193 | FICCIONES | 8 de noviembre de 2006

Cuatro capítulos de La noche del meteorito, de Franco Vaccarini

Reproducimos los primeros capítulos de la novela La noche del meteorito de Franco Vaccarini, obra ganadora del 5º Premio de Literatura Infantil "El Barco de Vapor" 2006 de Argentina que publicó Ediciones SM en la Serie Naranja de su colección El Barco de Vapor (Buenos Aires, 2006).

Imaginaria agradece a Susana Aime, Cristina Borrás y Ana Lucía Salgado, de Ediciones SM de Argentina, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de este texto.


Portada del libroLa noche del meteorito

por Franco Vaccarini

1. Animales

Desde que padecí el zarpazo de un monstruo de Gila en el jardín zoológico, me hice fanático del Museo de Ciencias Naturales. Allí los animales están muertos y no pueden hacer daño. Las únicas criaturas con vida son unos peces espectrales, en la galería del acuario; muchos de ellos (el pez cirujano, las diminutas pacagnellas) son azules y amarillos, los colores de Boca Juniors. Una vez le dije a un amigo, fanático xeneize, señalando la pecera: "¡Mirá! ¡Un pescado como vos!". ¡Casi me mata!

En realidad, el fútbol no me interesa tanto, pero mis amigos me apodan "el gallina" porque soy hincha de River Plate. No tiene nada de ofensivo ser pez o ser gallina, lo digo en serio. Yo amo a los peces, a las gallinas, a los monstruos de Gila y a todas las lagartijas de la tierra. En serio.

Aunque no sigo mucho el campeonato local, me encantan los mundiales. Sufrí bastante durante el mundial de Francia, en 1998, más que nada al ver las arrugas en la frente que se le formaron a papá cuando Holanda nos eliminó, después de que Batistuta estrellara un pelotazo en el palo. Yo tenía seis años. Cuatro años más tarde, sufrí de verdad en el mundial de Japón-Corea del Sur. Ganamos un partido a Nigeria, perdimos otro con Inglaterra (¡cómo se enojó papá!) y empatamos con Suecia. Resultado: no pasamos a octavos de final. Catástrofe.

Papá mide las etapas de su vida según los mundiales de fútbol. Dice, por ejemplo: "El primer auto me lo compré en pleno mundial de México" o "Me casé después del mundial de Italia". Yo voy por el mismo camino: esta historia la estoy escribiendo antes del mundial de Alemania 2006.

Volviendo al acuario del museo, los pececitos son reflasheros. Inofensivos. No pueden rasguñar porque no tienen garras y, de todos modos, el vidrio de las peceras actúa como una barrera: ellos apenas si tienen conciencia de la gente que cruza esa galería. A veces un chico decide golpear el vidrio, pero enseguida viene un guardia, y el pececito recupera la calma y sigue nadando entre los corales, las anémonas y las estrellas de mar en miniatura.

Sé estas cosas porque voy casi todas las tardes al museo; es mi entretenimiento preferido. Mis amigos ya se acostumbraron a oírme hablar sobre la colección de arácnidos, los paneles con moluscos y la reproducción sexual de las plantas. Mi héroe es Carolus Linnaeus, un naturalista sueco que vivió en el siglo dieciocho y con su obra Systema Naturae ideó el sistema de ordenamiento moderno de los seres vivos. No se crean que yo soy un erudito, sólo memorizo los carteles del museo. Aunque si hay algo sobre lo que puedo dar cátedra es sobre los tres meteoritos que están expuestos en el vestíbulo del museo.

No es fácil lo mío, no converso mucho con mis amigos, pero estoy acostumbrado. Escucho música, me gusta el rock. Y el más amigo de todos mis amigos es Gabriel, que se apasiona con el sonido de los discos, es detallista y puede detectar cuándo entra el bajo o si el guitarrista mete la pata con una nota. Estudia guitarra eléctrica con un profesor particular. Para mí, hacer música es un enigma: no tengo oído. Los músicos me parecen magos; me intriga mucho todo eso. A mí me gusta cantar por cantar, pero la gente tiende a burlarse de los desafinados. Como si para cantar, hubiera que hacerlo bien.

Gabriel me acompañó al museo algunas veces; otras, fuimos juntos a un recital. Yo estaba con él y con Mechi (la grandiosa Mechi) cuando sufrí el incidente en el zoológico. Tengo una marca en la mano, hecha por el monstruo de Gila; apenas se nota, una cicatriz corta, un poco más pálida que el resto de la piel, en donde termina el pulgar. El error fue mío, por meter la mano dentro de la jaula. Yo no encerré al monstruo, pero los hombres (y yo soy uno de ellos) lo alejaron de los otros monstruos y de su ambiente natural: ¡tenía sus razones para estar enojado!

Mi accidente en el zoológico es apenas una anécdota comparado con las experiencias que viví en el Museo de Ciencias Naturales. Y todo por culpa de mi atracción por los meteoritos.

Mejor empiezo a poner orden en la historia, para que se pueda entender. Si no, se me va a hacer difícil contar lo que me pasó. Y yo quiero que esto esté bien contado.

2. Mi familia, las momias egipcias y el desodorante de ambientes

Me llamo Valentino Bravard y vivo sobre la avenida Gallardo en un edificio que está buenísimo, un poco antiguo, con habitaciones amplias y mucha luz. Tengo un cuarto para mí solo, con libros y la computadora que uso, más que nada, para entrar a Internet y estudiar; a veces chateo, pero me aburre, me gusta más jugar al solitario o a la carta blanca. Desde la ventana se ven las araucarias y los jacarandás del Parque Centenario y parte de la fachada del Museo de Ciencias Naturales. Cuando el viento agita las ramas de los palos borrachos que crecen en la vereda, hasta puedo ver los pumas, las vicuñas o los lobos marinos esculpidos en los altorrelieves, bajo los ventanales del primer piso. También veo, si me lo propongo, las tejas del Instituto Divino Rostro, cuyas persianas, al menos las que dan a la avenida Gallardo, están siempre clausuradas. Según papá, que se siente orgulloso de haber comprado el departamento "B" del piso seis, tenemos una de las mejores vistas de la ciudad.

Papá es ingeniero agrónomo y trabaja en la provincia, visitando estancias y pueblos; es una especie de "gaucho sobre cuatro ruedas", como él dice, orgulloso de su familiaridad con la gente de tierra adentro. Le gustan los dichos camperos. En verano, suele repetir una frase: "Estoy más acalorado que mono con tricota". En invierno, la cambia por otra: "El día está frío como panza de sapo".

Vuelve a casa los viernes por la tarde, cansado, aunque se esfuerza por preguntarme cómo me fue en la escuela, si tuve algún examen, y así. Los sábados, cuando vamos en el auto a algún lado, hablamos de cualquier cosa. Es fantástico charlar de cualquier cosa con papá. De música, del mejor color para un auto, de River. También de los insectos que arruinan cosechas: las chicharritas, las tucuras, el picudo del algodonero y la mosca de los cuernos. El Mal del Enanismo Rugoso del Maíz puede ser un tema de varias cuadras. Él sabe que me encantan los animales y todos esos nombres misteriosos.

Siempre que habla conmigo, papá sentencia: "¡Es muy necesario distraer la mente!". Para papá, todo lo que no es trabajo, es distracción de la mente. A veces, jugamos al ajedrez. En medio de una apertura siciliana, es capaz de exclamar: "¡Qué bueno, Valentino, distraer la mente!". Es extraordinario papá.

Mamá es profesora de historia. Va y viene de un colegio a otro, acarreando libros y quejas, porque no le gusta andar de aquí para allá. Le gustaría trabajar en un solo colegio y estar más tiempo en casa, pero dice que necesitamos el sueldo para pagar la cuota del crédito hipotecario, el mismo que nos permitió comprar un departamento con vista.

Ceno con mamá todas las noches, pero a la mañana me despierta Felipa, la empleada doméstica que trabaja en casa, y se encarga de que las cosas brillen, de desempolvar los libros, de hacer las compras y de planchar las camisas. Felipa tiene el pelo negro, es muy delgada y le gusta cantar mitad en castellano, mitad en guaraní:

Por qué eres tan ingrata,
jha che rojaijhú ete-í
cuñamí che yarará.

¡Qué tendrá que ver una víbora con la ingratitud! Con el tema de que se arrastran por el piso, siempre están de turno…

Por la tarde, pasamos horas enteras sin hablarnos con Felipa. Cada tanto ella canta y me advierte de su presencia. A veces me pide algo o me ofrece un caramelo, que siempre lleva en sus bolsillos. Le encantan los dulces y a mí también, aunque prefiero las manzanas rojas.

Después, cuando me voy al museo o a visitar a un amigo, me da un beso y me toca la nariz. Le encanta apretar mi nariz como si fuera un timbre. Me pide que me porte bien, como si yo todavía fuera chiquito, y sigue con sus tareas. A su manera, Felipa tiene un humor amable. Ella es tranquila, la casa es tranquila.

Cuando viene mamá, Felipa se va.

Mamá siempre vuelve acelerada de la calle; por diez minutos, es una bola de energía. Grita, señala, arenga, pregunta, reta y da besos. Todo al mismo tiempo. Es su manera de sacarse de encima los bocinazos del tránsito, la humedad, el griterío de los alumnos. "No saben si Alejandro Magno fue un conquistador o una momia egipcia", jura mamá. "Dios los perdona, porque es su oficio", agrega.

Una vez que comprueba que durante su ausencia no ocurrió el Apocalipsis y que en la heladera hay comida, fumiga los cuartos con desodorante de ambientes y se da un baño. Mamá les tiene terror a los olores. El único olor que acepta es el perfume a desodorante, que yo detesto. Es fanática de uno que mata al noventa y nueve coma nueve por ciento de las bacterias, virus y hongos que pueden habitar en una casa.

A esa altura del día, cuando está por anochecer, miro un programa de animales en el cable. Hay que decir una cosa de mamá: acelerada y todo, suele tener buen humor. Hay dos cosas que le hacen perder el buen humor:

a) las cucarachas;

b) no encontrar el desodorante de ambientes.

De ambas cosas, siempre soy el culpable. No tengo ninguna relación con las cucarachas: sé que son feas, acorazadas y hacen "cric-cric", como una papa frita, cuando un zapato las aplasta. Mamá tiene sus razones para acusarme de favorecer a esos insectos crujientes: asegura que por culpa de mi costumbre de dejar abierta la ventana del cuarto, entran las cucarachas, trepándose por las paredes. También afirma que, "¡Dios no lo permita!", un día podría entrar una rata. Que ella se ha cansado de ver una rata alpinista en un colegio viejo donde da clases; los chicos de 8º "A" la llaman "Petra" y le dan miguitas de pan a escondidas. También hay ratas que caminan por sobre los cables del alumbrado, agrega mamá, espantada.

Un día, cuando tenía diez años (ahora tengo catorce), cometí un crimen terrible: metí tres aerosoles en una bolsa de basura y los arrojé a la vereda. Confesé mi acto para salvar a un inocente: la pobre Felipa. Por una semana, mamá fue implacable: me prohibió ver los documentales de animales, justo cuando pasaban una serie sobre castores (yo admiro a los castores, en serio, son geniales para hacer diques en los ríos).

Cuento todo esto, porque el verdadero inicio de esta historia se puede describir de este modo: mamá entra a casa; se queja del portero porque no arregló la luz de la entrada; me da un beso; despide a Felipa después del parte diario; entra al baño, busca el desodorante y no lo encuentra. Me pregunta; le digo que no sé; revuelve toda la casa; entra otra vez a mi cuarto; abre el armario y allí están (en perfecta fila) tres envases de desodorante, uno en uso y dos de reserva. No entiendo nada. Mamá se enoja; le juro que no tengo nada que ver, se lo juro de tal manera que se le pasa el enojo; le agarra un ataque de humanidad, me pregunta si me volví alérgico; le aseguro que sólo me disgusta el perfume a flores de frasco, pero que ni los escondo ni los volvería a tirar a la basura. "Entonces habrá sido Felipa."

Lo bueno de mamá fue que se convenció de mi inocencia. Lo malo fue que Felipa no puso los desodorantes ahí: Felipa ni toca los desodorantes, porque sabe que los detesto…

3. La pelota de tenis color naranja

Digamos que, hasta ahora, no escribí nada extraordinario, quizá lo de las ratas y cucarachas trepadoras. No hablé de Ruperto, mi gato. Soy el encargado de desparasitarlo, cuando le toca. Ruperto odia tomar pastillas: siempre vende cara su derrota. El recurso que encontré, aconsejado por papá, fue molerle la pastilla, mezclarla con dulce de leche y untarle la mezcla en una pata. Ruperto, gato al fin, no tiene más remedio que lamerse.

El día en que comienza esta historia, lo buscaba para su cura y lo descubrí jugando con una pelotita peluda: de acá para allá, le pegaba con la pata.

Me miró, lo agarré, lo unté con dulce de leche, y empezó a lamerse con un gesto rabioso, como diciéndome que había cosas más importantes que hacer.

Yo no dejaba de mirar la pelotita. No la reconocía; tengo algunas pelotitas de tenis color verde manzana, pero esa era una pelotita peluda, de color naranja. La tomé. Entonces escuché:

—¡Basta, bellacos!

¿Quién podría gritar así? La tele estaba apagada. No había nadie en el cuarto, salvo Ruperto, yo… y la pelotita.

Acto seguido, entró mamá echando desodorante de ambientes. Se fue. Oí unas toses. Miré la pelotita. Tosía.

Sentí que el cuarto daba vueltas. Ruperto estaba erizado; era lo que mejor sabía hacer. Pensé que por suerte ya me iba a despertar, que las pelotitas solo tosen en los sueños.

Reaccioné cuando me llevé un dedo a la boca. Todavía quedaban rastros del dulce de leche con la pastilla del gato: el sabor era horrible. Ruperto tenía razón en resistirse. ¡Pobre Ruperto!

—¡Cof, cof!

Bueno, había que terminar con esa locura. Me habían pasado algunas cosas extrañas en la vida. Cuando era chico, los reyes magos me traían juguetes, y el ratón Pérez me ponía unas monedas en la almohada cada vez que perdía un diente. Pero eran cosas que pasaban cuando uno dormía. Jamás vi en persona a los reyes. Jamás me tosió el ratón Pérez. Además, mamá no lo hubiera permitido: le habría dado unos comprimidos para el resfrío, antes de revolearlo por la ventana.

Con la tos, la pelotita comenzó a estirarse. Vi unos bracitos de pulpo, algo parecido a una boca, media docena de ojos. Todo eso me miraba y lo que veía no parecía ser de su agrado. Levantando uno de sus bracitos-tentáculos, la pelotita rugió:

—Permítame presentarme… ¡Pardiez! ¡Cof, cof! No se incomode. Me dirijo a usted atentamente… ¡Cof, cof!… a fin de solicitarle un favor. Tenga a bien escucharme…

Ruperto se subió a la cama y se aferró a lo que le quedaba de valentía para mirar el espectáculo desde allí.

Yo me desmayé definitivamente.

4. Un pedido de ayuda

Me despertó mamá... la voz de mamá:

—¡Valentino! ¡Ya está la comida!

Abrí los ojos: estaba en el piso y Ruperto a mi lado. De la pelotita, ni noticias.

Esa fue la cena más desganada de mi vida. No sé lo que comí, ni lo que hablé con mamá. Ella se dio cuenta de que algo raro me pasaba, quiso saber si me sentía bien; le contesté que no, que me sentía mal. Tuve la tentación de decirle que había una pelotita parlante en el cuarto.

—Mami, ¿vos o papá trajeron una especie de pelotita peluda que hay en mi cuarto?

—¿Pelotita peluda? Habrá sido Ruperto, le encanta despeluzar las de tenis. Preguntale a él.

No fui más allá. No le dije que la pelotita estaba viva y hablaba. Se comprenderá por qué.

Besé a mamá. Me lavé los dientes y dudé un segundo antes de atravesar la puerta del cuarto. Revisé el armario como al descuido; miré abajo de la cama; apagué el velador.

No tenía sueño. Con la cabeza en la almohada, me entretuve un rato mirando el resplandor de las luces de la calle en la pared y en el techo. Hasta que al lado de mi oreja, casi adentro, escuché:

—Prometa no desmayarse y se lo explicaré todo, por favor.

Era una voz muy parecida a la de la pelotita.

—No prenda la luz. Atentamente. Muy agradecido. Mejor así, hasta que usted se haga a la idea.

Fantástico. La pelota hablaba y, además, me tranquilizaba para que me hiciera a la idea de que las pelotas hablan.

—¿Quién es usted? —le pregunté a la voz.

—¿Ya está mejor, vuesa merced? Disculpe las molestias. Agradezco su atención…

Era una voz agradable, que transmitía calma: como la voz de Felipa, pero en varón. Aquello parecía una pelotita varón.

No dije nada. Sentía que se me revolvían los pensamientos, que alguien los pasaba por una licuadora y hacía sopa con ellos, sopa de pensamientos. No iba a abrir más la boca.

—Mi nombre es Sancho Fragancia Bebé.

¡Ah, bueno! Aquello era la locura más grande que había oído en mi vida. Que la pelotita peluda me hablara era una cosa, pero que se llamara "Sancho" y que el apellido fuera "Fragancia Bebé", era el más allá de la locura absoluta. Ya comenzaba a creer en un castigo divino por abandonar mis clases de tenis, con lo cara que había salido la raqueta. Pero entonces escuché:

—Valentino, por favor. Necesito su ayuda… su ayuda. Gracias… Perdón. No tengo dádivas ni mercedes para ofrecerle, solo mi amistad —me dijo, y agregó—: no soy un majadero, es menester que usted me preste atención…

La noche del meteorito
© Franco Vaccarini, Ediciones SM, Buenos Aires, octubre de 2006.


Foto de Franco VaccariniFranco Vaccarini nació en 1963 en Lincoln, provincia de Buenos Aires. En 1983 se radicó en la ciudad de Buenos Aires, donde estudió periodismo y asistió, entre otros, a los talleres literarios de los escritores José Murillo y Hebe Uhart. Realizó colaboraciones para diversas publicaciones literarias y actualmente es subdirector de la revista de cuento argentino y latinoamericano Mil Mamuts (www.milmamuts.com.ar). Entre sus libros para niños y jóvenes, se destacan El hombre que barría la estación (Cántaro Editores), Los ojos de la iguana (Mondragón Ediciones) y Eneas, el último troyano (Ediciones Amauta), además de los relatos Las leyendas del rey Arturo y El oro de los nibelungos , ambos publicados por Cántaro Editores.

Obtuvo menciones del Fondo Nacional de las Artes por el libro de poemas El culto de los puentes (Libros de Tierra Firme) y por la novela La pasajera encantada (inédita).


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