar.
Una mirada sostenida; una sonrisa, amarga.
—Querrás decir que soy demasiado torpe como para comprender.
Ditto estaba alerta para no morder el anzuelo.
—¿Cómo pasaste el día? —preguntó.
—Regular. Me molesta la tos.
—¿Tomaste té?
—No tenía ganas.
—¿Quieres una taza ahora?
Un gesto afirmativo con la cabeza, como un niño pequeño y avergonzado.
—Si puedes prepararla…
Mientras esperaba que hirviera la pava, Ditto recordó otro día.
Me regaló un libro esa vez, ¿cuántos años tendría yo? Alrededor de doce, bueno, debo de haber tenido doce porque era mi cumpleaños y había empezado la escuela secundaria poco tiempo antes y tenía buenas notas. Se frotaba las manos con satisfacción, su hijo aprendía francés y otras cosas que lo ayudarían a progresar en la vida. Habré sido un auténtico energúmeno entonces. ¿Todavía lo soy…? Y él me regaló ese libro, ¿quién era el autor? No me puedo acordar. De todas maneras pensé que era alguna persona insoportable, que nadie debía verme leyéndolo y dije, recuerdo lo que dije aunque no sepa quién era el autor, dije, sin pensar, a esa edad no te detienes a pensar, dije con arrogancia, Gracias, papá, pero no puedo leer esto. ¿Por qué no?, preguntó con expresión consternada. Bueno, en la escuela nos dicen qué es lo mejor para leer y el señor Midgely dijo que este autor no era muy bueno, por eso no creo que vaya a leerlo, sabes, dije, como todo un pequeño energúmeno… Y él se limitó a mirarme y salió del cuarto, mi cuarto, estábamos en mi dormitorio, recuerdo ahora, donde habían traído mis regalos temprano para felicitarme y verme mientras los abría… Mamá me fulminó con la mirada, una de esas miradas que solía anticiparme cuando era muy pequeño y me portaba mal mientras estábamos en un negocio. Será mejor que te comportes como es debido si no quieres que te mire como ya sabes, me decía, bueno, así fue como me miró en ese momento, el día de mi cumpleaños, y salió detrás de papá. No recuerdo haber tenido la sensación de que mis palabras sonaran tan abominables.
¿Así había empezado todo?
Ditto llevó la taza de té a su padre.
—Se agradece —dijo su padre—. Y me olvidaba. Hay una carta para ti. Sobre la repisa de la chimenea. Llegó después de que salieras esta mañana.
Ditto la tomó. Reconoció la caligrafía inmediatamente; también se dio cuenta de que no podría leer la carta allí, frente a su padre.
—Si te sientes bien, voy a subir para hacer la tarea.
—Está bien —dijo su padre. Un consentimiento cargado de acusación.
Contratiempos. Título original: Breaktime (Londres, Random House Children’s Books). © 1978 Aidan Chambers. © 2005 Editorial Sudamericana. Traducción de Laura Canteros. Buenos Aires, octubre de 2005.
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