Dos cuentos de Sandra Siemens

Acompañando el informe biográfico y bibliográfico sobre Sandra Siemens, ofrecemos dos relatos de la autora: «Leopoldo» forma parte de El último Heliogábalo (Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2008), libro ganador del Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Norma-Fundalectura 2008. «G&G» pertenece al libro El bandido de los mares, que próximamente publicará Editorial Sudamericana en su colección «Pan Flauta».

ficciones-siemenssandra
Acompañando el informe biográfico y bibliográfico sobre Sandra Siemens que presentamos en la sección «Autores», ofrecemos dos relatos de la autora:

  • «Leopoldo» forma parte de El último Heliogábalo (Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2008), libro ganador del Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Norma-Fundalectura 2008.
  • «G&G» pertenece al libro El bandido de los mares, que próximamente publicará Editorial Sudamericana en su colección «Pan Flauta».

Imaginaria agradece a Natalia Méndez, del Grupo Editorial Norma; y a Cintia Roberts y Mariana Vera de Editorial Sudamericana, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


Leopoldo

por Sandra Siemens

«La puerta del salón, y entonces el puñal en al mano,
la luz de los ventanales, el alto respaldo del sillón de terciopelo verde,
la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.»
Continuidad de los parques
Julio Cortázar

Soy Arturo Benjamín Caratti. Escritor.

Escribo libros para niños. A lo mejor alguno de ustedes ha leído mi libro (hasta el momento sólo publiqué  uno) Los vampiros también mastican chicle.

No siempre fui escritor. Antes trabajé  muchos años en el correo y después, cuando me despidieron, en un supermercado. Pero cuando me di cuenta de que lo mío era la escritura, empecé  a asistir a un taller literario. Fue más o menos en esa época cuando publiqué Los vampiros también mastican chicle. Ahora estoy escribiendo la historia de Leopoldo.

Si te cuento todo esto es para que te des cuenta de que no soy un escritor experimentado ni mucho menos. Tal vez a un escritor con experiencia no le pasaría lo que me está pasando a mí.

Todo empezó una noche de invierno, yo había terminado de mirar una película de suspenso en la tele y me dije: «Caratti, ¿por qué no te escribís un cuento de miedo?»

Me preparé el mate y empecé  a pensar y a pensar hasta que se me cruzó por la cabeza, el nombre de Leopoldo. El personaje del cuento se iba a llamar Leopoldo.

Seguí pensando y pensando hasta que tuve clarito que Leopoldo tenía que ser un tipo muy malo, malísimo. Que apenas apareciera, todos murieran de miedo. O de asco, porque también pensé que tenía que ser un tipo asqueroso. Leopoldo tenía que ser el maldito asqueroso de la película.

La primera página del cuento empezaba así:

Leopoldo se estaba preparando un caldito de gallina cuando se le ocurrió  la gran idea.

-¡Sí señor!- gritó con tanta fuerza que un moco verde y largo se le descolgó de la nariz y fue a caer en la olla del caldo.

Mejor, más espesito, pensó  Leopoldo y siguió revolviendo.

-¡Qué idea! ¡Soy un genio! ¡Un verdadero genio!

Leopoldo se tomó  el caldo hirviente y especito para quemarse bien la lengua. Y después  emocionado como estaba por la gran idea que se le había ocurrido, se fue a dormir parado, como siempre.

Esa costumbre la tenía desde chico. Cada vez que el pequeño Leopoldo se portaba mal (o sea todas las noches, invierno y verano), su madre, la terrible Leopoldina, lo obligaba a dormir parado, en el patio.

Hasta ahí el cuento me gustaba. Me parecía que cualquiera que empezara a leerlo tendría ganas de seguir. ¡Bien hecho, Caratti! Me dije entusiasmado. Y todo el fin de semana me dediqué a pensar cuál podía ser la idea que se le había ocurrido a Leopoldo.

Llovió todo el tiempo así  que no asomé ni la nariz a la calle. Ni te imaginás todo lo que pensé. Agarré un cuadernito (la profesora del taller de escritura nos dijo que lo primero que tiene que hacer alguien que quiera ser escritor es comprarse un cuadernito para escribir ahí todas las ideas que se le ocurran) y escribí, no sé, como ciento sesenta ideas. Sí. Más o menos ciento sesenta. Después taché un montón porque algunas realmente eran muy tontas. Al final, cuando pasé todo en limpio me quedaron cincuenta y dos ideas bastante buenas. Decidí probar con la de los sobres amarillos.

A la mañana siguiente, Leopoldo puso manos a la obra en su genial plan. Había descubierto cómo conseguir dinero rápido y sin mancharse las manos de sangre.

Como siempre, apenas se despertó, Leopoldo hizo algunas flexiones para aflojarse un poco de lo endurecido que amanecía y, aunque era pleno invierno, se dio una ducha con agua helada. Para desayunar se preparó un par de huevos podridos revueltos con leche cortada. A Leopoldo le gustaban los sabores fuertes. Y café.

Inmediatamente después de desayunar Leopoldo se metió a revolver en la habitación de Leopoldina. La habitación de Leopoldina parecía la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Era una enorme habitación que estaba en el fondo de la casa donde la terrible Leopoldina había ido guardando todas los objetos que había robado a lo largo de su vida. Al morir, la terrible Leopoldina le había dejado todo como herencia a su hijo Leopoldo.

Después de mucho revolver, Leopoldo salió de la habitación con una caja llena de sobres amarillos.

Los sobres amarillos le trajeron un montón de recuerdos a Leopoldo. Aunque era muy pequeño se acordó perfectamente de la noche en que su madre llegó a su casa cargada con el enorme botín después de haber asaltado la librería del barrio. Leopoldo se ponía muy sensible cuando recordaba a su madre, así que moqueó un rato pero se repuso enseguida. Se limpió los mocos en la manga del pulóver y apoyó la caja sobre la mesa de la cocina. A otra cosa mariposa.

El plan era simple. Simple y genial. Sólo tenía que sentarse a escribir amenazas.

Lo primero que hizo Leopoldo fue una lista de posibles víctimas. No quedó prácticamente nadie afuera porque a quien más a quien menos, a todos podía sacarles algo.

Empezaría por amenazar a los grandes empresarios. Después seguiría con los pequeños comerciantes, los curas, los presidentes de los bomberos, los presidentes de los clubes y de las asociaciones de beneficencia, los jugadores de tenis, etc, etc.

El primer sobre amarillo se lo envió  Leopoldo al dueño de la fábrica de corchos sintéticos. Le escribió  bien clarito (con letras que había recortado en diarios y revistas para que no pudiera descubrirlo la policía) que si no le entregaba un millón de dólares, lo asesinaría él mismo en el transcurso de los próximos quince días.

Te digo que hasta acá estaba realmente entusiasmado con la historia de Leopoldo. Anoté un montón de ideas en el cuadernito y también se me plantearon un montón de dudas, no te lo voy a negar. Por ejemplo, ¿viste esto último que acabás de leer? ¿Las últimas tres líneas? La verdad es que me costó un Perú escribirlas. ¿De dónde vendrá eso de un Perú? Bueno, no importa, ahora no viene al caso. Te decía que escribí varios borradores. Lo primero que hice fue preguntarme (la profesora del taller de escritura también nos recalcó que si queremos ser escritores tenemos que hacernos muchas preguntas), me pregunté: «¿Cómo querés contar esto, Caratti?» Y me respondí que si quería que el lector sintiera repulsión por Leopoldo entonces tenía que hacerlo hacer algo repulsivo. Y pensé que por lo tanto la carta de amenaza que Leopoldo le iba a escribir al dueño de la fábrica de corchos sintéticos tenía que ser repulsiva, no había otra. En la primera versión de la carta, Leopoldo le explicaba de qué manera lo iba a asesinar si no le entregaba el millón de dólares como le pedía. Era una amenaza sangrienta y cruel. Me acuerdo de que la noche en que la escribí terminé todo tensionado, con dolor de cuello y una angustia que no me permitió pegar un ojo. A la mañana siguiente me dije, «¡No, Caratti, vos no podés escribir esto! ¡Los chicos se van a impresionar! Después me dije, «Caratti, los chicos no se impresionan así nomás con cualquier cosa, mirá si no las porquerías que ven por la tele. ¿Y? ¿A vos te parece que se impresionan, Caratti?» Bueno, así estuve haciéndome un montón de preguntas (como nos recomendó la profesora del taller de escritura), hasta que al final decidí que no era necesario escribir todo lo que había escrito en la carta. Y si algo no es necesario no hay que ponerlo y punto. Borré todo y escribí esas últimas tres líneas tal cual como vos las leíste.

Igual, todo esto no tiene importancia, te lo cuento para que veas que un escritor no es que la tenga clara desde el principio. O al menos yo. Y tal vez por eso me pasó lo que me pasó.

Bueno, la cosa es que después de aquellas tres líneas, escribí esto, mirá:

Leopoldo siguió  mandando sobres amarillos a sus víctimas, amenazándolos con asesinatos, secuestros y todas las maldades inimaginables.

Casi de inmediato el maléfico plan de Leopoldo comenzó a dar frutos. Todos los amenazados, muertos de miedo, le enviaron a Leopoldo el dinero que les pedía.

«¡Bien, Caratti, caracho!» Me decía a cada rato. La verdad, estaba contento. Con muchas dudas, pero contento. Porque escribir no es como todo el mundo se imagina que el escritor se sienta, agarra papel y lápiz, o la compu, y entonces llega la Musa inspiradora que le dicta y el escritor escribe, escribe a todo vapor, hasta que terminan el cuento y la Musa le dice, «Chau, llamame cuando empieces a escribir otro». No. El escritor empieza a escribir y por ahí se da cuenta de que no sirve y tacha todo y empieza de nuevo. O le hace decir algo a su personaje y después se da cuenta de que no le conviene y le hace decir lo contrario. Pero con dudas y todo yo estaba contento. Me gustaba el personaje de Leopoldo y la historia me parecía interesante.

Todo iba bien hasta aquel fatal lunes por la mañana. Me tocan el timbre, pero antes de que yo llegue para atender, me tiran un sobre amarillo por debajo de la puerta. Quedé  petrificado.

Cuando junté coraje, abrí  el sobre y leí la nota. Te digo tal cual lo que decía:

¿Caratti, sos idiota o te hacés? ¿Qué significan todas esas estupideces que venís escribiendo? Si no escribís las cosas como son, la vas a pasar mal, Caratti, muy mal. Leopoldo.

Me quedé sin aire. Pensé  que me iba a desmayar. ¡¿Cómo era posible?! ¡¿Leopoldo?! ¡¿Mi Leopoldo?!

No sé cómo hice para llegar hasta mi sillón de terciopelo verde y ahí me derrumbé. Ya no me levanté  en todo el día. Primero porque las piernas me temblaban y segundo porque no se me ocurrió, la mente me había quedado en blanco como si le hubieran pasado una aspiradora. Me quedé todo el día sentado en mi sillón de terciopelo verde agarrado de los apoyabrazos y dormí ahí toda la noche con el sobre amarillo encima de mis piernas.

Me despertó el timbre. Desde el sillón donde estaba sentado alcancé a ver que pasaban otro sobre amarillo por debajo de la puerta.

«¡Ay, caracho, Caratti!» , me dije. Agarré el sobre y volví al sillón. Decía esto, mirá:

Caratti, sos un inútil y me estás ofendiendo. Yo soy un delincuente fino y sofisticado. ¿Escuchaste hablar alguna vez de los delincuentes de guante blanco? Seguro que no. ¿Quién habrá sido el que te hizo creer que podías ser escritor? Qué disparate.

Tirá  inmediatamente a la basura toda esa porquería que escribiste acerca de los mocos y el caldito y la leche cortada. A ver si te enterás, Caratti. Yo uso perfumes carísimos, y corbatas de seda y me sirven los manjares más refinados, ¿entendiste? Y apurate, Caratti, porque soy un tipo de poca paciencia. Y peligroso. Sobre todo soy un tipo peligroso, Caratti, no te olvides.

Leopoldo.

¡Ay caracho! ¿Por qué me pasaba esto a mí? A un escritor experimentado seguro que no le hubiera ocurrido. Pero era evidente que a mí este personaje se me había ido de la manos. Pensé que lo mejor era romper todo y tirarlo a la basura. «Mejor escribite un cuento de dragones y princesas, Caratti, a los chicos les encanta», me dije.

Apenas terminé de pensar eso cuando escuché el ruido de otro sobre que raspaba el piso por debajo de la puerta.

¡Ni se te ocurra, imbécil!

Leopoldo.

¡Ay caracho! «¡Calmate, Caratti!», me decía. «¡Calmate! Tenés que pensar mucho, como te recomendó la profesora del taller de escritura. Pero no podía pensar. Estaba aterrorizado. Tenía los dedos endurecidos y tocaba todas la teclas de la computadora a la vez.

Al final, después de un esfuerzo sobrehumano, logré escribir esto:

El señor Leopoldo era un delincuente muy elegante, siempre usaba corbatas de seda, guantes blancos y perfumes caros. Su madre, la bondadosa Leopoldina, podía estar muy orgullosa de su hijo. Daba gusto que el señor Leopoldo te asaltara, porque aunque se llevara el televisor y la videocasetera, dejaba un aroma tan lindo en la casa que a uno no le importaba quedarse en la ruina.

Eso de la ruina no me gustaba mucho, pero lo dejé así. Después lo corregiría. En ese momento no podía escribir una palabra más. Me había llevado el día entero escribir lo que leíste. Me dolía todo el cuerpo de los nervios que tenía.

Hacía un frío de locos, así que me preparé una sopita y me fui a dormir temprano. Al día siguiente pensaría qué hacerle hacer a Leopoldo.

A mitad de la noche me despertó  un ruido. Me levanté y habían roto el vidrio del living con un piedrazo. Atado a la piedra había otro sobre amarillo.

Estoy perdiendo la paciencia, Caratti.

Leopoldo.

Por supuesto que me desvelé. Ya no pude pegar un ojo el resto de la noche. Me senté en mi sillón de terciopelo verde y me agarré lo más fuerte que pude de los apoyabrazos. Era evidente que a Leopoldo no le había gustado lo que había escrito. Cuando amaneció me arrastré hasta mi computadora y logré escribir solamente dos líneas, pero quedé agotado como si hubiera escrito una novela entera:

Antes de morir, la dulce Leopoldina le dejó a su hijo Leopoldo, que era un maravilloso y elegante delincuente, todos los detalles de un fabuloso plan.

A media tarde recibí otro piedrazo en el vidrio de la cocina.

¿Dulce Leopoldina? Dejá de escribir macanas, Caratti. Mi vieja está vivita y coleando y si te llega a agarrar te hace picadillo.

Leopoldo.

No podía más. Estaba aterrado y sin ánimo para nada. Me senté en mi sillón verde y dormí profundamente.

El inútil de Caratti tenía muy pocas luces. Quería ser escritor, pero su carrera era un fracaso tras otro. No daba pie con bola. Un día por fin se dio cuenta de su imbecilidad y decidió abandonar todo e irse a la China para no volver nunca más.

¡¡¡¡NOOOO!!!!

¡¡¡¡CUIDADO!!!! ¡LEOPOLDO APROVECHÓ QUE YO DORMÍA LA SIESTA PARA TOMAR POR ASALTO MI COMPUTADORA Y TE QUIERE HACER CREER QUE ME FUI A LA CHINA!!

¡AY CARACHO, CARATTI!

Apenas llegó a la China, los chinos hicieron una multitudinaria manifestación (como ellos son millones, no les cuesta nada volverse multitudinarios). La mayoría de los chinos llevaban carteles que decían (en chino): «¿Qué culpa tenemos nosotros para que nos manden al inútil de Caratti?» Firmado: Los Chinos.

¡NO LE HAGAS CASO! ¡QUIERE SACARME DEL MEDIO! ¡INTENTA ARRUINAR MI BUEN NOMBRE Y HONOR! ¡NO LO ESCUCHES!

Los chinos enviaron al inútil de Caratti a las montañas de la China. Unas montañas lejanísimas donde solamente hay monjes budistas y osos pandas. Nunca nadie supo ni una palabra más sobre el inútil de Caratti. Fin.

¡MENTIRAS! ¡MENTIRAS! ¡QUIERE BORRARME DEL MAPA! ¡LEOPOLDO ES MUY ASTUTO!

¡AY CARACHO, CARATTI! ¡HAS CREADO UN MONSTRUO!

¿TOCARON EL TIMBRE DE TU CASA O ME PARECIÓ?  TENÉ CUIDADO. SI TE PASAN UN SOBRE AMARILLO POR DEBAJO DE LA PUERTA, ¡¡NO LO ABRAS!! ¡¡NO LO ABRAS!! ¡ES LEOPOLDO QUE AHORA QUIERE ELIMINARTE A VOS, LECTOR!

¡¡¡CUIDATE!!! LEOPOLDO ES PELGROSO. ¿ME OíS? ¡LEOPOLDO ES PELIGROSO!

¡AY CARACHO, CARATTI!

ficciones-elultimoheliogabalo(«Leopoldo». © Sandra Siemens, Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2008.)


G&G

por Sandra Siemens

Gustavo y Germán son gemelos.

Gustavo tiene los ojos verdes como una hoja de malvón.

Germán también…

Gustavo no come ñoquis porque se le pegan en el paladar y le hacen cosquillas.

Germán no come ñoquis porque se le pegan en el paladar y le hacen cosquillas.

Todas las veces pinchan los dos la misma milanesa, eligen la misma silla, meten los brazos en la misma manga del mismo saco y cada uno le saca al otro las palabras de la boca.

Los domingos cuando se queda solo a Gustavo le gusta bailar frente al espejo.

Los domingos cuando se queda solo a Germán le gusta bailar frente al espejo.

Gustavo sabe construir castillos con los naipes.

Germán también.

Gustavo sabe soñar.

Germán no.

Por más que lo intenta, no aprende a soñar.

Gustavo sueña.

Germán duerme.

Germán tiene una envidia chiquita que cualquiera diría que es una polilla. A veces se golpea el pecho y suena hueco como si estuviera apolillado. Hueco y vacío como un huevo de chocolate sin sorpresas.

Gustavo en cambio es un huevo de chocolate con sorpresas porque está relleno de sueños.

Los lunes Gustavo sueña proyectos.

Los martes, sueños de miedo.

Los miércoles sueña inventos.

Los jueves, dulces sueños.

Los viernes, sueños históricos.

Los sábados sueña pavadas.

Y los domingos sueña que es jardinero y que trabaja en su jardín.

Un domingo Gustavo soñó que a la planta de jazmín con la que sueña todos los domingos (empezó a soñarla desde que era recién plantada), la atacaban las hormigas. Durante todo el sueño Gustavo luchaba contra ellas, y finalmente gracias a su esfuerzo, el jazmín se iba llenando de flores grandes, blancas y perfumadas.

Perfumados, blancos y grandes eran los jazmines que Germán había puesto a la mañana siguiente en el florerito del living.

«¡Qué coincidencia!», pensó Gustavo mientras se cepillaba los dientes.

El lunes Gustavo soño con un Criadero Portátil de Vacas Enanas.

Vacas lecheras. Enanísimas. Era un proyecto genial. Se podían criar por ejemplo, cincuenta vacas en un cajón de manzanas. Llegado el momento se separaba una vaca y se le daba unas gotitas mezcladas con agua, la vaca recuperaba su tamaño natural (o más grande) y daba cantidades increíbles de leche.

Así, todo el que quisiera podría criar entre cincuenta y cien vacas en un solo balcón. Y además trasladar el criadero de un balcón a otro en un abrir y cerrar de ojos porque ocupaba el mismo lugar que una valija.

El martes al mediodía cuando estaba toda la familia sentada a la mesa Gustavo quiso contar su sueño.

-¡Primero yo! -dijo Germán. Y explicó con pelos y señales su proyecto de Criadero Portátil de Vacas Enanas.

«¡Qué coincidencia!» volvió a pensar Gustavo mientras pinchaba junto con Germán la misma porción de tortilla.

El miércoles Gustavo soñó que inventaba la fórmula de las gotitas para agrandar a las Vacas Enanas.

El jueves al mediodía Germán se adelantó y explicó a la familia la fórmula para agrandar a las Vacas Enanas.

La familia quedó entusiasmadísima y se comprometió a recaudar fondos para el proyecto.

El viernes Gustavo soñó que era emperador romano.

Cuando se despertó el sábado y vio a Germán disfrazado de emperador romano con una sábana anudada sobre el hombro y una coronita de laurel que había conseguido en la cocina, no tuvo dudas.

¡Germán le estaba robando los sueños!

-¡Germán! -gritó furioso Gustavo- ¡Me estuviste robando!

-¡No! -mintió Germán mirándose la punta de los pies.

-¡Mentiroso! ¡Te voy a sacar la verdad a… a… a…!

-¡A zapatillazos! -le sopló Germán.

-¡Eso! ¡Me sacaste la palabra de la boca!

-¿Y vos creés que yo te voy a esperar con los brazos cruzados? -lo desafió Germán- ¡Te voy a aplastar la cabeza con una… una…!

-¡Sartén! -le sopló Gustavo.

-¡Eso! ¡Me sacaste la palabra de la boca!

La bisabuela Margarita que escuchaba detrás de la puerta, se apuró a alcanzarles una zapatilla número 45 y la sartén grande de hierro fundido.

A medida que iban surgiendo nuevas amenazas se fue acercando el resto de la familia.

El abuelo Bonifacio con la pala de punta.

Adelina con el palo de amasar.

Crispín con el yunque.

Basilia con el jarrón francés.

Terminaron la discusión casi al anochecer.

Agotado, Gustavo le gritó por última vez:

-¡Ladrón! ¡Me robaste los sueños!

Con el último aliento, Germán le mintió  por última vez:

-¡No!

Gustavo pasó la peor semana de su vida. Sabía que Germán le robaba los sueños pero no sabía qué  hacer.

Tampoco sabía dejar de soñar.

Trató de soñar sueñitos pobres, feúchos, para que cuando Germán se los robara no se llevara gran cosa.

Salió a dar una vuelta a la manzana porque pensaba mejor caminando.

Después de la primera vuelta, enfiló  para la ruta. Siguió hasta Pehuajó. De Pehuajó a Calamuchita y de Calamuchita de vuelta a casa. 1860 kilómetros de pensamiento.

Entró en  la casa hecho una tormenta.

-¿Querés sueños? -le dijo a Germán que untaba un pan con mayonesa- ¡Sueños vas a tener! -lo amenazó con el puño en alto. Y se fue a bañar.

Los sábados Gustavo generalmente soñaba pavadas. Pero entre Pehuajó y Calamuchita había decidido que ese sábado soñaría con Germán.

Soñó que Germán estaba de paseo en un gran parque. Iba a la Montaña Rusa. A La Vuelta al Mundo. Al Tren Fantasma.

Al salir del Tren Fantasma, de repente Germán veía un amontonamiento de chicos y se acercaba. Era Gustavo que vendía unos preciosísimos globos con orejas y narices y otros con forma de corazón. Germán se los quería comprar a todos.

Gustavo se los vendía a todos y se quedaba mirando cómo Germán se volaba sin poder desprenderse de los globos. Se quedaba mirándolo hasta que se perdía en el cielo rumbo a otras galaxias.

El domingo, Germán se pasó la tarde entera agarrado con uñas y dientes al sillón del living.

Esa misma noche Gustavo volvió  a soñar con Germán. Soñó que Germán se metía en su jardín. Estaba por robarle las rosas para ponerlas en el florero de la cocina cuando lo atacaban las hormigas.

El lunes Germán amaneció lleno de ronchas y se rascó de la mañana a la noche.

Durante esa semana, en cada uno de los sueños de Gustavo, Germán aparecía atrapado en el Tren Fantasma, se lo comían los leones del circo romano, era inglés en las invasiones inglesas y le tiraban aceite hirviendo, etc, etc.

Amanecía cada vez más destruido.

De a poquito dejó de entrometerse en los sueños de Gustavo.

Dejó de robar. Así como estaban las cosas, no le convenía.

Pero también dejó de dormir.

Se pasaba las noches enteras paseando por la casa. O abrazado al gato. O charlando con la tortuga para no dormirse y soñar con los sueños de Gustavo donde a él siempre se lo comían los leones o lo acariciaba un esqueleto.

Andaba por la casa con los ojos empañados y el ánimo más chato que un felpudo.

Y durante el día se quedaba dormido en la mitad de una conversación o mientras se duchaba.

Una vez se quedó dormido durante el almuerzo. Se despertó aterrado y pegó un alarido justo cuando la bisabuela Margarita estaba chupando un huesito de pollo. Casi la mata del susto. Se atragantó y hubo que ponerla patas para arriba y darle golpecitos en la espalda hasta que escupió el hueso.

Germán  estaba tan pero tan muerto de miedo que ya ni de día ni de noche podía pegar un ojo.

Apenas dormitaba un ratito apoyado contra el armario de la cocina y ya empezaba a soñar que un horripilante monstruo de dientes verdes y babeantes le preguntaba la hora.

Y lo peor era que soñaba que en realidad al monstruo no le importaba saber la hora, lo que el monstruo quería era masticarle el hígado.

Soñaba que…

¡Soñaba!

¡Estaba soñando! ¡Estaba soñando y sin robarle nada a nadie!

Tan distraído había estado con el miedo que le daban los sueños de Gustavo que no se había dado cuenta de que le habían empezado a crecer sus propios sueños. Claro que no eran precisamente lindos, pero eran suyos. Y Germán los quería.

Durante ese verano que empezaba, Germán los cuidó con cariño y dedicación. Los mimó muchísimo.

Además contó con el apoyo incondicional de toda la familia. Cada mañana le preguntaban:

-¿Qué soñaste anoche Germán?

Y por más insignificante que hubiera sido el sueño, todos empezaban a los gritos, a los aplausos y a las palmadas en el hombro.

-¡Qué bien Germán!

-¡Escuchen lo que soñó Germán!

-¡Te felicito Germán, precioso tu sueño!

Y la verdad era que Germán se sentía orgulloso.

Durante los días que siguieron, la familia tomó varias decisiones importantes. Algunas venían al caso, otras no.

Uno: El abuelo Bonifacio decidió  teñirse el pelo color zanahoria. No venía al caso pero igual era una decisión importante para el abuelo que hacía como veinte años que quería y no se animaba.

Dos: Otra decisión que no venía al caso fue la de la bisabuela Margarita que juró no volver a probar jamás un huesito de pollo y anunció que desde ese día en adelante sólo comería pescado.

Tres: Una decisión que sí venía al caso fue la de instalar el Criadero Portátil de Vacas Enanas con los fondos que la familia había recaudado.

Gustavo y Germán también habían tomado una decisión importante.

La familia les consiguió colchones nuevos, sábanas perfumadas y almohadas de plumas. Crispín les instaló ventiladores de techo en el dormitorio. Y en la cocina se podían oler las exquisiteces preparadas especialmente para ellos.

Para que el proyecto del Criadero Portátil de Vacas Enanas fuera un verdadero éxito todavía faltaban perfeccionar unos cuantos detalles.

Gustavo y Germán habían tomado la importantísima decisión de soñarlos juntos.

-Como en una orquesta -explicó Gustavo.

-Como si yo fuera un violín -dijo Germán.

-Y yo un violoncelo -dijo Gustavo.

-Como si yo fuera un contabajo -dijo Germán.

-Y yo un clarinete.

-O un trombón.

-Y yo un timbal.

-¡Bueno! ¡Suficiente! -los cortó Crispín.

-¡Ya entendimos! -dijo el abuelo Bonifacio mientras se peinaba su pelo color zanahoria-. Se necesitan muchos instrumentos para suene la música de una sola sinfonía.

-¡Exacto! -dijeron Gustavo y Germán al mismo tiempo.

Porque Gustavo y Germán se sacan las palabras de la boca. Todas las veces pinchan los dos la misma milanesa, eligen la misma silla y meten los brazos en la misma manga del mismo saco.

Gustavo y Germán son gemelos.

Gustavo tiene los ojos verdes como una hoja de malvón.

Germán también.

Gustavo sabe soñar.

Y Germán también.

(«G&G». © Sandra Siemens, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2009.)


Artículos relacionados:

Autores: Sandra Siemens

Reseñas de libros: La silla de la izquierda, de Sandra Siemens

3 comentarios sobre “Dos cuentos de Sandra Siemens”

  1. Silvina Rocha dice:

    Sandra. Impresionantes tus cuentos !!! Me reí un montón con el de Leopoldo, sobre todo con las indicaciones de la profesora del taller literario ! También recordé un cuento de Cortázar (creo que forma parte de Papeles inesperados) donde decide extorsionar a grandes violinistas, haciéndole romper las cuerdas en medio de sus conciertos. Bueno, no sé, lo relacioné. También impecable G&G. El humor es un don y una forma de decir, que cuando funciona calza tan bien !!!! Gracias por tus escritos


  2. Martha Iannini dice:

    Me gustaron mucho. Están escritos con un lenguaje sencillo, ágil. Me gusta eso de los contrastes y el juego de palabras-diálogos entre los personajes.
    Sencilla y espectacularmente cotidianos


  3. Imaginaria » Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Norma-Fundalectura 2010 dice:

    […] Este premio ha sido entregado a autores tan reconocidos como Marina Colasanti (Brasil), Celso Román y Evelio José Rosero Diago (Colombia), María Fernanda Heredia (Ecuador), Juan Antonio Ramos (Puerto Rico), María García Esperón (México), Lilia Lardone (Argentina), a las argentinas Silvia Schujer y Mónica Weiss con la obra Hugo tiene hambre y, en su última edición, a la escritora argentina Sandra Siemens por su libro El último Heliogábalo. […]