Un encuentro con Horacio Quiroga
por Laura Devetach
Revisando fotos y viejos libros, me volví a encontrar con este señor delgado, barbudo, que a menudo vestía ropas de trabajo y botas. Su cara seria nos haría pensar que andaba siempre pateando cascotes, con alguna bronca.
Me reencontré también con el Loro Pelado, la Gamita que estuvo ciega, la Tortuga Gigante, los coaticitos, los flamencos y las rayas. Y todos me dijeron que en realidad, don Quiroga era más bueno que el pan, aunque a veces, un poco tristón.
Hasta los yacarés me dijeron eso.
¿Qué loro, qué gamita y qué yacarés?
Bueno, si no los conocen, corran a leer los Cuentos de la selva que escribió Horacio Quiroga para los niños, en 1918.
Horacio, Silvestre
Todos alguna vez creímos que un escritor duerme sentado, con anteojos, la corbata puesta y toma sorbitos de sopa de letras mientras lee un libro gordo.
No, no, no.
Si tuviéramos que contar un cuento sobre Horacio Quiroga, podríamos empezar así:
Había una vez un chico que nació en un pueblo uruguayo llamado Salto. Su segundo nombre fue Silvestre... ¿Sería por eso que anduvo siempre enamorado de la naturaleza y más tarde, concretamente, de la selva misionera?
Horacio era un inquieto y un curioso. No podía estar sin andar explorando cosas. Por eso iba mucho al taller de un artesano amigo y aprendió de todo un poco.
En esos años se puso de moda la bicicleta y él se dedicó con pasión al ciclismo. Tal es así, que cuando hizo el soñado viaje a París, que todos los escritores hacían por esos tiempos, ¡se presentó a una competencia ciclística con la camiseta de Salto! Los demás escritores iban a tertulias y al teatro y él... ¡a pedalear! Y además, no le gustó París.
También se dedicaba a la guitarra, la química y la fotografía.
Y gracias a la fotografía descubrió Misiones, porque su amigo, el poeta Leopoldo Lugones, lo incorporó como fotógrafo a un equipo que fue a recorrer las ruinas jesuíticas. Allí, Quiroga se enamoró del monte, del verde increíble y el rojo de la tierra y el sonido de la libertad de los animales. Esto fue en 1903. En 1906 compró tierras en San Ignacio y en 1909, se casó con su novia Ana María Cirés y se fue a vivir a Misiones. Allí nacieron Eglé y Darío, sus hijos y compañeros de correrías.
Al tiempo quedó viudo y aunque en su vida pasaron muchas otras cosas, éste quizá sea el momento más importante. No tuvo miedo de enfrentar ni la selva ni la crianza de sus hijos. Sabía coser y él mismo cuenta que lo que cosía con su hilo encerado, no se rompía más. Comía arroz con charque, hacía cerámica con los chicos, en un horno que él mismo construyó, y los hacía morir de risa caminando en cuatro patas.
Hecho a mano
Todo lo que Horacio (Silvestre, no se olviden) tuvo en la selva era producto de sus manos y de su ingenio: un gramófono (equivalente al centro musical de hoy) que andaba con una espina por púa. Un alambre carril que unía el monte con la meseta un poco más alta donde todavía está su casa.
¿Y cómo era su casa? Un enorme bungalow con horcones, armazón, techo y piso de madera. Tenía su canoa, cepillaba sus remos, hacía sus desinfectantes, extraía anilinas de las plantas para teñir camisas y otras ropas. En un cuento nos dice que la niña hacía sombreros de cerámica y el varoncito víboras. Él adornaba la casa con bichos disecados y maderas talladas. También ayudó y enseñó a los niños a criar animalitos en la casa. De allí salieron cuentos como "El loro pelado" e "Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre".
Más adelante Quiroga se volvió a casar y tuvo otra hija, a la que decían Pitoca. Fue ciudadano argentino y escribió muchos libros que ustedes irán leyendo a medida que crezcan. ¿Cuáles? El desierto, Los desterrados, Anaconda, Cuentos de amor, de locura y de muerte y etcétera.
Un saludo
Si bien este fragmento pertenece a un cuento que se llama "El desierto", podemos ver aquí a Quiroga y a su chiquito encarnados en los personajes.
"Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal, de uno a otro cuarto.
¡Buen día, piapiá!
¡Buen día, hijito querido!
Buen día, piapiacito adorado.
Buen día, corderito sin mancha.
Buen día, ratoncito sin cola.
¡Coaticito mío!
¡Piapiá tatucito!
¡Carita de gato!
¡Colita de víbora!"
¿No les parece un hermoso despertar? ¿Cómo les dicen ustedes a sus papás? ¿Y ellos, cómo les dicen a ustedes?
Artículo publicado en la revista Humi N° 17 (Buenos Aires, mayo de 1983) y reproducido con autorización de la autora.
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Links: Cuentos de Horacio Quiroga en Internet
Miscelánea: Quiroga x 81. 3ª Muestra Nacional del Foro de Ilustradores de Argentina