Interland
Textos y documentos recopilados y traducidos del interlander y otras lenguas
por David Wapner
Por gentileza de Editorial Sudamericana, Imaginaria presenta el primer capítulo de "Interland", una novela de David Wapner de reciente aparición. David Wapner (Buenos Aires, 1957) es escritor, músico y titiritero. Algunos de sus libros son: "El otro Gardel", "El águila" y "Algunos sucesos de la vida y obra del mago Juan Chin Pérez". Desde abril de 1998 reside en Israel.
Interland, palabras breves
I
¿Qué pasó tras la tormenta?
¿No se salvó nadie?
¿Algunos sí?
¿Huyeron?
¿Adónde?
II
Durante los últimos casi dos años he estado trabajando en dos novelas, diferentes en lo formal y anecdótico; aun así, descubro que participan del mismo meollo.
En ambas, un fenómeno de origen celeste acaba o amenaza acabar con la vida de un mundo.
En Ícaro, el asteroide real que lleva el nombre del hijo de Dédalo sale de su órbita entre Marte y Júpiter y se dirige hacia la Tierra, en donde chocará con un niño. Houston y Baikonur pugnan por destruirlo con misiles. Es el año 1968, e Ícaro también es niño.
En Interland, arqueólogos descubren que, a mediados del siglo XIX, una lluvia de arena roja sepultó a una ciudad que hasta hoy desconocíamos, situada en un valle del centro de Europa, a orillas del río Grün.
Aunque no soy partidario de revelar motivaciones y mecanismos que conozco en forma parcial o desconozco casi en plural, diré algo a modo de excusa. Si la colisión de Ícaro con la Tierra hará que llegue el fin de los tiempos, ¿es menos cierto que el cataclismo en Interland significó el Apocalipsis? Es muy claro para mí que hace sesenta millones de años, cuando un meteorito se estrelló en algún lugar de nuestro planeta y los dinosaurios se extienguieron, fue el fin del mundo para ellos. Los dinosaurios no soñaban con humanos, y, no obstante, mucho tiempo después, la Tierra generó humanos. Éstos sí soñaron con dinosaurios e imaginaron monstruos y tinieblas. El fin del mundo, encarnado en el fin de la humanidad, era otra vez posible. Así piensa el Talmud: quien mata a un hombre, mata a todos los hombres. Genocidios, terremotos, fuegos y diluvios: apocalipsis a la vuelta de la esquina. Pero si fuese así, y aunque así lo fuere, nadie podría vivir si pensase que puede morir mañana. En Interland, los interlanders viven su vida interlander hasta un segundo antes de la tormenta. El fin del mundo es algo imposible de imaginar, el Grün fluirá por los tiempos de los tiempos, dos enamorados tomarán sopa de remolachas mientras alguien tararea una canción de Hanna Ruff. ¿Que hubo signos agoreros, indicios de que algo terrible sucedería? Supercherías o premoniciones: no soy yo quien deba juzgarlas. Los hechos de Interland, los que he rescatado, están allí, en su lectura. Interland, el mundo, renacen a partir de sus fragmentos.
David Wapner, agosto de 1997
(De nuestro corresponsal absoluto.) Un tumulto ha provocado en esta ciudad la
lluvia de plumas que ha acaecido en la tarde del 27 de mayo, causando víctimas
inesperadas entre grupos de paseantes que se asoleaban en la Plaza del Congreso.
El suceso tuvo lugar en la madrugada de ayer, coincidiendo con extrañas nubes
que cubrieron el cielo de la ciudad por largas horas. Precedidas por estampidos
semejantes a batir de alas de cóndor, plumas negras y grises comenzaron a precipitarse
sobre las asombradas calles de la ciudad. Poco y nada se ha sabido hasta el momento
sobre las causas del fenómeno. No existen antecedentes registrados en el continente
y es posible que jamás haya sucedido en ninguna otra parte del
mundo. Un antecedente podría ser la lluvia de arroz que aconteció en el sur de
Thailandia a fines de la década de 1950. También fue notoria la tormenta de arena
roja en la ciudad de Interland en 1845.
Interland, 1845
Más allá del bosque de Dunenbat, cruzando el puente sobre el río Grün, está
Interland, la ciudad gris, pero usted no la reconocerá. Desde hace dos días y
dos noches, ráfagas de viento furioso descargan sobre techos, calles y seres una
fina arena roja que todo lo cubre y tiñe. Los ojos de la gente se han vuelto rojos,
porque esta arena irrita y porque todos lloran de rabia ante esta señal, signo
evidente de que el mundo se está por acabar. Es conocida esta ciudad por albergar
entre su gente a gran cantidad de hombres, mujeres y niños pelirrojos. Este capricho
de la naturaleza ha dado pie a que Wilfred Reinhard, alcalde a la sazón de Interland,
haya interpretado el flagelo como un castigo especial para los interlanders,
cuyos pecados deben haber sido evaluados por las autoridades celestiales entre
los peores de que haya sido capaz la humanidad. En cambio Rainer Landrum, tenaz
opositor de Reinhard, cree que, por el contrario, la lluvia de arena roja es un
desafío a las virtudes históricamente reconocidas de los zanahorias, como
popularmente se conoce a los interlanders. Landrum sugiere que si llega
el fin del mundo, como así parece, Interland se transformará, por obra y gracia
del Cielo, en una estrella tal cuya luz podrá verse desde cualquier confín del
universo. Hay una tercera opinión que corresponde a Bruno Walter, panadero y astrónomo
aficionado del barrio de Tramp, en el extremo oeste de Interland. Walter no cree
en el fin del mundo. Tras hacer una comprobación empírica de las características
de la arena roja (que ya ha depositado un sedimento de más cuarenta centímetros)
ha llegado a la conclusión de que no se trata de arena sino de harina. Su teoría
es la siguiente: en el planeta Marte, donde todo es rojo, el trigo por lo tanto
es rojo. Una fuerza desconocida, quizás un huracán, ha lanzado al espacio toda
la cosecha del mes de octubre; los granos de trigo, sometidos a fuerzas y fricciones
desconocidas, fueron literalmente pulverizados y, ya convertidos en harina, caen
en Interland, atraídos por el calor que despide el horno de la panadería Walter,
propiedad de él, Bruno Walter. Walter está seguro de que se hará rico, amasando
pan rojo que venderá a sus vecinos de aquí y más allá, en otras ciudades y quizás
otros países. Hasta ahora, hay que aclarar, sus experimentos no han dado buenos
frutos, pues los bollos resultantes de la mezcla de la supuesta harina roja, agua
y levadura no levan, quedan chatos y, una vez horneados, son duros como piedra.
Mientras tanto, la población junta sus pertenencias y huye a otras comarcas. El
viento arrecia, haciendo cada vez más difícil la marcha. En los caminos que llevan
a los zanahorias al destierro (o a ninguna parte quizá) se oyen voces que
piden no mirar hacia atrás. No obstante algunos, rojos de ira, giran sus cabezas
hacia sus casas que ahora abandonan a merced de la lluvia roja, y que en poco
tiempo desaparecerán.
Así se vio el fin del mundo en Interland, la que fue gris. Yo doy testimonio.
Acerca de interland
Un escrito anónimo, hallado hace tres días en forma casual, bajo un túmulo
de grava a dos kilómetros de la margen oriental del río Grün, revela que en 1845
una catástrofe natural acabó con la ciudad de Interland, de cuya existencia hasta
el día de hoy no teníamos noticias. Al parecer, sus habitantes, convencidos de
que el mundo llegaba a su fin, huyeron de allí y se perdieron para siempre, esfumados.
El texto, escrito con letra temblorosa, da testimonio de una tormenta de arena
roja que terminó por sepultar lo que, al parecer, fue una floreciente población.
Todavía es prematuro sacar conclusiones sobre este hallazgo. Según el arqueólogo
Enrico Dellacqua, Interland era en realidad Ingerland, de la cual sí hay
datos y, a tal efecto, Dellacqua aporta un documento a modo de prueba, del cual
reproducimos un fragmento: "Llegan las lluvias a Ingerland, la comarca de las
flores rojas, y el cielo, como año a año, se vuelve rojo como aquéllas, que son
hijas del fuego (...)" "El pan de Ingerland, a base de trigo y remolachas, hace
más dulce la obligada reclusión en las casas, hasta tanto amaine el vendaval."
René Garrido, conocido historiador, dice que eso no prueba nada. En la región
del río Grün, nos informa, durante centurias florecieron poblaciones que se llamaban
Jungerland, Ringerland, Timberland o Piperland. Ingerland pudo haber sido una
más entre tantas y lo mismo cabría para la ahora descubierta Interland. Y agrega
que se sabe que ya desde el siglo XVI, a la producción de remolacha, tradicional
en la zona, se agregó la del pimiento morrón. Garrido cree que el "testimonio
de Interland", como se ha dado en llamar al texto recientemente hallado, es una
broma perpetrada por un viajero que atravesaba aquellos parajes y que satirizaba
de este modo la proverbial afición al color rojo entre los pobladores de la cuenca
del Grün. Este viajero podría haber sido Edward de Grumen, quien en su diario
de viaje atestigua que "en el otoño de 1846 paso por las tierras del Grün, donde
me es imposible hospedarme ya que en las posadas en donde lo he intentado me han
querido sacar hasta la sangre para pagar sus precios descabellados. Por lo tanto,
he acampado al abrigo de un
plantío de remolachas (...)" Garrido dice que la página que sigue está arrancada
y que esa, ahora encontrada, podría ser el famoso "testimonio de Interland".
Yo, aunque respetuoso de estas opiniones, considero que se equivocan de cabo a rabo. Es más, afirmo que tanto Interland, como el "testimonio de Interland", son puro invento. Y baso mi aseveración en un detalle que todos, cosa curiosa, han pasado por alto: el color rojo no existió, ni existe, ni existirá jamás.
El color rojo
Claro que hay color rojo. Las manzanas son rojas, la carne es roja, la sangre es roja, las frutillas son rojas, mi pelo es rojo, el mar es rojo, el cielo es rojo, las casas son rojas, los labios son rojos. Son rojos los cactus, son rojas las flores: todo es rojo. Cada cosa que recuerdo es roja, porque mi memoria es roja y mis ojos también. Mi madre era roja, mi padre era rojo, tengo hermanos rojos y rojos son mi perro, mi gata y mi canario. El pasado fue rojo, el presente es rojo, el futuro también.
Interland
Leí hace unos años a alguien que afirmaba, más o menos, que "todo es rojo, no existe otro color que el rojo". Y esto, a raíz de que otro había dicho que "el color rojo no existía". Esta polémica estaba motivada por el asunto de la ciudad de Interland, que, como se sabe, sucumbió bajo un alud de arena roja. Mi nombre es Rossano Redrouge di Rosso y me quiero poner al margen de esa polémica. Nadie discute hoy que existe toda una gama cromática que va del ultravioleta al infrarrojo. En el medio hay verdes, azules, naranjas, amarillos. No voy a opinar sobre colores. Sólo quiero ofrecerles algo que está en mis manos y es un fragmento de un libro que conservo en mi casa y que heredé por generaciones. Se llama In Interland, aut Interland y es un ejemplar único. Traduzco: "Iba Jan por la calle Krug, pisando hojas secas que crujían haciendo krig-krag, krig-krag. Gustaba a Jan el sonido de estas hojas, tan características de Interland en otoño. Interland es una pequeña ciudad, entre un bosque y un río, entre el cielo y la tierra. Cantaba entre tanto una canción popular, aquella que dice "Interland/tierra hermosa/jardín de rosas/ah, Interland" (1), y aspiraba hondo el perfume que brotaba desde los jardines de las casas interlanders. Jan, el joven Jan, vivía en un sitio del mundo donde los problemas diarios se reducían a si la señora Bette usaría o no azafrán para su torta o si la señorita Stern se casaría con Kristobal o con Julius. Absorto estaba en estos pensamientos profundos cuando vio que por la vereda de enfrente venían las mellizas Wolf. Éstas advirtieron la presencia del muchacho y se encaminaron decididas hacia él. Jan se turbó de tal modo que un color rosa subido comenzó a ascender desde sus mejillas hasta pigmentar su rostro entero. Las muchachas notaron la transformación y se asustaron y emprendieron una retirada en medio de la cual una de ellas perdió un zapato. Jan, el sensible Jan, esperó que las niñas se perdiesen de vista y recogió el calzado. Era precioso, de charol negro con borlas rojas y amarillas, muy a la moda de Interland en esos años. Jan dudó sobre cómo proceder con lo que tenía en sus manos, ¿debía devolverlo así como así, en forma desinteresada? ¿O debía ir con un plan organizado para enamorar a la dueña de ese "guante de pie", más exactamente el pie derecho? ¿Y enamorarla a guisa de qué? Y si así fuere, ¿a cuál de las dos pertenecía? A él le gustaba una de ellas, pero nunca acertaba a saber de quién se trataba. Una se llamaba Dina, la otra se llamaba Fiona y eran como dos gotas de agua. Por un momento se desmoralizó y estuvo a punto de abandonar todo. Pero Interland era pródiga en milagros, y en ese momento sucedió uno, o al menos eso imaginó Jan. Desde una bocacalle surgió un caballo, detrás del caballo venía un perro y detrás del perro venía Dina. O Fiona. En el pie izquierdo llevaba un zapato negro con borlas rojas y amarillas; el derecho calzaba una media de lana. "¡Es ella!", dijo Jan y corrió hacia su amada, o a su futura amada, enarbolando su tesoro, el zapatito de charol y gritando a viva voz "¡Fiona, Fiona!". Ella, que era Dina, respondió a viva voz "¡aquí, aquí!" y ya estaban los dos abrazándose y besándose. Jan, tras recuperar la serenidad, comenzó a balbucear "Fiona... aquí está tu zapato." "No soy Fiona", dijo Dina, "soy Dina" y agregó "éste no es mi zapato". Jan retrocedió, "¿cómo que no es?, ¿acaso no tienes tu pie derecho descalzo, tan sólo cubierto por una media?". "Es verdad", respondió Dina, "sucede que es Fiona la que perdió el zapato y yo, para que ella no sufra frío, le he prestado el mío". Jan quedó pasmado ante tal revelación. Dina era no sólo hermosa: era virtuosa. Supo entonces Jan que a quien amaba era a ella. Qué bello que esta historia hubiese terminado aquí, con ambos yendo de la mano, mirándose a los ojos, dueños del futuro. Porque cuando Jan iba a confesarle su amor, fue que el cielo se puso rojo y nubes rojas comenzaron a tronar. Una lluvia de arena roja cayó, primero tenue, luego mezclada con viento. Este cambio inesperado del clima asustó al caballo, el relincho de éste alarmó al perro, el cual moridó los pies de Jan. Jan cerró los ojos a causa del dolor. Cuando los abrió, Dina ya no estaba. Trató de buscarla, pero el caos ya se había adueñado de Interland. Nunca más la halló. Muchas historias así sucedieron en Interland, preciosa, desafortunada Interland..."
Dos libros reveladores
Jakob Snackman es carpintero y reside en la actualidad en la ciudad de Brujas, en los Países Bajos, pero nació hace sesenta y ocho años en un pueblito llamado Binzenklein. Binzenklein, que fue arrasado por las tropas nazis durante la Segunda Guerra Mundial, se hallaba ubicado en la margen occidental del Grün, justo en el lugar en que este río hace un codo y se encamina hacia el sudoeste, rumbo a su desembocadura en el lago Gotwasser. Nunca fue reconstruida y ahora, muy cerca de ahí, hay una fábrica de cerveza.
Al momento de huir, en medio de la ofensiva alemana, Jakob tenía quince años.
Llevaba por único equipaje una bolsa de arpillera llena de papas, cebollas y remolachas y dos libros. Uno se llamaba Art und kultur fun Grünen komark (2); el otro, Grün: di scheine zoogorten buj (3). Aún los conserva, pero hasta hoy no fue consciente del tesoro que guardan. En muy reciente fecha, el escritor blega René Levalle pudo acceder a ellos. Un amigo suyo, maestro de escuela, casualmente había estado en casa de Snackman en ocasión de un censo nacional, y le había avisado sobre su existencia, a sabiendas de su afición por los libros raros. Levalle, a la primera oportunidad que tuvo, viajó a Brujas. Llegó en una tarde de marzo, todavía hacía frío, y Jakob tardó algunos minutos en abrirle. Ya en la sala sería más apropiado decir el taller cargada de aserrín, rulos de viruta y muebles sin terminar, René inspiró hondo el aroma a madera y explicó el motivo de su visita. Jakob, que comía una manzana, no dijo ni sí ni no. Se limitó a desaparecer tras una puerta y reaparecer luego con los libros. Cuenta Levalle que cuando tuvo entre sus manos aquellos gruesos tomos de tapas rojas, presintió que eran más importantes de lo que hasta el momento suponía. "¿Puedo llevármelos a mi casa?", preguntó Levalle al barbado Snackman, que lo miraba con desconfianza. "No, pero puede venir aquí a leerlos si así lo quiere."
Levalle aceptó el trato. Durante meses no faltó un solo día a la carpintería. Se acomodaba en una esquina, entre cajas y tablas de diversas longitudes, y leía. De tanto en tanto, Jakob lo convidaba con té o guindado. De un canasto podía tomar frutas, por lo general frutillas. Hablaban poco, cada uno abstraído en lo suyo. Jakob, con serruchos y martillos; René, con hojas y lapiceras.
Una tarde de verano, René Levalle, con ojos enrojecidos y lacrimosos, se despedía de Jakob Snackman. Éste, casi siempre parco, mostraba un tenue brillo en sus pupilas. Dijo algo, pero no se oyó bien. No importa, estrecharon sus manos y se despidieron.
Gracias a los ojos cansados de René Levalle es que hoy hay algo más de luz sobre Interland.
Algo, no todo lo que ansiamos, pero algo.
Art und kultur fun Grünen komark (1.574 páginas, de 1837) y Grün: di scheine zoogorten buj (1.890 páginas, de 1840) son colecciones de textos e imágenes, a modo de compendio desordenado, que con suerte diversa intentan mostrar hasta dónde había llegado la cultura de la región del Grün. Crónicas, relatos fantásticos, recetas de cocina, descripciones de flores, canciones, danzas, consejos para la cría de ganado, conviven en gran mezcolanza que fascina. Cada uno de los libros, encuadernados con gran artesanía, contiene un pequeño capítulo dedicado a Interland: "La ciudad de los poemas rojos" y "Pétalos y patas de Interland", respectivamente. Están escritos en interlander, lengua de la cual Levalle tenía algunas nociones pero que perfeccionó y dominó a medida que avanzaba en su lectura. Los interlanders, en aquellos años, lejos estaban de sospechar su trágico final. Voces que llegan desde el silencio, el más hondo que pueda haber, son las que acuden desde los textos que siguen.
Texto extraído, con autorización de los editores, del libro Interland, de David Wapner. Buenos Aires, Sudamericana, 1999. Colección Novela.
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