Dos cuentos inéditos de Marina Colasanti

«Llegó al sueño despavorida. Y más despavorida quedó al ver al lobo encogido sobre una piedra, con el rabo entre las piernas y las orejas caídas, mientras el corderito erizado le gruñía entre los pequeños dientes amarillos. Presentamos «El lobo y el cordero en el sueño de la niña» y «Un amigo para siempre», dos relatos inéditos de la escritora Marina Colasanti, traducidos por la escritora argentina María Teresa Andruetto.

Presentamos «El lobo y el cordero en el sueño de la niña» y «Un amigo para siempre», dos relatos inéditos de la escritora Marina Colasanti, traducidos por la escritora argentina María Teresa Andruetto. Imaginaria agradece a ambas autoras su gentileza y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


El lobo y el cordero en el sueño de la niña

Había una vez un lobo.

Había una vez una niña que tenía miedo al lobo.

El lobo vivía en el sueño de la niña.

Cuando la niña decía que no quería ir a dormir porque tenía miedo al lobo, la madre respondía:

-Tonterías, hija, los sueños son sueños. Ese lobo no existe.

Ella estaba todavía intentando convencerse cuando, al espiar tras los árboles del sueño para ver si el lobo andaba ahí despierto, se topó con un corderito. Era blanco y enrulado, como todos los corderitos de sueño.

-Qué bueno que también estés viviendo aquí -dijo ella.

Y se hicieron amigos.

Pasado algún tiempo, sin embargo, cierto día en que el corderito pastaba margaritas, llevando a la niña en la otra punta de la cinta que ella le había puesto en el cuello, apareció el lobo.

-Los sueños son sueños -pensó la niña para tranquilizarse.

Y repitió las palabras de la madre:

-Ese lobo no existe.

Asustado, el corderito temblaba con la boca llena de flores.

-Si el lobo no existe -pensó la niña- el corderito tampoco.

Y a ella le gustaba tanto el corderito…

Entonces, tomó rápidamente al amigo por el cuello, afirmó los pies en el suelo. Y esperó al lobo.

En eso sonó el despertador y ella recordó que tenía que ir al colegio.

Estuvo todo el día preocupada por haber dejado al cordero solo con el lobo.

Por la noche, apenas terminó de cenar, le dio un beso a su madre y fue corriendo a dormir para socorrerlo.

Llegó al sueño despavorida. Y más despavorida quedó al ver al lobo encogido sobre una piedra, con el rabo entre las piernas y las orejas caídas, mientras el corderito erizado le gruñía entre los pequeños dientes amarillos.

La niña nunca había visto un cordero feroz.

El lobo tampoco.

Ni siquiera el cordero sabía de su odio. Gruñía y avanzaba hacia el lobo, hundiendo las pezuñas en la cubierta del sueño.

De susto, la niña despertó.

-Ahora -pensó en la seguridad de la cama-, voy a tener dos miedos de ir a dormir. Del lobo. Y del cordero.

Pero, por la noche, la madre no quiso escuchar historias. A las ocho, a la cama. La niña hizo todo para no pegar el sueño. Pensó incluso que sería bueno poder, por lo menos por una vez, ir a pasar la noche en el sueño de alguna amiga.

Pero, por más que se esforzó, tuvo, de repente, la impresión de ver un cordero saltar una cerca, después otro. Y al contar el tercer cordero, ¡cataplum! Fue ella la que saltó dentro del sueño.

Todo quieto, silencio.

El corderito no fue a recibirla. El lobo estaba escondido en algún repliegue de aquel manso dormir.

-¿Pero dónde quedarse? -pensó la niña-. Si camino sobre el pasto, el corderito es capaz de brincarme encima. Si voy hacia el bosque, el lobo me come.

Rápido trepó a un árbol. Eligió una rama, se sentó. No era muy confortable. La posición le dolía aquí y allí. Intentó otra, se recostó en el tronco. Pero era duro y le lastimaba la espalda. Y todavía encima, las hormigas, que ella no había visto, llegaban ahora a escalar sus piernas.

Gira y gira, mece y mece, la noche fue pasando, incómoda, dura, llena de asperezas. Y áspera fue quedando también la niña por dentro. Áspera e hinchada. Hinchada de rabia.

Hasta que, como si percibiese que allá afuera del sueño ya despuntaba el día, dio un salto hasta el suelo. Y, manitos en la cintura, gritó bien fuerte:

-¡Este sueño es mííííoooooooo!

Tan fuerte, que despertó.

Todavía faltaba tiempo para que sonara el despertador. Pero desde esa vez, la niña descubrió que iría a la escuela sin prisa, sin aflicción ninguna. Y por la noche, se acostaría a la hora que le pareciera, sin miedo. Sin tener que subirse a los árboles. Porque, al final, aquel sueño era suyo. Y, de ahora en adelante, ella era la que iba a mandar, y echar lobos y corderos de sus lugares. Y si era preciso, una que otra vez, daría unos buenos gruñidos y mostraría los dientes.

© Marina Colasanti


Un amigo para siempre

Esta es una historia real. La historia de Luandino Vieira, escritor de Angola que luchó por la independencia de su país. Pero es una historia tan linda que a mí me gustaría haberla inventado.

Porque pensaba diferente de los que gobernaban su país, aquel hombre estaba preso.

Permanecía solo en una celda. Una vez por día iban a buscarlo y lo llevaban a tomar sol. Era importante que tomara sol, para no morir. Los que lo tenían preso no querían que muriese.

Allá afuera había una especie de gran jardín rodeado de muros altos, y vigilado. En verdad, no era un jardín, porque no tenía canteros. Pero era, sí, un jardín en el pensamiento del hombre, porque tenía flores, los árboles diseñaban manchas de sombra en el suelo, y había pájaros.

Todos los días, entonces, el hombre recogía la felicidad que era capaz de conseguir, y esperaba la hora de la salida. Estaba siempre sonriendo el alma que atravesaba la puerta mayor, y penetraba en la luz. El rostro no, no sonreía, porque no quería que sus carceleros lo supieran.

Al comienzo, cuando salía, llevaba un libro, para quedarse leyendo acostado sobre la hierba, en aquel que era su pasatiempo. Después descubrió que el libro era innecesario porque aunque estaba abierto ante sí, él no lo leía; su mirada prefería posarse sobre las hojas, los tallos de hierba, las nubes, verde y azul que le hacían tanta falta al monótono ceniza del cielo.

A partir de entonces, comenzó a llevar un pedazo de pan. El pan sí era importante para aprovechar mejor aquella hora. Se echaba un pedazo en la boca y se quedaba masticando, masticando. Primero era el gusto mismo del pan. Después, con la saliva, iba volviéndose gusto a trigo y, echado al sol, los ojos cerrados, el hombre podía imaginarse en un trigal, con algún agua cercana, de fuente o de arroyo, que manaba traslúcida y en la cual se mojaría la cara cuando tuviera ganas.

Fue a causa del pan que un pajarito llegó más cerca. No mucho, claro. Pero un poco más que los otros. Lo suficiente como para que el hombre reparara en él y empezara a observarlo con atención.

Quería las migas. Tenía una cabecita delicada y redonda que inclinaba hacia un costado como si pensase cosas importantes. Y tal vez las pensase… Los ojos también eran redondos, tan brillantes como duros. Y duro era ciertamente el pico con el que picoteaba el suelo sin descuidar la peligrosa proximidad del hombre.

«Es», pensó el hombre, «un pajarito valiente». Y esparció las migas sobre el césped, retirándose algunos pasos para que él pudiera ir a buscarlas.

Al día siguiente, apenas si recordaba al pajarito. Sin embargo nuevamente, en cuanto partía pedazos de pan para llevárselos a la boca, él se destacó entre los demás y se aproximó saltando, pronto a volar al menor peligro, aunque arriesgándose un poco más. Y nuevamente el hombre premió con migas su coraje.

Así comenzaron a entenderse. Y a partir de entonces el hombre descubrió que la alegría de salir se juntaba con otra, la alegría de un encuentro.

Ahora, cada vez que atravesaba la puerta mayor para zambullirse al sol, se preguntaba si el pajarito estaría allí, esperándolo. Y siempre estaba.

Durante semanas, el hombre tuvo el cuidado de mantenerse quieto, casi inmóvil, cuando el pajarito se aproximaba. Después, moviéndose muy despacio, con gestos idénticos, dejaba caer las migas y retrocedía unos pasos. Siempre del mismo modo, para que el otro comprendiese que él no representaba riesgos.

Y el pajarito llegaba, daba pequeños saltos, se detenía, volvía a saltar. Hasta llegar a picotear las migas, siempre atento a las actitudes del hombre.

Ese era el modo que tenían de conversar. Y para el hombre, que no hablaba con nadie, era una larga conversación.

Un día, retrocedió un paso menos. El pajarito vaciló pero se acercó.

Descubriendo que había hecho una conquista, el hombre le dio tiempo a su pequeño amigo para que se acostumbrase.

Después de muchos días, nuevamente acortó la distancia.

Y el pajarito se acercó.

Una alegría mayor afloró en el pecho del hombre. Sabía que era cuestión de tiempo y paciencia.

Y él tenía mucho de ambas.

Poco a poco, sin hacer nada que pudiera asustarlo, fue llevando al pajarito hacia sí. Retrocedía un poco menos. Dejaba caer las migas en dos tandas, contando con que, comidas las primeras y viendo otras tan a su alcance, el pajarito se aproximara más.

En ese juego se pasaron meses. Y es probable que el corazón del pajarito ya no palpitara más rápido el día en que fue a buscar sus migas en medio de aquellos zapatos oscuros. Pero el del hombre palpitó.

Faltaba mucho todavía. Porque la distancia entre los zapatos y la mano era tal vez más difícil de superar que los metros de hierba que ya habían sido vencidos. Pero el tiempo no parecía tener límites. Y la paciencia se hacía más grande a medida que aumentaba el amor.

Así se fueron los meses. Algunos. Muchos, tal vez.

Y, de murmullo en murmullo, se difundió en la prisión que aquel hombre había domesticado a un pajarito. Y que todos los días, cuando cruzaba la puerta mayor, llegaba el amigo entre cantos y batir de alas, a comer en su mano.

Pronto, los hombres de las otras celdas quisieron ver. Algunos se quedaron mirando por las ventanas, entre las rejas. Otros, que salían con él, empezaron a acompañarlo en su paseo por el jardín. Y todos llegaban y comprobaban: había un pajarito que confiaba en un hombre y le hacía fiestas, y se posaba en sus dedos para comer migas en la palma abierta.

Otros intentaron hacer la misma cosa, deseosos también de tener amigos. Pero a pesar del deseo y de las migas, ninguno lo consiguió. Entonces aquel único pajarito, que sólo reparaba en aquel hombre, se volvió un poco el pajarito de todos.

Y fue tal vez por eso que, pese a que una luz de victoria ascendió a los ojos de todos ellos, ninguno hizo un gesto ni soltó una exclamación el día que el hombre tomó una miga entre los dientes y el pajarito fue a buscar la comida en su sonrisa.

Pasó el verano. Llegó el invierno. Pero el invierno no era riguroso en aquel país, había flores, los pájaros no migraban.

De ahí el espanto del hombre el día en que el amigo no fue a buscarlo a la entrada del jardín. No lo vio buscarlo, ni apareció ante sí. Por primera vez. Y la hora que tenía para ser feliz se extendió dilatada entre los árboles.

Al día siguiente, una punta de angustia hirió al hombre en su celda, mientras esperaba salir. Caminando hacia la puerta mayor, intentó escuchar a lo lejos el canto de aquel pájaro, pero algo le decía que, además del sol, nada lo esperaba tras los pesados portales.

El pajarito no fue aquel día. Ni al otro. Ni otro cualquiera.

Al comienzo, el hombre quiso inventar justificaciones. Pensó que había sido cazado, o que había partido a hacer nido. Pensó que habría encontrado migas más suculentas o familiares.

Pensó en cosas así, que disminuyesen su tristeza por la pérdida del amigo.

Sólo después, cuando ella fue disminuyendo, él pensó en cosas más simples. Que el pajarito había seguido su destino fuera cual fuese. Un destino que lo llevaba lejos de ahí. Como el de él, alguna vez, también lo llevaría, lejos de aquel jardín, para siempre lejos de aquellos muros.

© Marina Colasanti


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12 comentarios sobre “Dos cuentos inéditos de Marina Colasanti”

  1. María Alicia Esain dice:

    ¡Felicitaciones por traer a esta autora extrordinaria!!


  2. Eduardo Ayala dice:

    Leo a la señora Colasanti desde hace varios años. Todos sus cuentos me llenan de alegría.Considero que estas historias alcanzan sin dificultad las más sensibles fibras de sus lectores. Esimportante que esta clase de lecturas y cuentos se transmita entre los niños, para que aprendan, los valores que los sostendran durante toda la vida.


  3. verónica dice:

    Marina Colasanti rescata el cuento maravilloso con sus luces y sus sombras, con sus matices, su belleza y su necesaria crueldad. Nos salva de las mutilaciones de los que «protegen» a los niños del «mal», la «vilonecia» y los «disvalores» (que cunden por todas partes y a los que hay que conocer, para crar anticuerpos). Su literatura es belleza, recato, sugerencia


  4. Vilma dice:

    Muchas gracias por traernos la voz literaria de Marina Colasanti en la voz traductora de María Teresa Andruetto para seguir descubriendo autoras y autores que estando cerca a veces son inalcanzables.


  5. vanessa dice:

    ambos cuentos son muy bellos. el primero ¨el lobo… ¨ es muy importante en los niños y adulto ¿porque no? afianzar el autoestima saber que yo puedo en el segundo recordemos siempre donde se cierran puertas hay otras esperando ser abiertas
    el prestijio de ambas autora esta a la vista que es mérito propio gracias por tan bellos minutos compartidos


  6. maria lilia rogel gómez dice:

    ambos cuentos me encantaron, el primero porque habla mucho de los miedos que pueden tener los niños… aún dentro de los sueños pero sobre todo el desenlace donde la niña es capaz de darse cuenta que ella puede crear sus propios monstruos y cómo salir de ahí en el momento que ella se decide. fue realmente fantastico. y el segundo porque me remite a esa necesidad imperiosa de querer la cercanía, el apoyo o la confianza en ese otro ser a pesar de cualquier condición adversa y el cómo se interrelaciona con la naturaleza para darle colo a su vida.
    Creo que por primera vez escucho… leo algo diferente a «el perro es el mejor amigo del hombre»-
    gracias por compartirnos tanta belleza literaria. su amiga lilia rogel desde Cuernavaca, Mor. México


  7. ALICIA dice:

    Me encantó!!y me hizo acordar a la parte del Principito y el zorro…MARAVILLOSO!!Gracias!


  8. EPULADAUG dice:

    AMBOS CUENTOS SON MARAVILLOSOS.


  9. elvira dice:

    me gustan sus cuentos


  10. jesus dice:

    me encantaron sus cuentos son maravillosos


  11. elvira dice:

    me encanto el cuento de la tejedora es el unico que e leido pero estoy segura que todos los cuentos de esa maravillosa escritora estan maravillosos ese cuento me encanto por que trai muchos sentimientos muy especiales y po que tray un mensaje my especial para mi me da entender que ers mejor estar sola que acompañada de una persona que solo te quiere por intere


  12. ximena dice:

    esos cuentos son super buenos y otengo un libro de ella que tiene 16 cuyentos y son buenisimos