39 | AUTORES | 29 de noviembre de 2000

Portada de "El escorpión de Osiris y la reina de la televisión"Carlos Schlaen

El escorpión de Osiris y la reina de la televisión (fragmentos)

por Carlos Schlaen

(Fragmentos extraídos, con autorización del autor y los editores, del libro El escorpión de Osiris y la reina de la televisión, de Carlos Schlaen. Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 1998. Colección Alfaguara Juvenil, serie Roja.)

(...)

Había escuchado muchas veces que la televisión modifica la imagen de las personas y estaba preparada para confirmar esa creencia. Desde que había salido de mi oficina me había preguntado cómo sería Claudia lejos de los reflectores y de la complicidad de los cosméticos, y traté de imaginarla con las huellas que ineludiblemente el tiempo deja en todos los mortales, pero cuando la tuve enfrente, la realidad, siempre imprevisible, desbarató mis especulaciones. Ella era mucho más bella de lo que se veía en la pantalla. Su cara, desprovista del menor rastro de maquillaje, era perfecta y su cuerpo, que se adivinaba sin demasiado esfuerzo bajo una bata de seda que debía costar más que todo mi guardarropas junto, no tenía nada que envidiarle al de la modelo más cotizada. Por unos segundos me quedé paralizada por el asombro.

El encantamiento se rompió cuando la escuché hablar. Su voz me resultó, como a cualquier habitante de este rincón del planeta, muy familiar, pero la entonación y las palabras que empleó, me desconcertaron:

—¡¿Que tiene uno marrón?! ¡¿Y a mí qué carajo me importa?! —exclamó, incorporándose como una leona—. ¡Decíle a ese tarado que si no me consigue uno dorado, se vaya olvidando de mí! —y repitió, por si quedasen dudas— ¡Do-ra-do! ¡Igual que el que tenía! ¡Y lo quiero hoy!

Luego tiró el aparato sobre el sofá y me preguntó:

—¿A vos te parece que yo puedo andar en un Mercedes marrón?

Confieso que me tomó desprevenida, pero logré articular una respuesta. Aunque no sé muy bien por qué, dije:

—La verdad que no.

Si Claudia estaba afectada por lo sucedido, lo disimulaba muy bien. Después de todo había sido víctima de un atentado y una persona había muerto en su lugar.

La situación, bastante absurda, se completó cuando Betiana intervino:

—Ella es Jose Zack —y, como si estuviese revelando un secreto, agregó—. Es una mujer...

Claudia la miró unos instantes y fingió maravillarse:

—¡Una mujer! ¡Mirá vos! ¿Cómo te diste cuenta?

Betiana, que no pareció pescar el sarcasmo, sonrió satisfecha.

—Bueno, ahora salgan todos. Tengo que hablar con ella —ordenó Claudia y todos los que estaban en la sala, que eran varios, obedecieron.

Cuando cerraron la puerta, ella me invitó a su sofá:

—Vení. Sentate aquí.

Yo también obedecí. Estaba a punto de mantener una conversación privada con la mujer más pública del país. Dicho esto, claro está, en el mejor de los sentidos.

*  *  *

—Me dijeron que sos de confianza —afirmó.

Me moría por preguntarle quién se lo había dicho, pero eso hubiese resultado contraproducente. Se suponía que no había dudas al respecto. Así que sólo seguí mirándola.

—Hay cosas que no se le pueden confiar a la policía —continuó—. ¿Estás de acuerdo?

—Depende. Aquí hubo un asesinato —respondí con cautela—. Será mejor que les diga todo lo que sabe...

—A mí me tuteás, nena. Soy mayor que vos, pero no tanto... —me interrumpió.

Eso, que no se lo creía ni ella, más que un gesto de cordialidad, parecía una exigencia. Se lo acepté sin el menor deseo de discutírselo. Todavía la edad no era una preocupación para mí. Por un momento se me pasó por la cabeza la cara que pondría Katja si pudiese verme, sentada junto a Claudia en su sillón blanco, tuteándola, pero lo aparté de inmediato.

—Está bien —proseguí—. Como te decía, ellos ya están a cargo y no puedo hacer nada...

—Lo que necesito que hagas no tiene nada que ver con eso. Sólo que no quiero que se enteren... Nadie debe enterarse.

Estábamos entrando en un terreno resbaladizo. Claudia no era estúpida. Siempre había supuesto que, si había llegado hasta donde estaba, era porque no tenía un pelo de tonta y en ese instante lo confirmé. La sombra astuta y penetrante que ensombrecía esos ojos que me estudiaban, no tenía nada que ver con la luminosidad ingenua y trivial que exhibían a diario en la pantalla. Ella no había mencionado a la policía gratuitamente y, si bien yo estaba muy lejos de ser una confidente, no me entusiasmaba la idea de ocultarles información, mucho menos con un crimen de por medio.

—¿De qué estamos hablando? —quise saber.

Me miró unos segundos y luego dijo con naturalidad.

—Del rating, por supuesto.

—¿Del rating? —pregunté, nuevamente desconcertada—. ¿Qué tiene que ver el rating con esto?

—Todo —respondió.

*  *  *

Fue la explicación más caótica y entrecortada que haya recibido en mi vida. La reserva que habíamos mantenido en la conversación hasta entonces, se esfumó de repente por obra de una interminable seguidilla de llamadas telefónicas, asistentes que entraban y salían, manicuras que le cepillaban las uñas de las manos y pedicuras que hacían lo mismo, pero con las de los pies. Ella, sin dejar de explicarme, respondía a los demás con órdenes, exigencias, gritos, amenazas y bromas. Todo a la vez. Evidentemente el concepto que Claudia tenía acerca de la privacidad no era el mismo que el mío, pero ésa era la realidad y tuve que hacer un esfuerzo, que no fue poco, para seguirla.

—Si no mantengo el interés de la gente, después de un par de días el zaping me revienta —dijo entre dos llamadas telefónicas—. La competencia es dura y si no tengo algo fuerte en el aire, pierdo como en la guerra. Por eso es tan importante...

—Entiendo —afirmé, sin entender demasiado—. ¿Qué tengo que ver yo con todo eso?

Claudia hizo un gesto con la mano y todos volvieron a desaparecer de la habitación. Hasta el teléfono dejó de sonar. Traté de no mostrarme sorprendida, pero no sé si lo logré. Los códigos que se manejaban en ese lugar me superaban.

—Hace quince días, me acuerdo muy bien porque fue en un asado por el 1º de Mayo, Javier me dijo que la mañana anterior había pescado un tema bomba —susurró y enseguida agregó, con una especie de risotada—. Aunque parece que la bomba terminó pescándolo a él...

La alegoría no me resultó afortunada y no se la festejé. A ella le importó muy poco.

—Lo único que me adelantó, muy entusiasmado, fue que estaba relacionado con la tele. Después anduvo varios días muy raro, nervioso, de mal humor, pero le duró poco. Una semana más tarde, exactamente, llegó hecho una flor. Sonriente, contento, alegre. Pensé que ya tenía cocinado el tema, pero cuando se lo pregunté, empezó a darme vueltas: que por el momento me olvidara, que no había tenido tiempo... ¡Tiempo! ¡Mirá vos! Si cuando ese tipo olfateaba algo no había tiempo que valga. Por supuesto, no le creí, pero estuve retarada y no le insistí. Y ahora que palmó me quedé con las manos vacías en plena temporada. ¡Todavía no entiendo cómo pudo hacerme algo así...!

—¿Morirse? —pregunté.

—Dejarme con las manos vacías —replicó, clavándome la versión penetrante de su mirada.

No tuve que esforzarme para comprender que la mina no estaba dispuesta a soportar mis ironías, así que seguí interrogándola.

—¿Qué hacía Gutiérrez en tu auto?

—Anoche teníamos un desfile de modas. Como yo no podía ir manejando, por las fotos y todo eso, me vino a buscar una limousine. Aquí todos saben que en esos casos Javier siempre me lleva el auto... me llevaba...

Su oración quedó inconclusa. Un leve temblor osciló en la última palabra cuando comprendió que Javier ya era pasado, aunque su expresión permaneció impasible. Si su voz la había traicionado por una fracción de segundo, su rostro no estaba dispuesto a aceptarlo. Resolví aprovechar esa aparente vacilación, pero sin demasiados resultados:

—¿Creés que el atentado tuvo algo que ver con esa investigación de Gutiérrez?

—No sé. Pero para eso está la policía —aclaró muy decidida—. A vos te llamé para otra cosa.

La miré con cara de escuchar y ella siguió hablando:

—Quiero que averigües de qué se trataba esa investigación...

—El tema... bomba... —completé.

—Exactamente. Y lo necesito en cinco días —vdijo ella, apretando un botón, sin esperar mi respuesta.

—Cinco días —repetí automáticamente, pero nadie me oyó.

En ese instante, un torbellino multicolor había atravesado la puerta. Era Daisy, con su blusa colorada y un vestido en cada mano. Uno verde loro y el otro violeta.

—¿Cuál querés para el programa de hoy? —preguntó.

A pesar del ritmo vertiginoso que había adquirido nuevamente la habitación, invadida, además, por un enjambre de asistentes con cronómetros colgando del cuello que llevaban y traían paquetes, alcancé a comprender las últimas palabras pronunciadas por esa personificación desproporcionada del arco iris. No podía creer lo que había escuchado y sin pensar en lo que me metía, exclamé:

—¿Pero cómo? ¿Van a salir al aire esta noche?

—Por supuesto —respondió Claudia, como si fuera lo más natural del mundo—. ¿Por qué?

—Por lo que pasó... Bueno... Javier era tu compañero...

—¡Justamente! —dijo la secretaria—. El rating va a ser enorme.

—¡Mirá si me lo voy a perder...! —completó Claudia.

—Pero... se supone que... están de duelo... —persistí, arrepentida de haber abierto la boca, mientras las dos me miraban como si fuera una marciana, lo mismo que el resto de los seres que habían detenido bruscamente su marcha frenética.

Tuve la sensación de que esa gente no comprendía lo que estaba diciendo. Claudia, sin quitarme los ojos de encima, se recostó en su trono blanco y sentí que éste sería mi caso más breve. Sin embargo, en lugar de despedirme, repitió:

—¡Duelo...! ¡Pero claro...! ¡¿Cómo no me di cuenta?!

—¿Qué...? —quiso saber la blusa colorada con expresión de catástrofe.

—¡La piba tiene razón! Se supone que estamos de duelo.

—¿Y...? —insistió Daisy.

—¡Duelo! ¡Luto! ¡¿No entendés?

—No. ¿Qué hago? ¿Suspendo el programa?

Después de todo —deduje, aliviada— se trataba de seres humanos. Sólo les hacía falta detenerse un poco y pensar. Luego reaccionaban como cualquier hijo de vecino. Pero debo haber fallado en mis deducciones porque, cuando Claudia escuchó a su secretaria, saltó de su sofá como una fiera a punto de devorársela.

—¡¿ESTÁS LOCA? ¡Luto, dije! ¡LUTO! —exclamó—. ¡Lo que necesito es un vestido negro...!

—¡Ah, eso!... Pero... ¿Y con éstos, qué hago?

—¿Querés que te diga lo que podés hacer con ésos? ¡Andá! ¡Conseguíme algo negro!

Daisy refunfuñó y salió como había entrado, rápidamente, seguida por el enjambre de cronómetros y nosotras nos quedamos solas otra vez.

Claudia me puso una mano en el hombro y me dijo:

—¿Te das cuenta? Tengo que estar en todo.

No supe qué contestarle. Tenía mi lengua atragantada.

—Muy bien, Jose —siguió ella—. Estuviste bárbara. Si no hubiera sido por vos, mañana todo el país diría que soy una insensible. ¿Sabés que andarías muy bien aquí? A lo mejor te equivocaste de profesión...

La lengua se me atragantó un poco más.

Y me sonrió por primera vez. Entonces la reconocí: era la misma que aparecía diariamente en la tele. O casi.

*  *  *

(...)

La actividad en el estudio era frenética. Todos parecían haber olvidado lo que había sucedido apenas unas horas antes y tuve la sensación de que mi presencia allí era poco menos importante que un objeto descartable.

La prioridad del momento era "La ruleta de la vida", un programa especial que Claudia pondría en el aire esa noche y a nadie le interesaba nada que no estuviese directamente relacionado con él. Aún así, me abrí camino hasta la oficina de Daisy. Estaba, como era de esperar, conectada al teléfono. Esperé varios minutos a que terminara, pero al comprobar que lo hacía sólo para reiniciar otra conversación, apretando una tecla de su centralita, comprendí que, de continuar así, me perdería el resto del día contemplándola. Y ésa no era una perspectiva atrayente.

—Tengo que hablar con Claudia. Es urgente —la interrumpí.

Daisy me miró como si fuese un mosquito zumbándole al oído y, tapando la bocina del tubo, me dijo:

—Aquí todo es urgente.

—¡Entonces es muy urgente...! —insistí.

Aparentemente el tono de mi voz surtió efecto, porque ella respondió:

—Está bien. Volvé en diez minutos.

Salí de la oficina con la ilusión de encontrar un teléfono. Tenía que comunicarme con Denker para informarle el número de la patente del Fiat, pero no fue fácil: todos estaban ocupados. En mi recorrido llegué a una enorme sala atestada de gente, que exhibía sus habilidades con la esperanza de ser contratada, donde tropecé con Betiana. Al principio me costó reconocerla. Estaba sorprendentemente quieta, en medio de otros curiosos, abstraída en la observación de un hombrecito de rasgos orientales que, junto a un ayudante, acomodaba una pila de ladrillos sobre una tarima. Yo no estaba especialmente interesada en conversar con ella, pero alcancé a ver que tenía un teléfono celular en la mano y que, por el momento, no lo estaba usando.

La saludé y por medio de señas se lo pedí.

Denker no estaba en su oficina. Me atendió uno de sus asistentes que tomó nota de los datos de la patente y de la rápida descripción del conductor del auto, oreja incluida, que por poco me atropella.

Al devolverle el aparato a Betiana, comprendí la causa de su concentración. El hombrecito oriental se preparaba para golpearse la frente contra el enorme cúmulo de ladrillos que había preparado. Obviamente alarmada, tampoco yo pude sacarle los ojos de encima. El hombrecito, pegó un alarido gutural y arrojó violentamente su cabeza sobre la pila. El resultado fue previsible. Tras un crujido infernal, su cráneo rebotó, como una pelota de fútbol, arrastrando hacia atrás al pequeño cuerpo que, a duras penas lo sostenía. Su ayudante, en lugar de preocuparse por socorrer al hombrecito, que trastabillaba milagrosamente sobre sus vacilantes piernas, se acercó a los ladrillos y mostró, con un gesto triunfal, que dos de ellos se habían quebrado.

Un murmullo entusiasta brotó del grupo que observaba. Al mirarlos, se me ocurrió que lo verdaderamente sorprendente no era el uso que el oriental le daba a su cabeza, sino que tanta gente lo juzgase admirable. Se lo dije a Betiana, pero creo que no me entendió.

En ese instante, el ayudante, acentuando dramáticamente sus palabras, anunciaba que en unos minutos se realizaría la segunda parte de la experiencia y que esta vez, todos los ladrillos que quedaban serían quebrados.

Me resistí a presenciar esa nueva alegoría acerca del empleo de la cabeza en la televisión y me alejé de allí.

Cuando lo hacía, pasé cerca del hombrecito que yacía sentado en una silla cubriéndose la frente con sus manos. Aunque sus ojos no reflejaban más que un inexpresivo aturdimiento, creo que le dolía... bastante...

*  *  *

Daisy había cumplido. Me había prometido cinco minutos con Claudia y allí estábamos, en el estudio principal, esperando que concluyera el ensayo de su participación en el programa especial de esa noche.

La reina estaba acostada sobre una enorme ruleta que giraba lentamente, acompañada por un creciente redoble de tambores. De repente, los parlantes enmudecieron, pero sólo por un instante. Enseguida empezaron a vibrar nuevamente, esta vez al compás de una estridente fanfarria electrónica de trompetas, en el mismo momento que la rueda se detenía. Simultáneamente, junto al lugar donde había quedado ubicada la cabeza de Claudia, se encendió un letrero que decía: "Todos los gastos pagos para el paciente y un acompañante".

—¿Paciente? —le pregunté a Daisy.

—Obvio —confirmó ella de mala gana.

—No entiendo.

—¡Pero...! ¿Vos no mirás la tele? ¡Hace rato que estamos anunciando este programa! —reaccionó molesta.

Aunque sabía que, desde el episodio del vestido negro, ella sentía hacia mí una profunda antipatía, insistí en hacerla hablar:

—No, se me rompió. Explicáme, por favor.

A Daisy le costaba aceptar semejante ignorancia, pero la sinceridad de mi expresión debió haberla convencido.

—Hoy participan enfermos que necesitan un tratamiento en el exterior y no pueden pagárselo —dijo—. Por eso el concurso se llama "La ruleta de la vida". El que gana: se salva.

—P... pero... ¿Y los que pierden?

—¡Aquí nadie pierde! —sentenció Daisy, con absoluta firmeza—. Para ellos están los premios consuelo...

—¿Como cuales?

—¡Qué se yo! Heladeras, lavarropas..., esas cosas... —respondió Daisy con un suspiro de impaciencia.

No alcancé a imaginarme qué clase de consuelo representaría una heladera para alguien que se juega la vida, porque mis razonamientos fueron interrumpidos por la inconfundible voz de Claudia que ya había bajado de la ruleta y se acercaba a nosotras:

—¿Para qué querías verme?

Antes de responderle, comprendí que los cinco minutos concedidos por Daisy habían empezado a correr desde el instante mismo de mi llegada al ensayo. Claudia nunca se detuvo a escucharme, sino que siguió caminando hacia una puerta donde, adiviné, mi tiempo se terminaría inapelablemente. No era lo que había pensado, pero tampoco tenía alternativas así que, mientras trotaba junto a ella, le resumí lo más rápidamente que pude las llamadas que había recibido, con especial énfasis en la amenaza acerca del segundo atentado.

Justo antes de llegar a la puerta se volvió hacia mí, tan repentinamente, que casi la llevo por delante.

—No, Jose. Estás equivocada —me desconcertó—. Yo a vos te contraté para otra cosa.

Eso sí que no me lo esperaba. Quise suponer que no me había escuchado bien, porque si había algo que no encajaba en ese diálogo era un reproche suyo.

—¡¿Cómo que equivocada?! —insistí, con la mayor crudeza posible—. ¡El tipo aseguró que la próxima vez no habrá errores! ¿No entendés? ¡Quiere matarte!

—No será el primero —continuó Claudia que, por lo visto, me había escuchado perfectamente—. Así que no pierdas más tiempo con esas estupideces y ocupáte de lo que te encargué...

Mi primer impulso fue el de sugerirle que se metiese su encargo en algún lugar profundo de su espléndida anatomía, pero todo había resultado tan imprevisible que no se me ocurrió ninguno lo suficientemente injurioso. Para cuando logré recuperarme, la puerta se había cerrado, dejándome sólo una oleada de su perfume flotando en el aire y el odioso recuerdo de la sonrisa que Daisy me había dedicado triunfalmente antes de desaparecer.

—No te preocupes. A veces es mucho peor... —dijo alguien a mis espaldas.

Un entrometido era lo último que necesitaba después del desplante de Claudia, así que giré hacia él para invitarlo, lo menos amablemente posible, a ocuparse de sus propios asuntos, pero una vez más me quedé sin palabras.

Si entre mis fantasías más íntimas todavía conservaba la imagen del Príncipe Azul, con el que todas las mujeres soñamos alguna vez, seguramente no podía ser otra que ésa. Allí, a menos de un metro, estaba el tipo más irresistiblemente atractivo de la tierra. Tenía un cigarrillo apagado en su boca y en lo único que pude pensar, en ese instante, fue que hubiese deseado tener un montón de fósoforos para ofrecérselos.

—No es una mala persona. Lo que pasa es que está muy acostumbrada a salirse con la suya —decía el príncipe. Pero yo seguía demasiado absorta en contemplarlo para saber de qué me estaba hablando.

—¿Quién...? —le pregunté.

—Claudia, por supuesto —me respondió, prendiendo su cigarrillo con un insólito encendedor en forma de herradura.

—¡Ah! Sí, sí. Por supuesto... —farfullé apresuradamente, sólo para sentirme una perfecta imbécil. Aunque él pareció ignorarlo.

—Sos Jose, ¿no?

—Yo sí. ¿Y vos? —se me escapó.

—No —sonrió él, algo extrañado—. Yo soy Fernando Albornoz. Ayer hablamos por teléfono. ¿Te acordás?

—¡Ah! ¡Sí, sí! ¿Cómo no me voy a acordar? Ayer... Por teléfono. Claro, claro... —me desbordé, consciente de que si la primera impresión era importante para él, yo estaba irremediablemente perdida.

Sin embargo, para Albornoz todavía no había sido suficiente:

—Me gustaría que charlemos un rato. ¿Tenés compromiso para almorzar?

Pensé en Vale, esperándome con alguna de sus sorpresas de rotisería, y de inmediato supe que esperaría en vano.

—No —mentí—. Ninguno...

*  *  *

(...)

A las seis de la tarde, el panorama que presentaba el edificio del canal y sus aledaños parecía una imagen salida de la más dantesca catástrofe urbana. Hasta donde llegaba la vista, cada centímetro de las calles que lo rodeaban se hallaba ocupado por decenas de patrulleros, camiones de bomberos, unidades antiexplosivas y ambulancias con sus balizas azules y rojas girando, mientras que, en el interior, un enjambre de hombres uniformados colmaba pasillos y escaleras, corriendo con sus equipos en todas las direcciones, a la vez que un coro de órdenes y contraórdenes saturaba el aire, de por sí enrarecido, agregándole a la situación una innecesaria dosis de dramatismo, ya que nada había sucedido... aún.

A pesar de la insistencia policial, Claudia se había negado terminantemente a suspender el programa de esa noche y Denker se había visto obligado a movilizar un verdadero ejército hacia cada uno de los sitios por los que ella pasaría en las próximas horas. El desconocimiento total de la naturaleza y del momento en que tendría lugar el atentado, le impidieron descartar el más insignificante detalle. Su auto (tal como se lo había propuesto, Claudia ya tenía un nuevo Mercedes dorado), sus cocheras, su camerino y cada rincón del canal estaban siendo objeto de una minuciosa revisación por parte de veinte grupos de hombres, coordinados por Denker, que había instalado su comando en una oficina cercana al estudio principal. Sabía que sus posibilidades eran escasas. La única pista era el aparato marrón dibujado en el envase hallado en el jardín de Vargas, aunque no tenía la más remota idea de cómo actuaría.

*  *  *

(...)

Nunca sabré qué fuerzas desconocidas me impulsaron a correr como lo hice. Si la desesperación por salvarle la vida a Claudia o el deseo irrefrenable de estrangular a Betiana. Creo que ambas. Lo cierto fue que en un abrir y cerrar de ojos tuve a la vista el edificio del canal de televisión. Todo estaba sucediendo tan rápidamente que mis sentidos apenas percibían la atmósfera que me rodeaba. A medida que me acercaba, la calle, hasta ese momento desierta, empezaba a llenarse de automóviles detenidos por el cerco de seguridad que seguramente Denker había montado alrededor del edificio. Como en un sueño advertí los gestos de sus conductores protestando y haciendo sonar sus bocinas, pero no los escuchaba. Sólo sentía el latido de mi corazón y los golpes de mis pies sobre el pavimento hasta que también ellos enmudecieron. Otros sonidos, metálicos, graves, los habían reemplazado. Se sucedían uno tras otro y aunque al principio me costó distinguirlos, comprendí de inmediato que no auguraban nada bueno. Por alguna razón, empecé a contarlos.

—Uno, dos, tres...

Un policía hizo el intento de detenerme, pero fue demasiado lento. Cuando levantó su mano yo ya lo había dejado atrás.

—...cuatro, cinco...

La puerta del canal estaba cruzando la calle. Sólo debía esquivar a otro policía, pelirrojo como una zanahoria, saltar la valla amarilla y subir las escaleras.

—...seis...

Arrojé mi bolso hacia la izquierda del colorado que, igual que un arquero, se estiró para atajarlo, abriéndome el camino hacia la derecha.

—...siete...

Justo en el instante en que saltaba la valla, mi mente, se aturdió alarmada al reconocer el origen de ese sonido. ¡Era la campana de una iglesia...! ¡Y estaba dando la hora...!

—¡...ocho...!

No alcancé a oír la novena campanada. En medio de mi vuelo sobre la valla, un destello negro y silencioso me envolvió, deslumbrándome con su oscuridad. Un gigantesco apagón había sumergido en las tinieblas a todo cuanto me rodeaba.

*  *  *

(...)

En los planos de Buenos Aires, el Bajo Flores no existe. En su lugar, un trapezoide anónimo parece recortar el minucioso entretejido de calles y avenidas que durante siglos le han conferido a la ciudad ese aspecto de gigantesco y compacto tablero de ajedrez. Representado por una superficie verde y vacía, sugiere vagamente la visión aérea de una pradera arbolada.

La realidad es muy distinta. Ni verde ni boscosa ni, mucho menos, vacía. Un laberinto de senderos de tierra, que se abren camino entre millares de casillas raquíticas, incompletas, endebles, apiladas sin solución de continuidad hasta un horizonte inalcanzable, desmienten ese curioso olvido cartográfico. Allí la ciudad sigue existiendo. La calle Camilo Torres no es el límite. Es una frontera.

Soraya hablaba poco. O tal vez era yo la que, abrumada por aquel paisaje de miseria y desamparo, me había quedado sin palabras. Caminamos en silencio, en medio de esa multitud condenada a pagar el pecado imperdonable de la pobreza, hasta que llegamos a una casilla. Tenía una puerta, que alguna vez había sido celeste, y una pequeña ventana. Frente a ella, tres muchachos, apoyados en un Taunus rojo, escuchaban una cumbia que brotaba de su interior con la potencia de un volcán en erupción.

—Es aquí —me indicó Soraya.

El Taunus obstruía buena parte de la calle sin veredas y el estrecho espacio que lo separaba de la puerta celeste estaba ocupado por los aficionados a los ritmos colombianos que me miraban fijamente.

—Permiso, por favor —dije, indicando hacia la casilla.

Pero ninguno de ellos hizo el menor gesto. Tampoco me contestaron. Simplemente se mantuvieron donde estaban... sin dejar de mirarme.

Durante los segundos que siguieron, nadie se movió. Tuve la sensación de que la Tierra se había detenido y que toda la humanidad esperaba, anhelante, que alguien diese el primer paso para sacarla de esa pesadilla con fondo musical de bailanta en sábado a la noche. Pensé que Soraya lo haría —se suponía que era la experta—, pero también ella permaneció inmóvil.

La situación estaba clarísima. El trío no parecía dispuesto a cederme el paso voluntariamente y yo no tenía el más remoto deseo de contradecirlos. Ése era su territorio y hasta allí me habían dejado llegar. Debía aceptarlo, la puerta había quedado demasiado lejos para mí. Pero todavía me quedaba la ventana. Respiré hondo y me encomendé al ángel protector de los detectives privados. Sin apartar la vista de esos seis ojos imperturbables, acerqué lentamente mi mano hasta el postigo y golpeé dos veces. Fueron golpes fuertes, tal vez excesivos, pero sabía que sería mi única oportunidad. No podría pasar por todo eso de nuevo.

Un siglo y medio más tarde, el chirrido de un pestillo me anunció que lo había conseguido. Sin embargo, cuando la ventana se abrió, comprendí que todavía no había dado con Enema. Era un anciano, muy frágil, y me pareció inimaginable que alguien con esa cara pudiese ser llamado de semejante manera.

—Buenos días, señor. Quisiera hablar con Néstor Acuña, por favor.

Al escuchar ese nombre, la hendidura profunda de su boca se estiró fugazmente hacia un costado, pero de inmediato volvió a contraerse. Como si hubiese intentado una sonrisa y algo lo hubiese hecho arrepentir. Intuí que la compañía silenciosa que me rodeaba no había sido ajena al fenómeno.

—Él... no está —titubeó.

—¿No sabe en qué momento lo podría encontrar...?

—No... No... —respondió apenas el hombre, alejándose con la cabeza gacha.

—Por favor. Es muy importante. Dígale que me llame a... —me desesperé, buscando rápidamente en mis bolsillos una tarjeta de la agencia, pero fue inútil. El anciano había cerrado la ventana.

Guardé la tarjeta nuevamente en mi bolsillo y retrocedí hacia donde me aguardaba Soraya con la mayor dignidad posible. Los tipos seguían observándome y no les daría el gusto de revelarles mi frustración.

En realidad no sabía qué hacer. La rutina indicada, en esos casos, consistía en aguardar la llegada de la persona buscada, pero la presencia de tres sujetos hostiles —en el mejor de los casos— y mi vigoroso instinto de preservación, me aconsejaban lo contrario.

Inesperadamente, la voz de uno de ellos, me evitó la humillación de una retirada.

—¿De qué querés hablar con Acuña?

Pese a todo, me esperancé, mis esfuerzos no habían sido en vano. Al hablarme, había quebrado la barrera invisible que existía entre nosotros y, en esos términos, yo me sentía incomparablemente más segura.

—De Roberto Vargas —dije, girando hacia él, sin esperar más que una tibia reacción que me permitiese continuar el diálogo.

Lo que provoqué, en cambio, fue una verdadera reacción en cadena. Como si hubiese accionado un dispositivo fulminante, los tres se abalanzaron sobre mí, rodeándome de inmediato, igual que una jauría de gatos monteses mostrando sus dientes.

—¡YUTA! ¡BUCHONA! ¡RAJÁ DE AQUÍ! —me gritaban, enfurecidos, y yo, que si no me había mojado encima fue porque estaba demasiado paralizada por el terror, no atinaba a responderles.

Fue Soraya la que lo hizo en mi lugar.

—¡NO ES CANA! ¡ES AMIGA! ¡Y VIENE CONMIGO! —exclamó, desafiándolos.

Eso fue suficiente. La vorágine se detuvo de la misma manera que había empezado. De repente. Desconocía la autoridad que Soraya ejercía sobre esos individuos, pero lo cierto fue que la obedecieron sin chistar. No pude dejar de pensar en el tiempo que nos hubiésemos ahorrado si no fuese tan endemoniadamente parca. Aún así, me sentí agradecida de contar con ella.

Algo más tranquilo, el que me había hablado en primer lugar, retomó el interrogatorio.

—¿Qué pasa con Vargas?

Vacilé antes de abrir la boca, por temor a echármelo nuevamente encima, pero la intervención de Soraya parecía haber estabilizado la situación. Igualmente, considerando lo que estaba a punto de decir, articulé mis palabras lenta y cuidadosamente:

—Está muerto...

—Estamos enterados. Aquí también tenemos televisión —me advirtió, mirándome como si le hubiese informado que Colón había descubierto América.

Comprendí que debía mostrar mis naipes.

—Está bien. Trabajo para Claudia... la de Veredicto... —agregué, tras una breve pausa, esperando que eso lo impresionaría, pero el tipo no era fácil de impresionar.

—...Y no entiendo por qué quiso matarla —continué—. Acuña lo conocía y pensé que a lo mejor podría ayudarme...

—¿Por qué? ¿Qué ganaría ayudándote?

—Supongo que Claudia puede ser una mina muy agradecida —arriesgué, poco convencida de que un electrodoméstico lograse conformarlo.

Como si estuviese leyendo mis pensamientos, descartó la propuesta que le había hecho con un gesto de su mano y se aproximó hacia mí con actitud negociadora.

—Digamos que Acuña tiene... cosas entre manos y no le conviene que vengan a joderlo con este asunto, por... ¿una semana? —conjeturó—. ¿Podrías hacer algo...?

—Tal vez... —respondí, procurando no pensar en las cosas que tendría entre manos.

Eso fue todo lo que prometí, pero a él le pareció suficiente. Empezamos a caminar lentamente, seguidos por Soraya y los otros dos. Sabía que nos dirigíamos hacia la salida de la villa y que no buscaríamos a Acuña. En realidad, nunca tuvimos que hacerlo. Ambos sabíamos que había estado todo el tiempo frente a mí, sólo que yo acababa de darme cuenta.

—Nadie mata a la gallina de los huevos de oro... —dijo, enigmáticamente.

Deduje que se refería a Claudia, pero no tendría la oportunidad de preguntárselo. Estaba sobrentendido que ésas eran las reglas del juego. Sin preguntas. Aunque era demasiado nueva en todo esto, aprendía rápidamente.

—Vargas no laburaba así —continuó—. No se ensuciaba las manos...

—Sin embargo, ayer estuvo a punto de atropellarme con el auto... —reaccioné, casi instintivamente y le conté lo sucedido frente al departamento de Javier.

—Seguramente te estaba siguiendo. Vos lo descubriste y quiso rajarse... —replicó—. Eso es todo... Además, esos atentados... Fósforos, nafta, cables. ¿A quién se le ocurre? Si querés reventar a alguien, hay formas mucho más seguras. El que lo hizo no es profesional. Con esos hay que tener cuidado. Vargas no lo tuvo y le costó caro...

Luego, con la mirada clavada en el suelo, agregó a modo de responso:

—Gran tipo...

Tuve mis dudas al respecto, pero no dije nada. No tenía derecho. Yo había tenido la suerte de nacer del otro lado de la calle Camilo Torres y había cosas que seguramente jamás comprendería.

Me saludó con un movimiento de su cabeza y se alejó acompañado por los otros dos. La entrevista había terminado. Me quedé con las ganas de saber por qué le decían Enema. Tal vez fuera mejor así.


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