Dos cuentos sobre la ciguapa, una leyenda de la República Dominicana, por Leibi Ng
Sobre la autora
- El sueño de Mecho
- La trenza misteriosa
La trenza misteriosa
Todavía quedaban puñados de oscuridad cuando José se asomó a la puerta del bohío. Como cada día, madrugaba. En el interior del rancho, Idalia, su mujer, afanaba con los carbones, la cuaba y el anafe. Tan pronto como lo prendió, le puso un "biombo" de lata para dirigir el humo recto hacia el centro del alba.
Las sombras escapaban lentas como pedacitos de papel oscuro retenidos entre las piedras del río. Pero los rayos del sol se hicieron dueños del patio. Dejaron ver el techo de zinc y la casita de tablas de palma armoniosamente clavadas. Olía a hierba húmeda, a ilang-ilang y a café.
Toma dijo Idalia, pasándole el jarrito humeante.
Yo quiero saber qué bestia me está desbaratando la cerca y al decir esto echó mano del jarro sin mirar a su mujer.
Esos son los perros de Florentino. Ya sabes que se meten de noche. Susto me llevo yo cuando veo esos tizones de ojos relumbrando en medio de lo oscuro.
Los perros no son. Los perros no pueden ser dijo José como para sí mismo.
Se tomó el café y caminó rumbo a la rancheta que estaba dentro del corral. Ahí reposaban su yegua y su vaca, las nobles bestias que les ayudaban a sostenerse. La voz de Idalia lo alcanzó:
Te voy a poner los víveres, ¿oíste? alzó la voz para internarse en su cocina, recogiendo el tarro de la sal volteado, pensando que el gato había vuelto a meterse por el hueco de la puerta.
El gallo subió a la cerca de un brinco y entonó de nuevo su canto sin error. La hierba húmeda se pegaba en el ruedo de los pantalones y en las botas de José, quien ya había llegado a la rancheta.
Quedó paralizado: las colas de su yegua Pichita y su vaca Blanquita estaban trenzadas en una crizneja perfecta que las unía fuertemente. El pelo de los animales relucía. Ni una hebra fuera de lugar. ¡Hasta las crines de Pichita estaban graciosamente trenzadas!
¡Idaliaaaaa! ¡Corre! vociferó el hombre sin poder moverse.
¡Idaaaaaliiiaa! llamó de nuevo y no había terminado cuando ella apareció con el rostro desencajado, sospechando lo peor.
Con los ojos desorbitados, empezó a mirar mecánicamente, ora al marido, ora a las bestias de colas trenzadas, sin saber qué hacer ni qué decir.
¿Pero quién habrá hecho esto? ¿Quién? Se podía notar en su voz un coraje que salía de saber quién, por burla o por maldad, había penetrado en su tierra, había tocado a su yegua y a su vaca y se había ido como sombra en la noche, rompiéndole la cerca.
Pero esa yegua no se deja tocá... se atrevió a decir Idalia.
José sabía que Pichita pateaba a cualquier desconocido. Era tan arisca que por lo menos, debió haber escuchado sus relinchos, sus coces... ¿Quién o quiénes podrían ser? ¡Tenía que averiguarlo!
Idalia se puso a deshacer las trenzas. Cuando terminó, José se llevó las bestias río abajo, para dejar allá en el agua aquel misterio. En el canimo había huellas de pies descalzos, grandes, pequeños... pero José no se dio cuenta.
Cavilando, cenó. Entruñado planeaba lo que haría cuando descubriera a ese sinvergüenza...
Idalia, por su parte, no decía nada. Ella también estaba intrigada. ¡Qué bien hechas estaban esas trenzas!
José e Idalia se fueron a acostar, aparentando que no pensaban en nada.
A las tres de la madrugada, Idalia dormía profundamente. José se levantó sin hacer ruido. Se vistió y salió hacia el potrero. Pichita lo saludó con un suave relincho. Blanquita siguió rumiando. Allí, en un rincón oscuro, se puso a esperar que algo pasara, mirando de vez en cuando la insonme moneda de plata que alumbraba la noche tranquila.
Un ruidito lo sobresaltó. Los rayos de la luna entraban azulados. El hombre hacía grandes esfuerzos por descubrir algo. De repente, una silueta lustrosa resplandeció en la oscuridad. Como si las estrellas le estuvieran prestando sus destellos, una figura de mujer creció en la noche. José vio su cabellera larga, las piernas y brazos moviéndose en lo oscuro. Comenzó a acariciar a la yegua con una especial ternura. ¡José juraría que Pichita estaba sonriendo!
De pronto, la mujer elevó el rostro, como aspirando un perfume en el aire. La luna iluminó el perfil que se volvió resuelto hacia un rincón del potrero. Allí, oculta entre serones, una criatura pequeña, con la misma crizneja, larga, cuidadosamente tejida, la miraba, asustada. La grande la levantó y con ella abrazada, salió a internarse en la noche. La yegua y la vaca las despidieron con la mirada.
José, maravillado, se quedó mucho rato inmóvil mientras las ciguapas dejaban sus huellas de pies volteados sobre la tierra húmeda del patio.
* * *
Al amanecer, no hizo ni dijo nada cuando Idalia se alarmó porque en su cocina faltaba toda la sal en grano. Clavó de nuevo la cerca y mirando las montañas, pensó que los sueños y la realidad terminan siendo la misma cosa.
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