28 | Portada de "Loco por ti"AUTORES / LECTURAS | 28 de junio de 2000

Gabriela Keselman

Loco por ti

por Gabriela Keselman

Los capítulos siguientes fueron extraídos, con autorización de su autora y los editores, de la novela Loco por ti, de Gabriela Keselman, con ilustraciones de Montse Ginesta. Madrid, Espasa Calpe, 1999. Colección Espasa Juvenil. Imaginaria agradece a Nuria Esteban, editora de Espasa Calpe, las facilidades brindadas para la publicación de estos textos.

1
Regalo del cielo

Maldeamor cayó fulminada.

—Esto ha sido un flechazo —atinó a pronunciar la bruja cuando vio al alcalde Normalucho desde lo alto del cielo.

Se enamoró con tanta intensidad que soltó los mandos de la motoescoba. Sin darse cuenta, se inclinó peligrosamente hacia atrás. Entonces perdió la cabeza y el equilibrio. Empezó a descender suavemente, haciendo zigzag en el aire como una plumita perezosa. Y cuando estuvo a unos metros del suelo, pegó un acelerón que la hizo aterrizar, justo, justo, encima del amor de sus sueños.

2
Por los aires

—¿Qué ha sido eso? —atinó a promunciar el señor alcalde cuando oyó un terrible estruendo que provenía del cielo. Fue, exactamente, como si alguien hubiese metido cien violines en la lavadora.En cuestión de segundos, la tarde se tiñó de un color rosa chicle. Y un instante después, algo negro y desconocido se le vino encima. La bruja Maldeamor le derribó y le dejó medio aturdido sobre las baldosas del paseo marítimo. Es decir, Normalucho cayó aplastado.

3
Normalucho no sabe la que le ha caído

La gente se conoce de formas muy extrañas. Uno entra en un cine con un puñado de palomitas, se tropieza con otra persona y la deja hecha un cromo. Le pide perdón mientras intenta quitarle las palomitas que se le han quedado pegadas en el pelo o en el jersey de lana, y... ¡ya se han conocido! O una va patinando cuesta abajo y otro viene patinando cuesta arriba. Se dan un patinazo y se quedan juntos viendo las estrellas y los chichones.

Pero el encuentro entre la bruja Maldeamor y el alcalde Normalucho fue más que extraño. Fue el colmo.

—Lo siento, señorita —balbuceó el señor alcalde cuando se recuperó del aplastamiento sin previo aviso—, pero yo soy un hombre muy convencional.

—¿Y eso qué significa? —preguntó la bruja, que sabía mucho de vuelo a motor pero poco de palabras municipales.

—Pues, muy fácil —respondió el alcalde, ciertamente indignado—. Me gusta que las personas me digan «encantado de conocerle» o «permiso, señor alcalde»... ¡y no que se caigan sobre mi cabeza! Y además, no le pongo una multa porque es domingo... y porque ése no es mi trabajo específico... y...

Maldeamor se quitó el casco para arreglarse el flequillo y susurró:

—Bueno, no es para tanto... Si yo hubiera sabido que me iba a enamorar a primera vista te hubiese mandado un telegrama antes de precipitarme sobre ti... pero así es la vida...

Normalucho se quedó atónito. Miró de hito en hito a la autora de ese escándalo público. Una chica vestida como una motorista del espacio, con un casco en la mano, que le observaba, arrebatada, a un palmo de su nariz. Se pellizcó para comprobar que aquello era sólo un mal sueño, pero se dio cuenta de que, en realidad, era una auténtica pesadilla.

Apartó a Maldeamor, no sin alguna dificultad. Se sacudió el pantalón con bruscos ademanes y se fue dando cortos y veloces pasitos con un susto clavado entre chaleco y espalda.

No dijo ni adiós, ni muy buenas, ni nada.

—¡Eso no es muy convencional! —le gritó Maldeamor—. Por lo menos se dice «fue un placer» o «hasta otra»...

Pero Normalucho ya había doblado la esquina y no respondió.

La bruja se quedó sentada en la acera, pensativa. La verdad, nunca había sido muy afortunada en cuestiones amorosas.

Cuando era pequeña se enamoró de un niño de 1° de Magia que se entretenía convirtiendo sus coletas en alambres de púas.

Después vino aquel sapo hechizado de ojos verdes y piel verde. Resultó que el muy bicho no era un príncipe sino un sapo de verdad, corriente y moliente.

Pero esta vez iba a ser distinto. El alcalde parecía un poco tímido, eso sí...y quizá algo sosito y muy... ¿cómo era?... ah, sí, convencional.

Pero seguro que resultaba ser más bueno que las galletas.

Así que Maldeamor, con renovado entusiasmo, se levantó de un salto y se fue a prepararle una sorpresa.

4
Persevera y perderás

Normalucho era un hombre de costumbres fijas. Así que, el lunes por la mañana, hizo lo que solía hacer todos los lunes de su vida. Abrió la ventana que daba al jardín y levantó los ojos para contar las nubes. Si no había ninguna, se ponía la camisa a rayitas azules; si había una nube, llevaba una chaqueta de punto que le había tejido su mamá; si había tres o cuatro en pequeños racimos, llevaba la gabardina amarilla, y si las nubes eran gris oscuro, como si alguien hubiese cerrado una persiana de latón sobre el cielo, cogía el paraguas. Sin embargo, esa mañana buscó algo más. Algún punto negro, algo dispuesto a caer sobre él sin preámbulos, una jovencita chiflada que había visto muchas películas de Hollywood... pero no vio nada. Ni un atisbo de amenaza.

Bien. Bien. Bien.

Luego, dirigió sus ojos hacia abajo para admirar su primoroso jardín.

Lo que vio justificaba un desmayo. Pero Normalucho no se desmayó porque nunca se desmayaba y no iba a romper la rutina así por las buenas. Prímulas, rosas, pensamientos, jazmines habían crecido desmesuradamente hasta formar una selva impenetrable. En la maceta de la derecha al fondo, la de las hortensias, brotaban los cactus pinchadedos. En el cantero del centro del lado de enfrente, el de las siemprevivas, florecían geranios y amapolas. En el medio del césped, se erguía un árbol de moras gigantes y la hiedra trepadora formaba con sus ramas el siguiente mensaje:

ME HAS HECHO TILÍN,
HALCALDE NORMALÍN

Debajo, a modo de firma, estaba Maldeamor deshojando una margarita con los dientes.

A Normalucho no le dio un soponcio, no. Tampoco se puso a dar gritos. Ni a llorar. Frunció el ceño hasta que sus cejas se juntaron en una línea, se le hinchó el cuello, se mordió el labio inferior, cerró los puños con tanta fuerza que parecían a punto de estallar. Y así, sofocado y enrojecido, salió al encuentro de esa chica entrometida que había puesto su jardincito patas arriba.

—Señorita —empezó diciendo con una voz que presagiaba tormenta.

—Me llamo Mal-de-a-mor...

—Me da igual como se llame. En primer lugar, haga usted el favor de ordenar mi jardín tal como estaba antes o le pondré una multa por desordenamiento de jardín ajeno. En segundo lugar, me llamo «Normalucho» y no «Normalín». Eso le puede costar una multa por confusión ciudadana. En tercer lugar, deshojar margaritas con los dientes provoca caries y en cuarto o quinto lugar, ya no me acuerdo, «alcalde» se escribe sin hache, pero no hace falta que lo corrija porque se va a marchar de aquí inmediatamente y me va a dejar en paz, que es como he estado desde que nací.

Maldeamor escuchó toda la parrafada con mucha atención y luego sonrió.

—Qué bien hablas Nórmal —dijo—. Pero si no te gusta mi regalo, no te preocupes, me lo llevo y ya está.

Giró sobre un pie (con mucha gracia, hay que reconocer) y desapareció. Cada flor, cada hoja, cada tiesto... todo, volvió a su lugar. Incluso más ordenado que antes.

Normalucho se frotó los ojos. Respiró profundamente y se preparó para ir a trabajar. Se colocó una pinza de la ropa en cada pernera del pantalón para evitar que se enganchasen con la cadena de la bici, y puso su maletín en la cesta. Pedaleó despacio hasta llegar al cruce de Charcoestancado de Arriba. Frenó y miró a un lado y al otro. Nadie por aquí, nadie por allá. Entonces, se lanzó cuesta abajo muy deprisa, soltando los pedales y deplegando las piernas. ¡Cómo le gustaba hacer esta travesura cuando todo el pueblo aún dormía!

Se lo pasó tan bien que hasta se olvidó de la bruja chiflada que se había empeñado en fastidiarle su tranquila existencia. Entró en su despacho silbando una cancioncilla tradicional. Pero el estribillo se le quedó a la mitad. Los folios en blanco del primer cajón estaban todos garabateados con corazoncitos. En el sello de sellar cuestiones importantes ponía:

MALDEAMOR ESTÁ POR NORMALUCHO

En el sello para asuntos de mediano interés ponía:

NORMALUCHO ESTARÁ POR MALDEAMOR EN CUANTO ESPABILE

En las paredes, además, se veía su nombre escrito con aerosol morado.

Normalucho

Y por si esto fuera poco, los bolígrafos estaban todos sin su correspondiente capuchón. El archivador se abría y se cerraba por decisión propia. Las sillas colgaban del techo como piñatas vacías... ¡Oh, no!

Normalucho se irritó. Se acercó al ordenador y escribió:

2 de abril.

(porque, por muy irritado que estuviera, la fecha era lo primero que ponía en una carta). Pero, en esta ocasión, las teclas le hicieron cosquillas en los dedos y en la pantalla apareció el siguiente poema:

VERSOS PARA UN ALCALDE
(SIN HACHE)

¡Oh, Normalucho!
Te quiero más que a un cucurucho
(con helado de chocolate dentro,
que eso ya es decir mucho).
Y de tu boca, ni una palabra
agradable escucho (eres un bestia).
De mi corazón eres el dueño, y
yo —aunque no te entre en la cabezota—,
soy la bruja de tus sueños.

Y, a continuación, se dibujó la cara sonriente de la autora.

Normalucho, dispuesto a acabar con aquel ridículo juego, se abalanzó sobre el teclado y replicó:

2 de abril.

Estimada contribuyente:

Escribe usted unas poesías incomprensibles. Le ruego encarecidamente que salga usted de mi ordenador y de mi despacho y de mi municipio y de mi vida.

Le saluda poco atentamente.

El alcalde Normalucho.

Maldeamor se ofendió como nunca se había ofendido. La había llamado «contribuyente», que a saber qué significaba. Pero en todo caso, sonaba muy mal. Además, el muy insensible no valoraba su talento poético. Y estaba claro que no quería verla ni en pintura.

—¡Normalúpido!, ¡cachobruto!, ¡contribuyente, tu abuela! ¡Haré que te vuelvas loco por mí! ¡LOCO POR MÍ! ¡LOCO, LOCO, LOCOOOO POR MÍÍÍÍÍÍÍ!

Así repitió Maldeamor, al tiempo que giraba su cabeza y se hacía desaparecer. Regresó a casa y se encerró en el laboratorio, en la sección de pócimas amorosas.

Con tanto jaleo, no había tenido tiempo de hacer la compra. Así que echó lo primero que encontró en la despensa. Sin ningún orden y menos cuidado.

—Un poco de esto, una pizca de aquello que tiene muy mala pinta, se remueve con el dedo para que no se formen greñas o gruños, no sé ni me importa, y se deja reposar durante cinco siglos. Luego se vierte la mezcla enloquecidamente sobre la sartén, que no está muy limpia que digamos, y se bate con las sobras de ayer... se vuelca un frasco entero de perfume hasta que apeste bien... y entonces...

Maldeamor estaba francamente alterada. Y cualquier bruja en sus cabales sabe que, en ese estado, los hechizos se cortan más que la mayonesa. El resultado, entonces, fue un desastre. La preparación espesa, burbujeante y olorosa se desbordó y cayó como una persistente lluvia sobre el apacible pueblo de Frentealmar. Primero chorreó sobre las olas y se filtró en la arena. Luego, corrió por los canalones y las alcantarillas, se metió por los grifos y las duchas, se coló en los frascos de champú y se instaló en cada estornudo.

Todo el pueblo quedó empapado... menos un edificio al que, inexplicablemente, no le tocó ni gota... El ayuntamiento.


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