12 | LECTURAS | 17 de noviembre de 1999

Literatura infantil:
¿Cenicienta de la educación?

por Magdalena Helguera

Ilustración de Douglas Wright
Ilustraciones originales para Imaginaria
de Douglas Wright

Esta nota fue extraída, con autorización de los editores, de ¿Te cuento?, Revista para la difusión de la literatura infantil y juvenil. Segunda Época, N° 1. Montevideo, Septiembre de 1999. ¿Te cuento? es una publicación periódica de la Sección Nacional IBBY-Uruguay.

Confieso que mi ingreso adulto al mundo de la Literatura Infantil no estuvo signado por las elevadas musas del arte sino por el más prosaico utilitarismo.

Trabajando con niños, aun antes de ser maestra, descubrí en algún momento desesperado que los cuentos bien contados (tal como siempre se afirmó de la música) tenían el mágico poder de calmar a las fieras. Y también de hacerlas atender y enterarse de las cosas tan importantes que una tenía para decir.

Por esa época me torné una lectora de libros infantiles tan voraz como fuera de niña. Pero ya no leía sólo por leer sino hurgando, como un viejo pirata, en busca de tesoros educativos: cuentos para inculcar valores, cuentos sobre la fauna autóctona, cuentos con palabras con "ll", cuentos —en prosa, en verso, en canción— sobre el invierno, sobre los alimentos o las lombrices. Más tarde, corrí también detrás de algún cuento con el cual peinar a una hija que no paraba quieta, o hacer comer a otra algo que no fuera torta o pan.

Cuentos para un barrido y cuentos para un fregado, como activísimas Cenicientas, aparecían a veces prestos para cualquier servicio, tan eficientes y bien dispuestos que no se me ocurría pensar que tal vez esa no fuera su verdadera vocación.

Ilustración de Douglas Wright

Pero no siempre ocurría así. A veces no encontraba el cuento que quería, y entonces, si lo necesitaba con urgencia... ¿Qué más remedio? Lo inventaba. Algunos de esos inventos, una vez cumplida su función, se perdieron en algún rincón del olvido o en uno de esos carpetones del Instituto que irían a dar a la estufa pocos años después. Otros, con más suerte, encontraron un lugarcito en un par de neuronas frescas o en el tibio desorden de un cajón de escritorio.

Busca que te busca, lee que te lee, cuenta que te cuenta, fui encontrando libros que podrían venir al pelo para un tema pero que eran tan odiosos y aburridos que no se los leería ni a mi peor enemigo. Y había otros, en cambio, que enriquecían nuestro invierno aunque ocurrieran en primavera, que nos hacían olvidar lo que andábamos buscando, en fin: que merecían inventar una clase sólo para darse el gustazo de compartirlos.

Tuve la suerte, por ese entonces, de encontrar por esos caminos a otras personas con la misma extraña costumbre de leer libros para niños. Gente porfiada y quisquillosa que decía que a los niños, aunque fueran chicos, había que ofrecerles libros, y no "libritos", cuentos y no "cuentitos". Chiflados irrespetuosos que, como yo, se atrevían a bostezar ante tantas páginas entrañables y tiernas, repletas de amena y sana enseñanza.

Con ellos me convencí de que la literatura infantil está llena de buenas intenciones de esas que, según dicen, tapizan el infierno. Descubrí que sobre libros para niños también se puede opinar y que uno no es un monstruo si no le gusta algo hecho con tanto cariño y dedicación como un grueso churrasco de hígado. Y seguía leyendo libros infantiles, de los maravillosos y de los otros, buscando ahora ofrecer lo mejor a mis chiquilines. Aún no percibía con claridad en dónde radicaba la diferencia, pero al menos ya era capaz de confiar en mi propio instinto.

La primera consecuencia inevitable fue ponerme a pensar: y los cuentos que yo hago, ¿a qué clase pertenecen? ¿No estaré contribuyendo, sin saberlo, al enriquecimiento del acervo mundial de aburrimiento apto para menores?

La segunda consecuencia, igualmente irremediable, fue que me puse a leer y releer mis propias creaciones como si fueran obra de otros. Desde entonces no me han dejado en paz. Historias y personajes no paran de pedir correcciones, sugerir cambios, insistir y reclamar hasta que logran ser pulidos, alivianados, embellecidos o reforzados. "Esto es de tu vida, no de la mía" —dice un personaje—, "guárdalo para tus memorias y no me lo hagas cargar a mí". "Esta opinión es tuya, ¿por qué tengo que adoptarla yo?", importuna otro. "Ella no puede volver, aunque vos quieras, las cosas son como son", me increpa una novela. "Esta palabra... Qué sé yo... ¿No habrá otra mejor?", pienso yo misma, contagiada de los cargosos.

Para entonces, ya hacía rato que había tenido que reconocer que la necesidad de crear cuentos para enseñar era sólo un pretexto para sacarme las ganas de escribir. Porque el diario íntimo de la adolescencia y los secretos poemas de amores frustrados hacía largo tiempo que habían quedado atrás, dejándome esa terrible inquietud de toda adicción postergada.

Al mismo tiempo fui dándome cuenta de que había gente a la que le gustaba lo que yo escribía y empecé a liberarme de esa especie de culpabilidad por quitar tiempo a mi familia y a mi trabajo para hacer algo por puro placer. Y un día me dije: "Sí, me gusta escribir, ¿y qué? No, no puedo estar sin escribir, ¿y qué? Al fin y al cabo, hay vicios peores."

Hoy asumo con la literatura un compromiso tan fuerte como con la educación, pero creo saber dónde empieza y termina cada una. Las dos pueden convivir pacíficamente siempre que se respeten mutuamente y no intenten invadir el territorio ajeno.

Por el momento, tengo bien claro que lo que escribo, aunque se lea en las escuelas, no aspira a incluirse en el plano pedagógico sino en el plano literario. Creo que la Literatura Infantil no debe ser juzgada por sus valores pedagógicos sino por sus valores estéticos y es en este aspecto que busco enriquecer mis obras. Ya no trato de hacerlo leyendo más y más literatura infantil y participando sólo en actividades relacionadas con ella, sino que intento acercarme a la Literatura en general, al Arte en general, del que tantos libros para niños se alejan por responder primero a otros requerimientos.

Tras tanto andar —y leer—, descubrí por fin el secreto de esa desazón que tantas veces, de niña y de grande, me provocaron algunos libros infantiles. Es la misma que me despiertan hoy algunas obras de autoayuda disfrazadas de novela, o que podría causarme descubrir, al segundo mordisco, que la torta de chocolate está rellena de espinaca. Aunque me encanta la espinaca, algunas mezclas caen mal, especialmente si uno no ha sido advertido y de pronto descubre que le han dado gato por liebre y se siente engañado, trampeado, abusado en su nobleza como el Chapulín Colorado.

Demasiados libros infantiles han usado y usan este traicionero sistema: en la parte más emocionante... ¡Zas! La descripción geográfica o el mensaje moral o ecológico; cuando los protagonistas están por meterse en un lío bien divertido ¡Páfate! Explicaciones sobre una especie animal o sobre las tareas del campo. La intromisión —y se nota— no es un recurso literario sabiamente elegido sino el recurso de un adulto que se cree en la obligación, desde su inmensa sabiduría, de aprovechar cualquier ocasión para enseñar algo al ignorante del niño y de llevarlo de la mano por el camino que cree mejor.

Otras veces, por el contrario, en el afán de evitar el aburrimiento y facilitar la lectura, el autor simplifica toda dificultad, suaviza elevaciones y profundidades, se adhiere religiosamente a los temas de moda o acumula chistes y gags casi televisivos, de modo que el entretenimiento queda programado y organizado como en esas excursiones en que se canta tanto que el que no se divierte es de puro amargado.

En ambos casos, el niño o la niña abre un libro para viajar hasta el fin del mundo, para volar hasta las estrellas, y se encuentra que le han atado a los pies un par de cuerditas que lo tironean amablemente impidiéndole salirse de la senda marcada.

Pero ¡cuidado! Que no siempre el abuso al niño lector proviene del autor del libro. Cualquier joya del arte literario, de esas que nos abren la cabeza, nos cambian el mundo y piden ser recreadas por cada lector, puede verse reducida a puré literario si entre el libro y el niño se interpone un adulto impositivo que le indica cómo interpretar la historia o qué conclusiones sacar.

Como escritora, la cosa no es fácil; como maestra, es terriblemente complicada. Porque las maestras hemos sido entrenadas para acechar como aves de presa la oportunidad pedagógica, y el afán de "aprovechar la ocasión" es un vicio casi tan irresistible como el de escribir. Para contar un cuento y después callarse hace falta algo de fuerza de voluntad, pero vale la pena.

Además, al enseñar se puede combinar imaginación y palabra de muchísimas maneras, sin necesidad de llamarle a eso literatura. Se puede ayudar a aprender con la historia de la Ge que se hace la viva con la E y con la I hasta que aparece la Súper U que la deja mansita, o con los proverbiales pollitos que no paran de perderse y encontrarse —operaciones de por medio— hasta que toca el timbre del recreo. Los niños son felices, nosotros somos felices, y con seguridad las historias también son felices de cumplir una misión tan digna y loable.

Pero, si quiero literatura tengo que aceptar que los personajes se me insubordinen y se pongan a hacer lo que tengan que hacer. Tal vez el último pollo, ese medio distraído que debía aparecer de entre los yuyos justo cuando nos quedaba un solo dedo sin usar, decida subirse a un bote de papel y perderse para siempre por el vasto mundo. Si quiero literatura, tengo que dejarlo. Aunque me quede sin completar la decena.


Magdalena Helguera (Montevideo, 1960) es maestra y escritora y estudia Licenciatura en Letras. Ha coordinado talleres de lenguaje y promoción de la lectura y colabora con IBBY Uruguay desde sus inicios.

Tiene publicados seis libros para niños, entre ellos Una enorme montaña de pasto (Tae, 1994), Mi amigo Hipojico (Tae, 1995; EBO, 1999), Juanita Fantasma (Bichofeo, 1997), Azul es el color del cielo (Alfaguara, 1998) y Un resfrío como hay pocos (Alfaguara, 1999). Colaboró también en varias obras colectivas, periódicos y publicaciones de carácter educativo.

Ha recibido premios y distinciones por parte del Ministerio de Educación y Cultura, la Intendencia Municipal de Montevideo y diversas instituciones privadas.


Artículos relacionados:

Revista ¿Te cuento? Segunda Época, N° 1, Montevideo, Septiembre de 1999