Mejillas rojas
Heinz
Janisch (texto) y Aljoscha Blau (ilustraciones)
Traducción de Eduardo Martínez.
Salamanca, España, Lóguez Ediciones, 2006. Colección Rosa
y Manzana.
por Marcela Carranza
"Un escritor es un hombre que miente."
Abelardo Castillo
Mejillas rojas es uno de esos libros que ejercen una especie de encantamiento en los lectores aún antes de ser abiertos. Con su lomera de tela roja sobre la que se destacan grabadas a lo largo las letras del título; con la ilustración de tapa, una ilustración sugerente, extraña, que anuncia la atmósfera onírica que envolverá cada una de las anécdotas, y que crecerá aún más en las imágenes; el libro invita a ser tomado de los estantes, a ser abierto y transitado atenta y despaciosamente.
En el claro del bosque de la tapa, el niño de mejillas rojas parece alejarse con cierto aire travieso de un par de insólitas alas blancas bajo los árboles. Luego de transitadas la guarda y la página de cortesía, la portadilla nos sorprende con una "hoja de cuaderno", en el rincón inferior derecho aparece dibujada a pluma la pequeña silueta de un niño sirviendo el té. Las "hojas de cuaderno" continuarán en todas las páginas del texto, como también las pequeñas figuras dibujadas a pluma. Las letras parecen escritas a mano, y si consideramos quién relata la historia, podemos deducir que se trata de la escritura de un niño y de sus dibujos. Todo parece indicar que estamos leyendo un diario, el diario donde un pequeño nos cuenta acerca de su original abuelo y de sus aún más originales anécdotas.
Uno de los aciertos de la impecable edición de este libro es la disparidad entre "las páginas del cuaderno" que sostienen la narración del niño, y las páginas donde se desenvuelven las imágenes a todo color. Es como si por un lado los lectores tuviésemos la oportunidad de espiar en la escritura íntima del niño y sus dibujos, y por otro fuéramos testigos silenciosos y curiosos de las escenas entre el niño y su abuelo, así como de los sueños que las anécdotas del abuelo son capaces de suscitar en el niño que escucha.
La primera y la última imagen abren y cierran el libro con la escena de la narración. En la primera el niño atento observa a su abuelo en la mecedora. Ambos proyectan su sombra en el suelo de tablas, tras ellos se abre una ventana con árboles nevados, una serie de objetos amueblan la habitación. "De niño, mi abuelo tuvo una vida muy agitada. Por lo menos, él así lo cuenta. Y si mi abuelo lo dice, es porque es así." De este modo comienza la narración del niño. Él nos cuenta lo que su abuelo le ha contado; así lo cuenta él, y así lo contó su abuelo, pero lo que no se pone en duda es que las cosas así debieron ser.
Las palabras del niño y las ilustraciones narran una a una las hazañas de este abuelo de vida agitada. Pero no se trata de aventuras convencionales, sino de extraños acontecimientos en algunos casos, minúsculos y a la vez exagerados; como el de descubrir un botón rojo en el ombligo que al ser oprimido produce chispas rojas que salen por las orejas.
Si las anécdotas del abuelo resultan de por sí poco creíbles, exageradas y mentirosas; las ilustraciones se ocupan de abrir la lectura hacia una mayor ambigüedad; de este modo las imágenes "mienten" y "exageran" aún más que las palabras. Así sucede con aquel puente que el abuelo dice haber levantado sobre el río para encontrarse con Lili, y que en la ilustración logra desafiar las leyes de la física con sus enclenques varas sosteniendo al niño que marcha seguro sobre él. Si las palabras nos dicen que el abuelo durmió durante veintisiete días y noches, y que durante el sueño realizó un viaje por el mundo; las imágenes nos lo muestran literalmente surcando el cielo de una gran ciudad en pijama, sobre una cama voladora. En las palabras del abuelo todo es posible, como llenar cajones con agua o bajar a un restaurante con el hombre de las nieves. Las aventuras del abuelo no buscan rezumar heroísmo, sino un humor cómplice con quien las escucha; así las alas del bosque sirven para dar una vuelta por los alrededores, y luego son regresadas a su lugar en la hierba; los puentes son construidos para halagar a una niña con un caramelo; y la mayor hazaña de un paracaidista durante la guerra consiste en regresar a casa y caer exactamente sobre su mecedora. Acontecimiento que en la ilustración merece un brindis con una taza de té.
El niño nos invita a creer en sus palabras, así como él cree en las de su abuelo. Al final del libro todo parece indicarnos que el abuelo ya no está; la habitación en la ilustración ha sido despojada de sus objetos personales, el niño está solo con un dedo en sus labios, haciéndonos partícipes de su secreto. La ventana está abierta y la mecedora vacía. Pero en las tablas del piso se proyectan dos sombras: la del niño y la de su abuelo con el brazo extendido contándole nuevas historias.
Marcela Carranza (garrik@fibertel.com.ar) es maestra, Licenciada en Letras de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), y Magíster en Libros y Literatura para Niños y Jóvenes (Universidad Autónoma de Barcelona-Banco del Libro de Venezuela-Fundación Germán Sánchez Ruipérez). Como miembro de CEDILIJ (Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil) formó parte de la coordinación del programa de bibliotecas ambulantes "Bibliotecas a los Cuatro Vientos" y del equipo Interdisciplinario de Evaluación y Selección de Libros. Publicó artículos en revistas y participó como expositora en congresos de la especialidad. Actualmente se desempeña como coordinadora de talleres en el área de la literatura infantil y juvenil en la Escuela de Capacitación Docente (CePA), de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y profesora tutora en el Postítulo de "Literatura Infantil y Juvenil" de la misma institución.
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