125 | FICCIONES | 31 de marzo de 2004

Los negocios del señor Gato

por Gianni Rodari
Ilustraciones de Montse Ginesta

Ilustración de Montse GinestaUna vez, un gato decidió hacerse rico. Tenía tres tíos y fue a verlos, uno tras otro, para pedirles consejo.

—Podrías ser ladrón —le dijo el tío Primero—. Para enriquecerse fácilmente no hay nada más seguro.

—Soy demasiado honrado para eso.

—¡Y qué más da! Entre los ladrones hay muchas personas honradas, y entre las personas honradas hay muchos ladrones. Tú saca tajada, que de noche todos los gatos son pardos.

—Lo pensaré —dijo el gato.

—Podrías ser cantante —dijo el tío Segundo—. Para ser rico y famoso sin esfuerzo no hay nada más fácil.

—Pero tengo una voz horrible.

—¡Y qué más da! Muchos cantantes cantan como borricos y se convierten en nuevos ricos. ¡Anda! ¡Esta sí que es buena! Espera, que me la apunto. Bueno, ¿te has decidido?

—Lo pensaré —dijo el gato.

El tío Tercero le dijo:

—Dedícate a los negocios. Pon una tienda, y la gente hará cola para gastarse el dinero.

—¿Y qué podría vender?

—Pianos, frigoríficos, locomotoras...

Ilustración de Montse Ginesta—Pesan demasiado.

—Guantes de señora.

—Entonces, perdería la clientela masculina.

—Ya está: pon un estanco en Capri. Es una isla maravillosa. Hace buen tiempo todo el año. Hay muchos turistas y todos compran por lo menos una postal y un sello para mandarla.

—Lo pensaré —dijo el gato.

Lo pensó siete días y, al final, decidió poner una tienda de alimentación.

Alquiló un local en la planta baja de una casa nueva y dispuso el mostrador, los estantes, la caja y la cajera. Después, para no tener que pagar al pintor, pintó él mismo el letrero:

Se venden ratones en lata

—¡Qué maravilla! —dijo la cajera, que era una gatita en su primer empleo—. Ratones enlatados. Es una idea genial.

Ilustración de Montse Ginesta—Si no fuese genial, no se me habría ocurrido a mí.

En un cartel más pequeño escribió:

Un abrelatas gratis
por la compra de 3 latas

A la cajera le pareció que su jefe tenía una letra preciosa.

—Yo soy así —dijo el gato—. Sólo sé escribir a la perfección. No sería capaz de cometer un error ni aunque me aplastasen la cola.

—Pero —dijo la cajera —¿dónde están las latas?

—Llegarán, llegarán. No se ganó Zamora en una hora.

—Y, si entra gente a comprar, ¿qué hago?

—Anotar los encargos en esta hoja. Tomar nota también de la dirección, y decir que se hacen envíos a domicilio.

—Señor Gato —dijo la cajera—. ¿tiene ya un recadero? Porque yo, con su permiso, tengo un hermano...

—Dígale que venga a prueba una semana. Su sueldo será de dos latas al día.

—¿Y el mío?

—A usted le daré tres.

—¿Con el abrelatas?

—Le daré un abrelatas en Navidad; otro, en Semana Santa, y otro, el día de mi cumpleaños.

La cajera pensó que su jefe era muy generoso.

Al día siguiente llegaron las latas.

—Señor Gato —dijo la cajera—, están todas vacías.

—Están como tienen que estar. Ya me encargo yo de los ratones. Mientras tanto, encárguese usted de pegar las etiquetas. Y que le ayude su hermano.

El hermano de la cajera era un gatito de pocos meses que se divertía un montón correteando por la tienda con la cabeza metida en una lata.

—Estáte quieto —dijo el señor Gato—, que me voy a enfadar.

Las etiquetas eran de papel brillante, de colores. En ellas aparecía un ratón guiñando el ojo y, debajo, la siguiente inscripción:

RATONES EN LATA
DE CALIDAD SUPERIOR
REÚNA LOS PUNTOS
RECHACE IMITACIONES

—¡Pero bueno! —dijo la cajera—. ¿Todavía no están los ratones en las latas y ya existen imitaciones? ¿Y que llevan? ¿Topos, hámsters?

—Está claro que, de momento, no hay imitaciones —le explicó el señor Gato—, pero las habrá cuando el negocio esté en marcha. Si luego no las hay, pues tanto gusto. Los clientes pensarán: mira, mira, hacen imitaciones; luego debe de ser un producto superior.

—¿Y será realmente superior?

—Será extraordinario. Un bombazo.

La cajera suspiró. ¡Qué inteligente era su jefe! Verdaderamente, tenía olfato para los negocios. Además, todavía no se había casado.

El hermano de la cajera se había pegado una etiqueta en la nariz y no conseguía despegársela.

—No seas torpe —dijo la cajera en tono severo—. ¿Quieres que te despidan el primer día? Le ruego que tenga paciencia, señor Gato; todavía no sabe lo que significa ganarse los ratones en lata.

—Confío en usted —dijo el señor Gato—; encárguese de la tienda. Yo me voy en busca de la materia prima.

La cajera lo siguió con una mirada lánguida mientras se alejaba. Pensaba que su jefe era realmente un gato apuesto, con unos bigotes de auténtico comerciante de éxito. ¡Qué porte! ¡Qué mirada!

«Un comerciante —pensó— no es un caballero, pero casi. Y además, no me gustan los caballeros, porque generalmente están ya casados.»

 

El señor Gato encontró el primer ratón en el sótano, escondido detrás de un montón de carbón.

—Buenos días —dijo el gato.

—No sé —contestó el ratón.

—Perdone, pero ¿qué manera es ésa de contestar?

—No sé si será un buen día o no. Los gatos suelen darme mala espina.

Ilustración de Montse Ginesta—Hoy será un día grandioso —afirmó el gato—; es más: un día histórico. Tendrá usted el honor de ser el primer ratón enlatado del planeta. ¿Qué le parece?

—No sé —repitió el ratón.

—Usted no sabe nunca nada —dijo el gato, irritado—. Venga, dé un saltito; entre en esta lata de colores tan bonita y verá.

—¿Qué veré?

—Verá que tengo razón.

—A mí me gusta más ver los dibujos animados. Por cierto, estoy pensando que están a punto de poner unos en la televisión. Hasta luego.

El ratón se metió en su guarida y, por más que insistió el gato, no sacó ni la punta de la cola.

 

El segundo ratón se hallaba en el desván, y su ratonera estaba detrás del baúl.

—Es usted un tipo afortunado —gritó el gato de lejos en cuanto lo vio.

—No sé —dijo el ratón.

—No vale —se enfadó el gato—. Un colega suyo me ha contestado del mismo modo abajo, en el sótano. Contésteme de otra forma.

—Primero, dígame por qué soy un tipo afortunado.

—Pues porque mi compañía le ha elegido a usted para inaugurar su tienda de ratones en lata.

—Si tengo que pronunciar un discurso, no me apetece.

—Nada de discursos. Sólo tiene que entrar en esta preciosa latita. Se le venderá a su justo precio y se le valorará como se merece.

—¡Qué bonito!

—¿De veras?

—Qué pena que no pueda aceptar. Mire, me gusta la idea y reconozco que la etiqueta es preciosa, pero desgraciadamente me voy de vacaciones; ya tengo el billete para Palermo. No me gustaría perjudicar a la compañía ferroviaria anulando el viaje. Le mandaré una postal. Que siga usted bien, y saludos a su mujer.

—¡No estoy casado! —bramó el gato, fuera de sí.

—Da lo mismo; preséntele mis saludos cuando se case.

 

El tercer ratón tomaba fresco en un prado del extrarradio, pero tenía la cola metida dentro de su madriguera y, pegado a su cola, estaba su primo, preparado para tirar de él a la primera señal de peligro.

—¿Qué tal está? —preguntó el gato.

—Estoy y no estoy —contestó el ratón—. Si está usted aquí, es difícil que esté yo también mucho tiempo.

—Ustedes, los ratones, siempre desconfiando —dijo el señor Gato—. Y yo que venía con las mejores intenciones...

—¿Mejores para quién?

—Pues para usted, por supuesto. ¿Sabe lo que he pensado? Que usted sería el socio ideal para mi tienda de alimentación. ¿Se anima?

—¿A qué?

—A entrar en la lata. Mire qué bonita. Venderemos ratones enlatados. Yo haré la mayor parte del trabajo, porque me encargaré de las ventas.

—Estupendo.

—Gracias.

—Estupendo.

—Gracias. Pero ¿por qué me lo ha dicho dos veces?

—Una, para el oído derecho, y otra, para el izquierdo.

—Entonces, ¿vamos?

—No

—¿Por qué?

—Porque tengo que acompañar a mi abuela a dar una vuelta en el tiovivo.

—¡Hay que ver! —gritó el señor Gato—. ¡Hay que ver cómo son ustedes, los ratones! No les importa nada los negocios; no mueven un dedo para incrementar las ventas y para que el dinero circule como es debido. Y, además, tienen abuelas que están locas y que piensan todavía en subirse en el tiovivo.

—Por supuesto, y en los columpios. Y deje a mi abuela en paz, que precisamente es muy simpática porque está medio loca. Buenos días, y recuerdos a sus gatitos.

—¡No tengo hijos! ¡No estoy casado!

—Entonces, cásese.

El ratón hizo una seña, y su primo, tirándole de la cola, lo metió en la madriguera tan de prisa, que al gato le pareció que se había esfumado en el aire como una poma de jabón.

—Magníficas operaciones, señor Gato —maulló la cajera al ver regresar a su jefe—. Ya nos han hecho ciento diecisiete pedidos. La condesa De Felinis ha encargado doscientas latas. He hecho la cuenta y tenemos que darle sesenta y seis abrelatas y medio. El medio abrelatas ¿se lo doy de la parte de la punta o del mango?

Ilustración de Montse GinestaEl señor Gato farfulló algo entre dientes.

—Mire qué bien ha trabajado mi hermano —continuó la cajera.

El gatito dependiente había colocado en el escaparate las latas formando una pirámide. Para ser sinceros, había colocado algunas al revés porque no sabía leer las palabras de la etiqueta. Pero la satisfacción del trabajo realizado brillaba en sus jóvenes bigotes.

El señor Gato dijo:

—Bueno, bueno. Por hoy es suficiente. Pueden marcharse a casa.

—¿Ha encontrado buenos ratones, señor Gato? —preguntó la cajera, cepillándose el pelo como hacen todas las cajeras antes de salir.

—Basta ya. Les pago para trabajar, no para hacer preguntas.

La cajera y su hermanito se dieron cuenta de que no era el momento de hacer más preguntas y se largaron con el rabo entre las patas.

El señor Gato, tras cerrar la tienda, fue de nuevo a pedir ayuda a su tío Tercero.

—Querido tío, los ratones se niegan a entrar en las latas y mañana tengo que entregar un importante pedido a la condesa De Felinis. ¿Qué puedo hacer?

—Hijo mío —dijo el tío—, te has olvidado de la publicidad. ¿Es que no sabes que el reclamo es el alma de los negocios?.

—Por supuesto que lo sé: he ofrecido incluso un abrelatas y puntos.

—Esa publicidad está bien para quien quiere comprar ratones en lata, pero no para los ratones.

—Es verdad; si les doy los abrelatas también a ellos, se escapan de la lata...

—La mejor publicidad para los ratones es el queso.

—¿Parmesano o gruyer?

—Parmesano, gruyer o de oveja, da lo mismo, siempre y cuando puedan excavar galerías. Cualquiera es bueno.

—¡Ya está! —exclamó el señor Gato—. Ya lo he cogido.

—Eres muy espabilado tú —afirmó el tío Tercero—. La verdad es que, en nuestra familia, todos lo son. Tu abuelo tenía siempre dos casas al mismo tiempo, y ambas con caseta, tazón de leche y plato de comida.

—Y ¿cómo lo hacía?

—De día vivía en casa de un vigilante nocturno. Por la noche, hasta la mañana siguiente, en casa de una maestra. Cuando la maestra salía para ir a la escuela, fingía acompañarla y se iba a casa del vigilante. Cuando el vigilante salía para ir al trabajo, lo acompañaba un rato y regresaba a casa de la maestra.

—Increíble. ¿Y cómo se llamaba?

—En casa de la maestra se llamaba Plumón, y en casa del vigilante, Napoleón. Nosotros lo llamábamos Multiplicado por Dos.

El señor Gato compró un queso parmesano bien grande, lo llevó al sótano y lo colocó delante de la guarida del ratón, taponando la salida. El ratón que quisiera salir tendría que pasar a través del queso.

—Me quedaré aquí con la lata —reía, burlón, el gato—, y cuando el ratón salga del queso, ¡zas!, adentro; tric, trac, se cierra la tapa y, ¡hala!, a la tienda.

Ilustración de Montse GinestaLas cosas se desarrollaron, hasta cierto punto, según lo previsto. Para salir de su guarida, el ratón tuvo que entrar en el parmesano excavando una galería. Este trabajo no le disgustaba en absoluto, porque el parmesano era auténtico, de gran calidad y estaba en su punto. Su mujer le echó una mano y royó buena parte. Sus siete hijos se divirtieron un montón excavando pequeñas galerías, propias de su edad, en todas direcciones. Digerían el queso din ninguna dificultad. Engordaban a ojos vistas.

Sin dejar de comer, el ratón reflexionaba. Hacer las dos cosas a la vez no le suponía ningún esfuerzo porque era un ratón inteligente.

«En este mundo —pensaba—, nadie te regala un queso sin pedirte nada a cambio. Es, sin duda, una grosería, pero hay que tenerlo en cuenta. Y, ante todo, debemos averiguar quién ha puesto el parmesano delate de la puerta de nuestra casa.»

Para saberlo, hizo un agujero pequeñísimo en la corteza y vio al señor gato con la lata en una mano y la tapa en la otra.

—Buenos días —dijo el ratón.

El señor Gato oyó la vocecita que salía del queso, pero no vio a nadie. Sin embargo, para no parecer maleducado, contestó al saludo, y más teniendo en cuenta que había reconocido la voz del ratón.

—Buenos días tenga usted.

—¿Qué está haciendo?

—¿No lo ve? Hago publicidad de mis latas. ¿Qué le parece?

—El queso es de excelente calidad.

—¿Ha visto? Piense entonces: si el queso es bueno, las latas serán incluso mejores. ¿Quiere usted entrar? ¿Le ayudo a salir?

—Por favor, no se moleste.

—Al contrario, es un placer...

—No, gracias. No me apetece salir.

El señor Gato se enfadó muchísimo.

—Hay que ver cómo son ustedes, los ratones. Se zampan el queso, pero no dan nada a cambio. Esto no es justo. En los negocios hay que hacer las cosas bien: yo te doy una cosa a ti y tú me das otra a mí.

—Está bien. Le dejo la corteza; así estamos en paz.

—Le denunciaré por fraude, robo e insolencia. Tendrá que responder de sus actos ante los tribunales.

—Sí, cuando las ranas críen pelo.

—No, hoy mismo.

Y, diciendo esto, el gato cogió el queso y se lo llevó rodando hacia la puerta del sótano, indiferente a los gritos de terror de los siete ratoncillos, que recibían golpes por todas partes.

—No tengáis miedo —dijo el ratón a su familia—. Este queso no será nuestra trampa ni nuestra cárcel. Será nuestra fortaleza. Vamos a ver quién es capaz de sacarnos. Calma, sangre fía y música clásica. Para animarnos, cantaremos nuestro himno.

Y él mismo, para dar ejemplo, entonó la primera estrofa:

¡Bien por los ratones que en el queso están!

¡Bien por los ratones que valientes van!

La mujer del ratón siguió a su marido y, uno tras otro, los siete ratoncillos dejaron de lloriquear y empezaron a cantar:

¡El queso de oveja está bueno, muy bien,

nos gusta el gruyer y los demás también!

El señor Gato, sin dejar de rodar el queso como una rueda de automóvil, salió del sótano y se dirigió hacia el tribunal. La gente se volvía para ver y oír.

—¡Qué raro! Un queso que canta.

—Pues claro: es parmesano. En Parma les encanta la ópera.

—Inventan todo; todo menos una cosa.

—¿Cuál?

—La forma de comer sin trabajar.

—¡Idiota! Personas que comen y no trabajan te puedo asegurar que hay más de siete.

El gato empujó el queso hasta el estrado del juez y pidió justicia:

—¡Señoría, los ratones me han robado el queso!

—La verdad —dijo el juez— que parece que el queso ha robado a los ratones.

—¡Así es, así es! —gritó el ratón, asomándose a la boca de la galería—. ¡Se trata de un secuestro, señoría! ¡Nueve personas en total! ¡Siete, menores de catorce años!

—¡Pero os habéis zampado el queso! —gritó el señor Gato.

—Nos lo hemos comido porque nos lo han ofrecido. Era un queso publicitario. Un obsequio de la casa.

—¿Es verdad? —preguntó el juez.

—Desgraciadamente —tuvo que admitir el señor Gato.

—Entonces, me como un trozo yo también —dijo el juez—. Me encanta la publicidad. Tras lo cual, ordenó que se entregue a los ratones un salvoconducto para que, con escolta, puedan regresar a su residencia sin peligro. El señor Gato pagará las costas del juicio.

«¡Pam!»

Con un golpe de mazo, el juez dio por terminado el juicio y se atusó los bigotes. Los ratones fueron escoltados hasta su casa y, durante todo el camino, no dejaron ni un momento de cantar el himno, al que había puesto música un antepasado suyo llamado Juan Sebastián.

En cambio, el señor Gato regresó a la tienda, donde la cajera le salió al encuentro diciéndole alborozada:

—La marquesa De Angoris ha encargado setecientas quince latas. Las quiere para esta noche a las ocho menos veinte. He calculado que mi hermano tendrá que hacer siete viajes para poder servir el pedido.

—¡A que soy formidable! —dijo el gatito recadero— ¡A que merezco un aumento!

Sin decir ni una palabra, el gato se subió al mostrador y se puso a meditar:

«Mira la gratitud de la gente —pensaba—. Te sacrificas, pones una tienda nueva, compras las latas, pegas las etiquetas, contratas personal, te preocupas por la clientela, y ¡qué consigues? Perder un queso y pagar las costas del juicio. Y todo porque los ratones se niegan a entender las ventajas del negocio y no se preocupan en absoluto de los problemas de la alimentación.»

«Es el fin del mundo —pensaba el señor Gato, mientras se lamía distraídamente una pata que olía todavía a parmesano—. No merece la pena pensar en el prójimo. ¡Y menos en los ratones!»

«Los ratones —pensaba el señor Gato, abandonándose a la más honda tristeza, dejando caer la cola como una bandera a media asta en un día de luto nacional— tienen una vida mezquina y sin gloria. Yo quiero darles un porvenir mejor, ponerlos en el escaparte, ante la mirada de todos. Les proporciono, a mi costa, latas, resistentes y bien cerradas, con etiquetas pintadas por un artista de primera, en las que los ratones están incluso más guapos de lo que son en realidad. Regalo abrelatas, doy puntos, pongo un precio al alcance de todos los bolsillos. Y a cambio, ellos me hacen sabotaje y sobornan al juez con el parmesano para que me condenen. Ya no hay decencia en este mundo. Ya no hay fe. Daría lo mismo si me convirtiese en un bandido.»

Por un instante, el señor Gato acarició esta posibilidad. Se veía ya como un bandido, un salteador de caminos, un pirata. Con un parche negro en el ojo izquierdo. En la cola, una bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas. Su lema:

«DONDE YO PONGO LAS PATAS,
YA NO CRECEN MÁS RATONES.»

Veía ya los titulares de los periódicos que exaltaban sus hazañas:

¡EL TERROR DE LOS SÓTANOS
ATACA DE NUEVO!
¡UN MILLÓN DE RATONES PARA
QUIEN CAPTURE AL GATO BANDIDO!
TODAS LAS COLAS DE LA CIUDAD
TIEMBLAN.

—Señor Gato —dijo la cajera en ese momento—, ¿qué hago con la condesa De Felinis y con la marquesa De Angoris?

—Señor Gato —dijo el hermano de la cajera—, para las entregas a domicilio, ¿utilizo mi triciclo, o la casa me proporciona una furgoneta?

—Señor Gato —prosiguió la cajera—, ha venido el de los impuestos. Ha mirado en la caja; ha visto que no había ni un duro y ha dicho que volverá mañana, aunque llueva.

—Señor Gato —dijo el hermano de la cajera—, puesto que no hay nada que hacer, ¿puedo ir a jugar al fútbol con mis amigos? Soy el portero de mi equipo, ¿sabe? Paro los penaltis con la cola. A lo mejor, el año que viene juego en el equipo local.

El señor Gato consideró todo. ¡Cuántas responsabilidades! La mercancía, la clientela, la cajera, los impuestos, el recadero, el equipo local...

—Amigos míos —dijo el señor Gato con decisión—: borrón y cuenta nueva. El negocio de los ratones en lata no cuaja. Quizá el proyecto es demasiado avanzado para la época. Las ideas geniales no siempre son comprendidas y apreciadas inmediatamente. También Galileo Galilei sufrió no pocas persecuciones cuando dijo que la Tierra giraba alrededor del Sol. Y por no hablar de Cristóbal Colón, al que nadie quería dar las tres carabelas cuando intentaba descubrir América. A mí me juzgará la posteridad.

—¿Sí? —dijo la cajera, que, con auténtica veneración, no perdía palabra de lo que decía.

—Ya lo tengo decidido. Basta ya de ratones en lata. Venderé veneno para ratones.

—¡Excelente idea! —suspiró la cajera.

—Si no fuese una idea excelente —dijo el señor Gato—, no se me habría ocurrido a mí. Con el veneno para ratones haremos unos negocios estupendos. Yo he nacido para estas cosas.

—¡Qué intrépido es usted! —maulló la cajera.

—¿Se harán también envíos a domicilio? —preguntó el recadero.

—Se harán.

—¿Y cómo nos pagará? Con veneno, supongo.

—Les pagaré con dinero contante y sonante.

—Entonces, tendré que aprender a contar —dijo el recadero—. Y ahora, ¡puedo ir a jugar al fútbol?

—Ve —dijo el señor Gato generosamente.

Quitó del escaparate el letrero que había y escribió en seguida otro que decía:

VENENO PARA RATONES
DE CALIDAD SUPERIOR
PUNTOS DE REGALO EN CADA CAJA
UNA CAJA GRATIS
POR LA COMPRA DE TRES

—¡Qué letra tan bonita! —admiró la cajera.

—No tiene importancia —dijo el señor Gato—. Cuando escribo a máquina lo hago aún mejor.

Ilustración de Montse Ginesta—Es usted mejor que usted mismo —dijo la gata.

—Qué le voy a hacer; soy así. Fíjese, cuando voy en coche, consigo adelantarme constantemente.

—¡Increíble! Se lo contaré a mi madre. ¿Sabe que siempre quiere que le hable de usted?

El señor Gato no dijo si lo sabía o no. Pero, al final, seguro que terminó sabiéndolo.

De hecho, el señor Gato y la gatita se casaron, y vivieron felices y contentos, peleándose de la mañana a la noche. Se arañaban la nariz, se tiraban al lomo las cajas de veneno, se perseguían blandiendo el abrelatas de forma amenazadora. Los ratones, ante tal espectáculo, se divertían a más no poder. Es más, uno de ellos se hizo su guarida en la tienda, y sus amigos, familiares y conocidos iban de visita sólo para poder asistir a las peleas de la simpática familia.

El ratón cobraba diez liras por mirar.

Todos decían que era caro, pero pagaban y miraban.

Y el ratón se hizo tan rico que se cambió el nombre y se puso el de Barón.


Portada del libroEl texto de Gianni Rodari —con traducción de Juan Carlos Fernández-Caparrós (prosa) y Emilio Pascual (versos)— y las ilustraciones de Montse Ginesta fueron extraídos, con autorización de sus editores, del libro Los negocios del señor Gato. Historias y rimas felinas, de Editorial Anaya (Madrid, 1999; colección Leer y pensar).

Imaginaria agradece a Antonio Ventura y a Pablo Cruz, de la Editorial Anaya, las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos e ilustraciones.


Foto de Montserrat GinestaMontserrat Ginesta nació en Seva (Barcelona) en 1952. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona. Es colaboradora en diversas revistas y publica en importantes editoriales españolas, europeas y norteamericanas. Además de ilustrar libros de otros, es autora de sus propias obras: los libros de la colección "Los artísticos casos de Fricandó" (Barcelona, Destino, 1992) —historias de género detectivesco inspiradas en movimientos del arte universal—, y Guía de gigantes y otros seres extraordinarios (Madrid, Anaya, 1992) entre muchas otras. Su vasta trayectoria le permitió obtener prestigiosos premios: el Crítica Serra d’Or 1982; el Premio de Ilustración de la Generalitat de Catalunya; el Lazarillo en 1987, y el Premio Nacional de Ilustración en dos oportunidades, 1988 y 1994.


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