52 | FICCIONES | 30 de mayo de 2001

Los días del Venado

por Liliana Bodoc

Portada de "Los días del venado"Presentación:
Los días del Venado, un libro para llevarse a la isla
por Roberto Sotelo

Dentro del alicaído panorama editorial argentino, la literatura infantil y juvenil goza de una particular vitalidad. Si bien quienes estamos inmersos en ese mundillo —escritores, ilustradores, bibliotecarios, docentes y mediadores en general—, siempre aspiramos a una mayor producción y difusión, encontramos que la oferta de libros para el público menudo es importante dentro de la grave crisis que padecemos en la actual coyuntura.

Está en nosotros, los mediadores, contribuir a que esos libros editados permanezcan poco tiempo en los depósitos y estanterías y se encuentren al fin con sus destinatarios naturales, los lectores infantiles y juveniles.

Como buenos pescadores de alimento espiritual, los que nos dedicamos a animar a la lectura, siempre buscamos "la mejor pieza" cuando arrojamos la red en ese banco de peces de papel que son los libros. Queremos encontrar "el libro" entre todos los que leemos. Un libro que nos lleve a desear profundamente recomendarlo a quienes nos rodean; o que nos impulse a leerlo en voz alta para que otros también caigan atrapados por el encanto que nos maravilló. Deseamos que disfruten lo que nosotros disfrutamos. Es esa nuestra intención, aunque no sepamos si obtendremos el éxito; si se producirá el encuentro entre el libro recomendado y el nuevo lector. Aún con esa incertidumbre siempre lo intentaremos; una y mil veces.

En ese catálogo de libros para recomendar, que iremos formando en nuestra mente, habrá algunos que serán los favoritos; sólo unos pocos en una inmensidad de títulos. Libros para los que no necesitaremos demasiados argumentos que justifiquen una recomendación. Sólo la confianza que nos genera aquello que impactó nuestra sensibilidad y que fomentó nuestro gozo.

A quien escribe estas líneas, con varios años de lecturas y recomendaciones —por suerte muy fusionadas entre el placer y el trabajo profesional—, no le cabe ninguna duda en incluir a Los días del Venado en esa pequeña lista de libros preferidos. Es más, siempre le costó responder a esa sencilla y vieja formulación de "¿Qué libros se llevaría a una isla desierta?" Desde ahora, Los días del Venado ya tiene un lugar en la mochila.

Una buena historia y calidad literaria se conjugan en la obra de Liliana Bodoc para dar como resultado un libro exquisito. Al llegar a su última página, se siente lo mismo que nos impide abandonar la butaca del cine cuando aparecen los títulos finales de una película que nos deslumbró.

No diremos mucho más, simplemente que ojalá disfruten con la lectura de los cuatro primeros capítulos de Los días del Venado, que reproducimos gracias a la gentileza del Grupo Editorial Norma. El comentario crítico de la obra, que preparó la especialista Nora Lía Sormani para la revista La Mancha, puede leerse en la sección "Libros"; para quienes deseen saber algo más sobre su autora —la escritora mendocina Liliana Bodoc—, en la sección "Links" reproducimos fragmentos de la entrevista que le realizó María Malusardi para la revista Nueva, y también indicamos la dirección para poder encontrarla en forma completa en la página web de Nueva. También, en "Eventos", brindamos la información sobre el "Premio Fundación el Libro 2001 para el Mejor Libro de Literatura Juvenil" con el que fuera distinguida la novela en la reciente Feria del Libro de Buenos Aires.

Roberto Sotelo

Textos extraídos, con autorización de sus editores, del libro Los días del Venado, de Liliana Bodoc (Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2001; colección Otros Mundos). Imaginaria agradece a Antonio Santa Ana, del Grupo Editorial Norma, las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


Los días del Venado

por Liliana Bodoc

Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo del eco del recuerdo. Ningún vestigio sobre estos sucesos ha conseguido permanecer. Y aun cuando pudieran adentrarse en cuevas sepultadas bajo nuevas civilizaciones, nada encontrarían.

Lo que voy a relatar sucedió en un tiempo lejanísimo; cuando los continentes tenían otra forma y los ríos tenían otro curso. Entonces, las horas de las Criaturas pasaban lentas, los Brujos de la Tierra recorrían las montañas Maduinas buscando hierbas salutíferas, y todavía resultaba sencillo ver a los lulus, en las largas noches de las islas del sur, bailando alrededor de sus colas.

He venido a dejar memoria de una grande y terrible batalla. Acaso una de las más grandes y terribles que se libraron contra las fuerzas del Odio Eterno. Y fue cuando una Edad terminaba y otra, funesta, se extendía hasta los últimos refugios.

El Odio Eterno rondaba fuera de los límites de la Realidad buscando una forma, una sustancia tangible que le permitiera existir en el mundo de las Criaturas. Andaba al acecho de una herida por donde introducirse, pero ninguna imperfección de las Criaturas era grieta suficiente para darle paso.

Sin embargo, como en las eternidades todo sucede, hubo una desobediencia que fue herida, imperfección y grieta suficiente.

Todo comenzó cuando la Muerte, desobedeciendo el mandato de no engendrar jamás otros seres, hizo una criatura de su propia sustancia. Y fue su hijo, y lo amó. En ese vástago feroz, nacido contra las Grandes Leyes, el Odio Eterno encontró voz y sombra en este mundo.

Sigilosa, en la cima de un monte olvidado de las Tierras Antiguas, la Muerte brotó en un hijo al que llamó Misáianes. Primero fue una emanación que su madre incubó entre los dientes, después fue un latido viscoso. Después graznó y aulló. Después rió, y hasta la propia Muerte tuvo miedo. Después se emplumó para volar contra la luz.

Los vasallos de Misáianes fueron innumerables. Seres de todas las especies se doblegaron ante su solo aliento y acataron su voz. Pero también seres de todas las especies lo combatieron. Así, la guerra se arrastró hasta cada bosque, cada río y cada aldea.

Cuando las fuerzas de Misáianes atravesaron el mar que las separaba de las Tierras Fértiles, la Magia y las Criaturas se unieron para enfrentarlas. Estos son los hechos que ahora narraré, en lenguas humanas, detalladamente.


Parte 1

Vuelven las lluvias

-Será mañana -canturreó Vieja Kush cuando escuchó el ruido de los primeros truenos. Dejó a un costado el hilado en el que trabajaba y se acercó hasta la ventana para mirar el bosque. No sentía ninguna inquietud, porque en su casa todo estaba debidamente dispuesto.

Días atrás, su hijo y sus nietos varones habían terminado de recubrir el techo con brea de pino. La casa tenía su provisión de harinas dulces y amargas, y su montaña de calabazas. Los cestos estaban colmados de frutos secos y semillas. En el leñero había troncos para arder todo un invierno. Además, ella y las niñas habían tejido buenas mantas de lana que, ahora mismo, eran un arduo trabajo de colores apilado en un rincón.

Como había sucedido en todos los inviernos recordados, regresaba a la tierra de los husihuilkes otra larga temporada de lluvias. Venía del sur y del lado del mar arrastrada por un viento que extendía cielos espesos sobre Los Confines, y allí los dejaba para que se cansaran de llover.

La temporada comenzaba con lloviznas espaciadas que los pájaros miraban caer desde la boca del nido; las liebres, desde la entrada de sus madrigueras y la gente de Los Confines, desde sus casas de techo bajo. Para cuando las aguas se descargaban, ningún ser viviente estaba fuera de su refugio. La guarida del puma, las raposeras, los nidos de los árboles y los de la cima de las montañas, las cuevas subterráneas, las rendijas del cubil, las gusaneras, las casas de los husihuilkes, todo había sido hábilmente protegido según una herencia de saberes que enseñaba a aprovechar los bienes del bosque y los del mar. En Los Confines, las Criaturas afrontaban lluvias y vientos con mañas casi tan antiguas como el viento y la lluvia.

-Será mañana que empezarán las aguas -repitió Kush. Y enseguida se puso a tararear entre dientes una canción de despedida. Kuy-Kuyen y Wilkilén fueron hasta el calorcito de la revieja.

-Vuelve a empezar, vuelve a empezar con nosotras - pidió la mayor de sus nietas.

Kush abrazó a las niñas, las atrajo hacia sí, y juntas recomenzaron la canción que entonaban los husihuilkes antes de cada temporada de lluvia. Cantó la voz cálida y quebrada de la raza del sur; cantó sin imaginar que pronto se harían al mar los que traían el final de ese tiempo de bienaventuranza.

Ellas cantaban esperando a los hombres que de un momento a otro aparecerían por el camino del bosque con las últimas provisiones. Vieja Kush y Kuy-Kuyen lo hacían al unísono, sin equivocarse jamás. Wilkilén, que sólo llevaba vividas cinco temporadas de lluvia, llegaba un poco tarde a las palabras. Entonces levantaba hacia su abuela una mirada grave, como prometiendo algo mejor para la próxima vez. Las husihuilkes cantaban hasta pronto...

Hasta pronto, venado.
¡Corre, escóndete!
Mosca azul vuela lejos
porque la lluvia viene.
Padre Halcón protege
a tus pichones.
Buenos amigos, bosque amado,
volveremos a vernos
cuando el sol retorne a nuestra casa.

Los tres rostros que miraban desde la casa eran de colores oscuros en el cabello, la piel y los ojos.

La raza husihuilke se había forjado en la guerra. De allí la dureza de sus hombres; y de las largas esperas, los esmeros de sus mujeres. Los corales del mar enhebrados en las trenzas, engarzados en brazaletes y collares o ceñidos a la frente, eran el único bien que realzaba las vestiduras de las mujeres husihuilkes: túnicas claras que bajaban de las rodillas, sandalias y, según la estación, mantos de hilo o de lanas abrigadoras. Así lucían ahora la abuela y sus dos nietas, generosas en la belleza de su raza.

-¡Los lulus, allí están los lulus! -gritó Wilkilén-. ¡Vieja Kush, mira los lulus!

-¿Adónde los ves tú, Wilkilén? -preguntó su abuela.

-¡Allí, allí! -y señalaba con precisión un gran nogal que crecía a mitad de camino, entre la casa y el bosque.

Kush miró. En verdad, dos colas luminosas se enroscaban y se desenroscaban al tronco, como pidiendo atención. Una era de color rojo y otra era apenas amarilla. El color indicaba el tiempo de vida de los lulus, más viejos mientras más blanca la luz de sus colas.

La anciana husihuilke no se sorprendió. Los lulus venían en busca de tortas de miel y calabaza, igual que cada atardecer de la buena estación desde el día de la muerte de Shampalwe. Kush puso dos tortas tiernas en una cesta, salió sola de la casa y tomó el camino del nogal para dejárselas allí y regresar. Ellos nunca le hablaban, no lo habían hecho en los cinco años que llevaban sus visitas.

Los lulus no hacían amistad con los hombres y siempre que les era posible, huían de su presencia. En esas ocasiones abandonaban la posición erguida y corrían, veloces, sobre sus cuatro patas. Pero si eran sorprendidos en medio del bosque, los lulus permanecían inmóviles, con la cabeza agachada y las pezuñas agarradas a la tierra, hasta que el hombre se alejaba. Sin embargo, y a pesar de la mala amistad, fueron los lulus los que trajeron a Shampalwe hasta la casa, ya casi muerta por la mordedura de una serpiente, y la depositaron suavemente junto al nogal. Esa fue la primera vez que Kush vio de cerca los ojos de un lulu. "No pudimos hacer más por ella", así le habían dicho esos ojos. Ahora Vieja Kush marchaba a enfrentar una mirada parecida.

La revieja había depositado la cesta en el suelo y se disponía a volver con las niñas cuando el soplido de uno de los lulus la detuvo. Se rehizo del asombro y giró de inmediato, temiendo un ataque. En cambio, se encontró con los ojos del lulu de cola amarilla. La miraba igual que aquel lulu la había mirado el día en que murió Shampalwe. Kush supo que se avecinaba otro dolor, y lo enfrentó con la serenidad aprendida de su pueblo.

-¿Y ahora qué sucederá? -preguntó.

El lulu se quedó en silencio. Sus grandes ojos llenos de presagios.

-Háblame, hermano lulu -rogó Kush-. Dime lo que sabes. Tal vez podamos remediar algo todavía.

Pero el lulu giró hacia el bosque y se alejó de allí en cuatro patas. El más joven, ajeno a la preocupación, no se resignó a malograr el festín. Sacó las tortas de la cesta y, recién entonces, corrió tras su compañero.

Kush desanduvo muy despacio el trecho que la separaba de la casa. Mientras regresaba, le pasó por el alma ensombrecida, todo enterito, aquel día lejano en que murió Shampalwe y nació Wilkilén.

Shampalwe se había desposado con Dulkancellin poco después de la fiesta del sol. Venía de Wilú-Wilú, una aldea cercana a las montañas Maduinas. Tenía el corazón más dulce de cuantos corazones latieron en Los Confines.

-Cuando canta se ven crecer los zapallos -le gustaba decir a la gente que la conocía.

Después hubo años buenos. Dulkancellin salió a cazar con los hombres de la aldea, participó en todas las rondas territoriales y regresó de dos batallas entre linajes. Kush y Shampalwe se repartieron las labores y los niños nacieron. Cinco hijos tuvieron Shampalwe y Dulkancellin que fueron cinco risas para Vieja Kush. Primero nacieron dos varones, Thungür y Kume. Muy pronto nació Kuy-Kuyen. Luego Piukemán, el tercer varón. Y en el medio de un verano, nació Wilkilén. Ahora le gustaba a Kush mirarlos despaciosamente, uno por uno, porque de una manera o de otra todos le recordaban la belleza y la gracia de Shampalwe.

El día del nacimiento de Wilkilén, Shampalwe dejó los niños al cuidado de la abuela y partió hacia el Lago de las Mariposas. La joven iba a sumergirse en las aguas que devolvían, a las madres recientes, el vigor del cuerpo y la serenidad del ánimo. De allí la trajeron los lulus con el poco de vida que le duró para besar a sus hijos y pedirle a Kush que los cuidara por ella. Y un rato más, para esperar el regreso de Dulkancellin que había salido a cazar carnes sabrosas para celebrar el nuevo nacimiento. En la boca de una cueva, a orillas del lago, una serpiente gris de las que hacía años no se veían por el lugar mordió a Shampalwe en un tobillo. La madre había estado cortando unas flores que tenía entre sus manos cuando los lulus la hallaron.

-Flores que no nacieron de semilla... Trampas de la serpiente -masculló Kupuka.

El Brujo de la Tierra intentó recobrarla para la vida con las medicinas del bosque y de la montaña. Pero ni los remedios de Kupuka, ni la juventud de Shampalwe, ni siquiera el ruego de un hombre que nunca antes había rogado; nada consiguió salvarla. Murió ese mismo día mientras atardecía en Los Confines.

Fue por eso que Kush había pedido a los lulus que vinieran por un obsequio, cada atardecer en que fuera posible andar a la intemperie por esas tierras.

-Así nosotros vamos a agradecerles, y ustedes van a recordarla -les dijo la anciana.

Los lulus partieron. Kupuka partió. Dulkancellin disparó sus flechas a las estrellas. Y al amparo de Kush, los niños siguieron creciendo.

La anciana escuchó risas lejanas. Kuy-Kuyen y Wilkilén estaban riéndose de ella que, de tanto recordar, se había quedado absurdamente inmóvil un paso antes de la puerta y con un brazo extendido.

-Ya está bien... Hay que seguir trabajando -Kush entró a la casa fingiendo un enojo que nadie le creyó.

-¿Vieja Kush, qué pasó con los lulus? -preguntó Kuy-Kuyen. Herencia de su madre la facultad de ver profundo.

-¿Qué podría haber pasado? -contestando así, Kush quería convencerse a sí misma-. Nada... Nada.

Wilkilén habló a su manera:

-De que te cantaron la canción linda, abuela Kush. De los lulus... que yo también sé cantar -trataba de soplar como ellos y daba saltos cortitos sobre un pie y sobre otro. La pequeña Wilkilén había heredado de su madre el don de la alegría.

Antes de que la abuela pudiera dar la orden de regresar al tejido, llegaron hasta la casa voces familiares. Dulkancellin y sus hijos varones regresaban del bosque. Traían algo más de leña, hierbas aromáticas para quemar en las largas noches de contar historias y una liebre, la última de la temporada, que comerían apenas Kush la cocinara.

Los hombres no fueron directamente a la casa. Antes guardaron la leña nueva junto con la restante, cuidando separarla por tamaño. Enseguida se dirigieron hasta una construcción de pared baja y circular, levantada con piedras de las Maduinas. Aquel era el lugar donde lavar sus cuerpos y frotar un aceite liviano sobre los rasguños que traían del bosque.

El primero en entrar fue Dulkancellin. Detrás de él lo hicieron sus tres hijos.

Afuera, la noche se cerró. Los grandes árboles hincaron sus raíces en la tierra. El viento llegó arrastrando una bandada de cuervos, y se metió en lo oscuro.

Sobre un cuero extendido humeaba la liebre cocida en agua sazonada. Liebre con hierbas de sazón, pan de maíz y hojas de repollo era la comida de aquel día para la familia del guerrero.

A la luz del fuego, los siete rostros parecían de sueño. Los husihuilkes comieron en silencio; y sólo después de que todos hubieron terminado, Dulkancellin habló:

-Hoy, en el bosque, escuchamos el tambor de Kupuka llamando a alguno de sus hermanos. Y también escuchamos la respuesta que le enviaron. No pude entender lo que decían, pero los tambores de los Brujos sonaban muy extraños.

El nombre de Kupuka siempre interesaba a los mayores y silenciaba a los más pequeños.

-¿De dónde venía el sonido? -preguntó Kush a su hijo.

-El tambor de Kupuka venía desde el Volcán. El otro se oía más débil. Tal vez, venía de...

-De la isla de los lulus -terminó Kush.

-¿También ustedes lo escucharon? -la pregunta de Dulkancellin se quedó sin respuesta porque Vieja Kush había regresado a la mirada del lulu de cola amarilla.

-¡Kush! -llamó su hijo-. Te estoy preguntando si también aquí lo escucharon.

La anciana salió de sus sombras y pidió disculpas. Sin embargo, no quiso contarle a Dulkancellin el incidente de esa tarde.

-No escuchamos nada -dijo. Y enseguida agregó-. Me gusta adivinar cosas.

-Mañana veremos a Kupuka en el Valle de los Antepasados. Hablaré con él -con estas palabras Dulkancellin dio por terminada la conversación.

Cada año, justo antes de que empezaran las lluvias, los husihuilkes se reunían en el Valle de los Antepasados para despedirse de los vivos y de los muertos. Era fiesta de comer, bailar y cantar. Pero sobre todo, de intercambiar aquello que tenían en exceso por aquello que les faltaba para resistir la mala temporada. Día de compensar abundancias con escaseces, de modo que todos tuvieran lo imprescindible.

En poco tiempo los separaría la tierra empantanada, los vientos y el frío. No era época de caza, de siembra o de guerra. Y la comunicación entre ellos quedaría reducida a las necesidades más severas.


La noche del guerrero

Dulkancellin no podía dormir, pese a que la noche era una gran quietud y unas cuantas estrellas que persistían en las últimas grietas del cielo. La vida en Los Confines estaba acurrucada y hasta el retumbe lejano de la tormenta era otra forma del silencio.

El guerrero cerró los ojos esperando el sueño. Giró hacia la pared que daba al bosque, giró hacia la pared contra la cual estaba apoyada el hacha. No quería volver a recordar los sucesos del día; y sin embargo, mucho rato después, seguía tratando de comprender el sentido de los tambores. Dulkancellin recordó lo que Vieja Kush decía: que el sueño jamás va donde lo llaman, y siempre donde lo desairan. Entonces, para que el sueño sintiera el desaire, se ocupó en distinguir y separar la respiración de cada uno de los seis que dormían en la casa. Pero antes de comprobar si Vieja Kush tenía razón, oyó unos ruidos que parecían venir del lado del nogal. Se puso de pie con sólo un movimiento silencioso y enseguida estuvo fuera de la casa con el hacha de piedra en una mano y el escudo en la otra. Allí permaneció, inmóvil junto a la puerta, hasta asegurarse de que nadie estaba tan cerca que pudiera entrar mientras él se alejaba para averiguar lo que ocurría. Después se dirigió sin ningún ruido hacia uno de los extremos de la casa y, cuando casi llegaba, cambió bruscamente su ritmo y afrontó la esquina con un salto. Pero, por una vez, el guerrero husihuilke fue sorprendido.

Entre la casa y el bosque, decenas de lulus giraban sin sentido aparente haciendo viborear sus colas luminosas. Las bocas de todos ellos tenían la forma del soplido. Sin embargo los soplidos no se escuchaban. Dulkancellin avanzó hasta hacerse ver. Apenas los lulus notaron su presencia, corrieron al pie de los primeros árboles y se transformaron en una multitud de ojos amarillos que lo miraban sin parpadear. Un lulu muy viejo se adelantó unos pasos. El guerrero lo veía con demasiada nitidez, teniendo en cuenta la distancia y la oscuridad que había de por medio. La criatura de la isla señaló hacia el oeste con su brazo raquítico y Dulkancellin siguió el movimiento. El mar Lalafke solamente podía verse, desde la casa, en los días nítidos del verano; y aun entonces era un contorno que subía sobre el horizonte y bajaba enseguida. Para cuando el husihuilke giró la cabeza, el mar estaba allí tapándole el cielo, derrumbándose sobre su casa, su bosque y su vida. Dulkancellin prolongó un grito salvaje y, por instinto, levantó el escudo. Pero el mar detuvo su caída y se abrió como un surco de la huerta de Kush. Por el surco, pisoteando hortalizas, avanzaban hombres descoloridos a lomo de grandes animales con cabellera. Estaban lejos y cerca, y sus ropas no ondeaban con el viento de la carrera. Por primera y última vez en su vida, el guerrero retrocedió. Para entonces, el soplido de los lulus se había transformado en una estridencia insoportable. A través de los hombres descoloridos Dulkancellin vio una tierra de muerte: algunos venados, con la piel arrancada, se arrastraban sobre cenizas. Los naranjos dejaban caer sus frutos emponzoñados. Kupuka caminaba hacia atrás y tenía las manos cortadas. En algún lugar Wilkilén lloraba con el llanto de los pájaros. Y Kuy -Kuyen, picada de manchas rojas, miraba detrás de un viento de polvo.

El guerrero se despertó sobresaltado. Otra vez resultaban verdades los decires de Kush. El hacha seguía apoyada contra la pared. Y el silencio seguía.

Dulkancellin recordó que era día de fiesta. Faltaba muy poco para el amanecer, y un poco menos para que su madre se levantara a encender el fuego y a comenzar con los trajines de la jornada.

Cubierto con un manto de piel, Dulkancellin abandonó la casa con la sensación de que era la segunda vez que lo hacía en el curso de esa noche. Afuera estaba el mundo familiar y el guerrero lo respiró hondo. Un gris opaco aparecía detrás de la noche. Por el sur, cubriéndolo, venía otro gris, macizo como las montañas.

El cabello de Dulkancellin estaba sujeto con un lazo en la parte superior de la cabeza, como lo llevaban los husihuilkes cuando iban a la guerra o cuando adiestraban su cuerpo.

La distancia que lo separaba del bosque le alcanzó para la canción que sólo los guerreros podían cantar. Cantando prometían honrar, cada mañana, la sangre que se había tendido a dormir por la noche y a cambio, suplicaban morir en la pelea.

Cuando Dulkancellin llegó a los grandes árboles se quitó el manto y lo abandonó sobre unas raíces. Comenzó doblándose como una caña nueva, corrió a través de la maleza, saltó la distancia de un jaguar, trepó hasta donde parecía imposible y por último, se sostuvo colgado de una rama hasta que el dolor lo derrumbó. De regreso a la casa, recogió su manto y algunas semillas para masticar.

Desde la muerte de Shampalwe se había vuelto áspero y silencioso. Antes, decían de él que peleaba sin miedo a la muerte. Ahora se lamentaban de verlo pelear sin apego a la vida.


¿Dónde está Kupuka?

Los husihuilkes vivieron en Los Confines, en el sur más remoto de un continente al que sus habitantes llamaron Tierras Fértiles. El país de los guerreros fue un bosque entre las montañas Maduinas y el Lalafke. Un bosque atravesado por ríos caudalosos que subía cipreses hasta la cima de las montañas, y llegaba hasta la playa con laureles y naranjos. El país husihuilke fue un bosque en el sur de la Tierra.

Bastante más al norte de Los Confines, subiendo durante muchas jornadas una ardua pendiente, habitaron los Pastores del Desierto. Un linaje de criadores de llamellos que se extinguió con los últimos oasis. Todavía hacia el norte, y en la otra orilla del continente, vivió el pueblo de los zitzahay. Y más allá de las Colinas del Límite, los Señores del Sol levantaron una civilización de oro. Tal vez, algunos pueblos vivieron y murieron en la cerrazón de la selva madre, sin salir jamás de allí. Y por fin, hubo otros: la gente que habitó donde los mares eran de hielo y el cielo era oscuro, porque el sol se olvidaba de ir.

En Los Confines, Dulkancellin y su familia se acercaban al Valle de los Antepasados la mañana del día que recomenzaban las lluvias.

A mitad del viaje, Thungür pidió permiso a su padre para adelantarse un trecho en el camino. El andar de Kush y de las niñas le resultaba demasiado lerdo, y él no quería desaprovechar aquella mañana. Concedido el deseo el muchacho tomó ventaja y enseguida se perdió de vista.

El lugar exacto donde los husihuilkes iban a reunirse era un espacio casi circular, totalmente cubierto de una hierba rastrera, y contorneado por un crecimiento de grandes hongos blancos. Árboles y malezas se agolpaban alrededor, como para ver la fiesta de los hombres sin trasponer el límite.

Ya casi llegaban cuando vieron que Thungür venía por el camino, en dirección a ellos. Algo traía con él. Algo muy especial, sin duda, porque lo levantaba con todo su brazo estirado y lo agitaba ansiosamente.

-¿Qué trae? ¿Qué habrá encontrado? -se preguntó Kume en voz alta. Y atraído por la ansiedad de su hermano mayor, corrió a encontrarlo.

Piukemán y Kuy-Kuyen lo siguieron de inmediato. Ellos iban adivinando, con la voz entrecortada por la carrera: colmillos...una piedra azul...un caparazón...pezuñas de lulu. Wilkilén, que corría detrás, gritaba cuanto podía para hacer escuchar su vocecita:

-¡Una naranja! ¡Thungür trae una naranja para mí!

Thungür se había detenido, y los esperaba con su tesoro escondido a las espaldas.

-A ver -pidió Kume.

Pero Thungür movió la cabeza en señal de negación. Kume y Piukemán entendieron que, esa vez, no se trataba de un juego; que no debían rodear a su hermano y marearlo y derribarlo para quitarle por la fuerza lo que ocultaba. Kush y Dulkancellin los alcanzaron en ese momento. Dulkancellin no necesitó ni una sola palabra. Miró a su hijo mayor y esperó para conocer la causa de su miedo. Muy despacio, Thungür separó la mano de su espalda y la llevó hacia adelante. Ante los ojos de todos apareció, por fin, lo que estaba ocultando.

-Era eso -protestó Piukemán, decepcionado-. Una pluma negra que, además, es muy pequeña.

Para él, igual que para las dos niñas, el enigma estaba resuelto. Y perdido todo interés, los tres se desentendieron del asunto. El resto de la familia, en cambio, reconoció de inmediato que se trataba de una pluma de oropéndola. Vieja Kush, Dulkancellin, Kume y Thungür, todos ellos sabían que, según el modo de encontrarla, una pluma de oropéndola tenía su significado. Era un anuncio del bosque que no se debía desdeñar.

-¿Cómo la encontraste? -preguntó Dulkancellin, mientras recibía la pluma de la mano temblorosa de Thungür.

-Ya había rodeado el estero. Me faltaba muy poco para llegar a la última bajada, antes del Valle. Y entonces, donde se juntan las encinas viejas, escuché mi nombre. Me tapé los oídos pero volví a escucharlo. Venía desde arriba, desde la copa de una encina que estaba a mi izquierda. Levanté la cabeza y vi caer la pluma. En ese momento, cantó la oropéndola.

-¿Y tú qué hiciste, Thungür? -esta vez fue Kush la que preguntó, acercándose un poco a su nieto. Hacía tiempo que Thungür había sobrepasado a su abuela en altura. Y hacía tiempo, también, que conocía sus deberes.

-Me quedé muy quieto y, sin moverme ni un paso del lugar en el que me había detenido, levanté las manos con las palmas juntas y abiertas.

-Cerraste los ojos... -Kush lo acompañó con un murmullo.

-Cerré los ojos para no buscarla ni esquivarla, y esperé. Pasó un rato y creí que la pluma ya estaría en la tierra. Pero cuando iba a abrir los ojos, la sentí caer en mis manos.

Kush habló otra vez, como si recordara:

-La oropéndola volvió a cantar...

-Así es -dijo Thungür-. Después voló en círculo sobre mi cabeza y se alejó.

El bosque ponía una pluma de oropéndola en manos de un varón husihuilke como forma de anunciarle que, en poco tiempo, recaería sobre él la responsabilidad de procurar sustento y protección a su familia. Ésta, de entre sus muchas voces, era la que el bosque elegía para advertir que alguien estaba próximo a dejar su lugar y sus deberes. Y para prevenir a quien debía heredarlos. Esta vez, el mensaje era para Thungür. ¿Qué pasaría con Dulkancellin? ¿Por qué dejaría de estar allí como cada día desde que Thungür tenía memoria? ¿Cómo podría él reemplazar a su padre? Thungür se esforzaba en ocultar el desconsuelo. Pero sus brazos le resultaban muy pesados y sus piernas, demasido débiles. ¿Qué estaba a punto de ocurrir? ¿Quién le aliviaba la tristeza? ¿Quién le indicaba lo que debía hacer?

Thungür no necesitó decir nada de esto porque, antes de hacerlo, tuvo su repuesta.

-Sigue caminando hacia el Valle. Eso es lo que ahora tienes que hacer -le dijo Dulkancellin.

Thungür dudaba, quieto en su lugar. Entonces Dulkancellin volvió a hablar alzando apenas la voz:

-Vamos, Thungür, sigue caminando.

La familia reanudó la marcha en dirección al Valle de los Antepasados, caminando muy juntos unos de otros. Los más pequeños, que adivinaron en el rostro de los mayores algún suceso fuera de lo común, prefirieron no averiguar de qué se trataba.

Sin embargo, el mismo bosque que ocasionó la pena ayudó a disiparla. El olor de la lluvia cercana y la nitidez con que los árboles se veían detrás del viento les hicieron pensar que cualquier dolor estaba muy lejos. Y a poco de andar, el buen ánimo volvió a los corazones husihuilkes.

Kume tomó una piedra y la arrojó a ras del suelo, tan adelante como pudo. Thungür y Piukemán aceptaron el desafío. Y los tres continuaron el viaje corriendo hasta donde las piedras habían llegado, para volver a arrojarlas después de disputarse la victoria.

Kuy-Kuyen y Wilkilén caminaban tomadas de la mano, cantando una canción de cuna. Kush se sonrió de ternura, y revolvió en sus pertenencias hasta encontrar la flauta de caña. Para tocar con mayor comodidad la anciana cargó el morral sobre la espalda y se arremangó hasta los codos el manto que la cubría. La melodía, sencilla y monótona, se sumó a la tranquilidad recobrada. Vieja Kush disminuía cada vez más el ritmo de la marcha, tan concentrada como estaba en soplar las notas justas. Su hijo y sus nietas retenían el paso con la intención de no distanciarse de ella.

Con andar de flauta llegaron, por fin, a la cima del camino. En Los Confines, el terreno ascendía desde la orilla del mar, a través de las aldeas y del bosque, y acababa fundiéndose con las Maduinas. Claro que la pendiente se interrumpía numerosas veces. Bajaba hasta un estero o hasta un lago. Caía en seco con un manantial, o se inclinaba suave. Pero siempre volvía a retomar su destino de montaña. Allí donde Dulkancellin y su familia se detuvieron un momento, antes de recorrer el último tramo, el terreno iniciaba su descenso al valle. También los árboles bajaban un poco, hasta que el círculo de hongos blancos los detenía.

Gente de todas las aldeas llegaba al lugar. La mayoría venía en grupos numerosos por cualquiera de los tres caminos principales. Algunas familias llegaban solas debido a un retraso en la partida o a la ubicación de sus casas, que les facilitaba la entrada por un atajo. La familia de Dulkancellin se contaba entre estas últimas.También ellos habían tomado una senda que acortaba el camino al Valle de los Antepasados.

A medida que iban llegando, los husihuilkes descargaban sus morrales y se ponían a saludar parientes por todo el valle. Entre ellos había quienes se veían con frecuencia; pero muchos otros lo hacían, solamente, en días excepcionales. Hombres y mujeres se agrupaban en rondas diferentes, igual que se repartían las habilidades y los trabajos.

Apenas vieron acercarse a Dulkancellin, varios guerreros se adelantaron a recibirlo. Las mujeres rodearon a Vieja Kush, que saludó a las casadas con un beso en cada mejilla y a las solteras con una palmada en la frente.

La gente de Los Confines amaba a sus ancianos. Y Vieja Kush lo era más que nadie. Quienes crecieron a su par habían muerto años atrás, mientras que ella seguía recorriendo el bosque.

-Me dejaron aquí olvidada - decía Kush cada vez que se hablaba del asunto -. Y debe ser porque no hago ruido.

Vieja Kush tuvo a su hijo muy tardíamente, cuando ya nadie lo creía posible. En esa ocasión, los husihuilkes hablaron de un prodigio.

-Es un don que la vida le da a Kush por ser de corazón suave y manos ásperas -así se murmuró, durante largo tiempo, en Los Confines.

La reunión se animaba. Desde Paso de los Remolinos y Las Perdices, desde Los Corales, desde las aldeas que estaban al norte del río Nubloso y, más lejos, desde Wilú-Wilú iban bajando los husihuilkes.

La mayor parte hacía todo el camino a pie. Los que vivían del otro lado del río dejaban sus canoas amarradas en la orilla, y después caminaban hasta el Valle de los Antepasados. Sólo unos pocos, especialmente los que venían de las aldeas altas, llegaban montados en llamellos.

Gente de una tierra asombrosamente abundante, los husihuilkes preveían su sustento tanto como los animales del bosque preveían el suyo. Era seguro que los manzanos repetirían cada año sus manzanas, que los animales de caza procrearían a su tiempo, que un solo zapallo guardaba las semillas de muchos otros. Y a nadie se le ocurría pensar que semejante previsión pudiera mejorarse.

Como excepción, un poco antes del comienzo de las lluvias los husihuilkes acopiaban más de lo habitual para poder afrontar los largos días de aislamiento, cuando el mar y la tierra se volvían hacia adentro y el bosque mezquinaba sus bienes. Hombres y mujeres redoblaban su esfuerzo. Cazaban o hilaban, amasaban arcilla, curtían pieles y tejían cestos. Unos pescaban y guardaban la pesca en sal, otros secaban fruta. Pero ninguno aprovisionaba para sí otra cosa que lo indispensable. El sobrante se trocaba en el Valle de los Antepasados. Así, la abundancia de una aldea compensaba la escasez de otra. Y las habilidades de cada uno resultaban provechosas para todos.

Los habitantes de Wilú-Wilú obtenían valiosas piedras de las montañas: pedernal para encender los fuegos y sílex para fabricar hachas y puntas de flecha. Pero a cambio, necesitaban la sal y los peces desecados que la gente de Los Corales acarreaba en cestos de junco. Los cestos se fabricaban en las aldeas que estaban a orillas de El Nubloso, donde los juncos crecían como plaga. Allí también modelaban recipientes de barro cocido: cántaros, vasijas, y unas pequeñas tinajas muy apreciadas en Hierbas Dulces, porque en ellas guardaban los colmeneros la miel roja de sus panales. Las mujeres de Paso de los Remolinos, célebres tejedoras, llevaban mantos y paños de lana que resultaban imprescindibles en los inviernos a orillas del mar para los pescadores de Los Corales.

Los bienes se depositaban en hileras que los husihuilkes recorrían sin apresuramiento. Como cada aldea conocía las necesidades de las demás, y como en todas ellas se tenía en cuenta los hechos desacostumbrados que, para bien o para mal, hubieran alterado la vida de sus vecinos, la mayoría de los intercambios eran predecibles y se repetían con pocas variaciones de año en año.

Aquella vez, Kush había llevado tres mantas de lana teñidas de color verde y adornadas con guardas rojas y amarillas. A cambio de ellas, eligió un vaso para moler maíz, cuero para renovar las botas de los varones, hierbas medicinales y algo de pescado seco.

Terminado el tiempo de dar y recibir, Vieja Kush, igual que el resto de las mujeres, se ocupó en los preparativos de la comida.

Los músicos, ubicados en diferentes lugares del valle, recibían la visita de pequeños grupos que se cruzaban yendo de un instrumento a otro. Los que venían de escuchar el sonido oscuro del tambor caminaban ensimismados. Otros todavía bailaban los sones del racimo de calabazas secas. Las trenzas de junco engomadas demoraban en callarse. Por eso, la gente a su alrededor recordaba tiempos pasados. Solamente el flautista no se quedaba quieto. Daba vueltas al valle, una y otra vez, tocando su canción. Detrás suyo, el cortejo se renovaba a cada vuelta.

Cuando la flauta pasó frente a Kush, la anciana abandonó un momento su tarea para saludarla.

-Ven a cantar conmigo, Vieja Kush -le dijo la flauta.

-No te falta compañía, silbadora -respondió Kush-. Mejor sigo con mis quehaceres.

La anciana levantó la mano en señal de saludo y volvió a concentrarse en acomodar palmitos en una corteza. Apenas la tuvo lista, llamó a su nieta mayor:

-¡Kuy-Kuyen, ven aquí! -la niña llegó enseguida y Kush continuó: Llévate esta bandeja para convidar y, cuando se vacíe, regresa por más. Antes, saca uno para ti.

Kuy-Kuyen tomó un palmito y lo mordió con gusto. Por allí cerca, Wilkilén había estado mirando.

-¡Abuela Kush! Dame algo para el convite -pidió la niña.

-Ven aquí que te acomodo un poco la ropa -dijo su abuela. Le ajustó las tiras que sostenían la botitas de piel, acomodó el gorro con orejeras que le enmarcaba el rostro con flecos de colores y se aseguró, especialmente, de que la capa estuviese bien cerrada. Mientras tanto, Wilkilén miraba el viento arriba del valle y, por imitarlo, soplaba con fuerza y balanceaba los brazos como si fueran ramas.

-Podría terminar más rápido si te quedaras quieta -le dijo Kush.

Wilkilén trajo del cielo una mirada pensativa.

-Era para saber si la gente se cansa de ser viento -y bajando los brazos, agregó: sí, se cansa.

Vieja Kush miró a su nieta, y la pluma de oropéndola le volvió al recuerdo. Abrazó fuerte a la pequeña. Le besó las mejillas heladas buscando atenuar la inquietud que había vuelto a sorprenderla. Y de inmediato, se ocupó de satisfacerle el deseo.

-Veamos qué puedo darte -murmuró un poco para sí, un poco para la niña. Finalmente eligió una vasija de tamaño regular donde había preparado una crema espesa de nueces y hierbas, buena para untar el pan.

-Llévalo así para que puedan servirse -dijo, al mismo tiempo que hundía en la crema pequeñas paletas de madera-. Será bien recibido.

Wilkilén partió con la vasija, atenta a sus propios pasos. Vieja Kush la acompañó con la mirada y, cuando casi la perdía de vista, vio llegar a Dulkancellin.

Su hijo venía a buscarla, pues juntos debían ir a saludar a los parientes de Shampalwe que habían venido desde Wilú-Wilú.

-¿Estás lista, Kush? -le preguntó.

-Sí. Toma de ese morral unos obsequios que les he traído y vamos para allá.

Partieron en silencio. A ninguno de los dos le resultaba sencillo volver a ver los ojos de Shampalwe en los de sus hermanos. Sin embargo, la fiesta del Valle era una de las pocas ocasiones en que los parientes podían abrazar a los niños, y conocer las novedades. Wilú-Wilú quedaba al pie de las montañas Maduinas, lejos de Paso de los Remolinos. Por esta razón, muy pocas veces durante el año los parientes volvían a reunirse.

El cielo se oscurecía rápidamente y el aire se enfriaba. Cobijados en el valle, los husihuilkes miraban el viento sobre sus cabezas, como antes Wilkilén lo había hecho, y vaticinaban un difícil regreso a sus casas. La fiesta ya no tardaría en terminar y una sola pregunta andaba de boca en boca: ¿Dónde está Kupuka?

Kupuka no estaba en el Valle de los Antepasados. El Brujo de la Tierra, el que veía más lejos que nadie y conocía el idioma del tambor no llegaba, como era su costumbre, cargando un morral lleno de misterios para recibir junto a ellos la lluvia nueva. Con una sorda sensación de soledad, los husihuilkes se preguntaban cuál sería la causa de su ausencia.

Alguien que no pensaba en Kupuka pasó a través de la pregunta repetida, casi sin escucharla. Caminó tratando de hacerse invisible, atravesó la línea de los hongos blancos y siguió más allá. Tomó el camino del oeste, cuesta arriba, hasta donde se bifurcaba por primera vez en un sendero angosto. Este sendero, que se apartaba del camino principal, abandonaba también el ascenso para volver a bajar con una pendiente muy pronunciada. Cuando el sigiloso llegó allí empezó a descender con una velocidad sorprendente, andando de costado y compensando el declive con su cuerpo. Pero, enseguida, una voz familiar lo llamó:

-¡Piukemán! ¡Piukemán, espérame!

Un poco sorprendido, pero mucho más, enojado, Piukemán se detuvo y miró hacia atrás. Wilkilén lo había seguido y estaba bajando por el sendero casi sentada para no caerse. Piukemán volvió sobre sus pasos.

-¿Qué estás haciendo aquí, Wilkilén? -gritó furioso- ¡Siempre estropeas todo!

-Yo no... -intentó decir la niña. Pero Piukemán la interrumpió:

-¡Ahora no digas nada!

Los ojos negros de Wilkilén se llenaron de lágrimas y, como siempre que estaba triste, se puso a jugar con sus trenzas.

-¡Y tampoco llores!

Entonces, justo entonces, Wilkilén se puso a llorar porque Piukemán era su hermano querido, y nunca antes la había tratado de esa manera.

Pero Piukemán ya no la miraba. Estaba tratando de decidir si regresaba con ella al Valle de los Antepasados, o si la llevaba de compañera en la desobediencia. No podía dejarla volver sola. Pero si abandonaba aquella oportunidad tendría que esperar hasta la fiesta del sol, y eso parecía demasiado. Tomó a Wilkilén de la mano y reanudó la marcha hacia abajo.

El sendero que seguían los hermanos era el único que llegaba hasta la Puerta de la Lechuza, más allá de la cual estaba prohibido el paso.

Piukemán era, entre los varones, el más parecido a su madre. De ella le venía esa urgente curiosidad por todas las cosas. Shampalwe había pagado con su vida el interés por las extrañas flores de la cueva. A su tiempo, también Piukemán pagaría un alto precio. Desde que tuvo suficiente entendimiento, empezó a preguntar qué había del otro lado de la Puerta, y quién prohibía a los husihuilkes llegar allí. Pero nunca, hasta ese momento, había obtenido respuestas. Finalmente decidió averiguarlo por sí mismo. Dos veces, en celebraciones pasadas, había abandonado el Valle de los Antepasados y recorrido el sendero hasta el límite de lo permitido. Y las dos veces fue mayor el miedo y regresó sin atreverse a quebrantar la inmemorial prohibición. Piukemán tenía vividas once temporadas de lluvia, y no estaba dispuesto a dejar que pasara otra sin atreverse a cruzar la Puerta de la Lechuza. No llegarían a tres sus derrotas. La ocurrencia de Wilkilén consiguió hacerlo vacilar. Pero incapaz de resignarse a ser vencido nuevamente, resolvió seguir adelante aunque tuviera que llevar de la mano a su hermana menor.

El atajo abrupto y estrecho que descendieron con bastante dificultad, los dejó en un bajo donde la luz apenas llegaba. El aire de aquel lugar, muy frío y espeso de humedad, punzaba en la respiración. Una capa de hojas que por partes se engrosaba considerablemente, sostenía el paso de los niños, permitiéndoles avanzar sin embarrarse. Al pie de los árboles se multiplicaban las especies de la sombra. Plantas rastreras, hongos, y pequeños gusanos que aparecían por montones bajo cada piedra desplazada eran la más visible manifestación de la vida. Piukemán ya había estado allí, por eso marchó directamente a reencontrarse con el sendero aunque parecía como intencionalmente disimulado. Anduvieron un trecho en línea zigzagueante y apretada de vegetación, cada vez más adentro de aquella hondonada oscura. Los dos hermanos avanzaban tiritando y golpeando los dientes. Ni siquiera los mantos que llevaban bien ceñidos al cuerpo les servían de mucho porque el frío mojado les estaba trepando por los pies. De pronto, el camino se enderezó y el espacio se despejó de maleza. Habían llegado a la Puerta de la Lechuza.

Frente a ellos se alzaban dos árboles enormes, separados uno del otro la medida de un hombre con los brazos abiertos. Desde cierta distancia, se veía con claridad que el espacio entre los troncos tenía la forma de una lechuza. Wilkilén y Piukemán se quedaron inmóviles mirando la silueta del ave de los muchos nombres, pariente de los Brujos de la Tierra.

Piukemán fue el primero en reponerse y, con un gesto que intentó ser desafiante, le indicó a su hermana que iban a seguir avanzando. Se apretaron la mano con fuerza y caminaron hasta la Puerta de la Lechuza. La cercanía les desdibujó el contorno del ave, y con las cosas así facilitadas atravesaron la puerta prohibida.

Piukemán quería silbar para ayudar al buen ánimo, pero no había forma de que el silbido saliera sin quebrarse. Ni siquiera Wilkilén, entusiasta en las conversaciones, pronunciaba palabra. Y aunque a su alrededor todo parecía habitual, nunca antes el bosque los había puesto tristes como estaban.

Como sea, no alcanzaron a internarse demasiado en el lugar porque tras una curva, en un claro al costado del camino, encontraron a Kupuka. El Brujo no pareció escucharlos. Estaba de espaldas a ellos sentado en cuclillas. Una mano sostenía una rama con forma de serpiente, y la otra dibujaba en la tierra algo que los niños no alcanzaban a ver. Su cabello blanco caía desgajado sobre la espalda. Y por debajo de la piel de venado que lo cubría, asomaban sus plantas descalzas, duras de caminar el bosque y las montañas.

Los dos hermanos se escondieron detrás de un arbusto, temerosos de la reacción de Kupuka si los descubría dentro del lugar negado. El Brujo de la Tierra estaba repitiendo una letanía sagrada. Cuando terminó, giró la cabeza hacia el lado del corazón de modo que se descubrió el perfil de su rostro. En cuanto lo vieron, Piukemán y Wilkilén notaron algo diferente. Aquél que vieron no era el rostro de Kupuka tal como ellos lo conocían. El cambio resultaba confuso pero no por eso menos terrible. La nariz, muy dilatada y hacia arriba, latía de un modo extraño. El mentón se estiraba un poco hacia adelante y su respiración tenía filamentos de colores. Si hubieran podido mover las piernas habrían salido corriendo de allí, sin parar hasta el regazo de Kush. Pero las piernas querían quedarse. De repente, Kupuka dio un aullido y, de un salto, se puso de pie. Cantó alto palabras de otra lengua. Y, frente a los dos que miraban congelados de espanto, se puso a dar giros con un pie fijo y el otro pie coceando la tierra.

La cara de Kupuka aparecía transformada en cada uno de esos giros. Su voz, en cambio, seguía siendo la misma y seguía cantando, aunque se oía llegar desde un lugar muy alejado. En el primer giro, la cara estaba levemente emplumada. Después tuvo hocico de liebre, sacó lengua de lagarto y se detuvo, olisqueando el aire, con colmillos de gato salvaje.

Piukemán no podía pensar. Wilkilén no podía llorar. Así estuvieron hasta que un dolor intenso los arrancó de la fascinación que los tenía atrapados. Eran hormigas rojas que se habían encaramado por sus botas y estaban picándoles las piernas con furia. Reteniendo el grito se pusieron a quitárselas con urgencia y, por un breve momento, se olvidaron de Kupuka.

Antes de que pudieran acabar de quitarse las diminutas dañinas que se les escabullían por todo el cuerpo, escucharon un sonido que los apuró a erguirse. Entre el cielo y sus cabezas revoloteaba una mancha creciente de mariposas blancas que parecían venir de la nada; como si pasaran de no existir a existir a través de un agujero del aire. Igual que en respuesta a una orden de ataque, la multitud de mariposas voló sobre ellos. Cientos y cientos de alas que se abalanzaron rabiosas contras sus rostros. Tantas alas, que cubrieron por completo el claro del bosque donde Kupuka cumplía sus oficios de Brujo.

Piukemán y Wilkilén retrocedieron dando manotazos para apartar el enjambre, pero era muy poco lo que lograban quitarse de encima. En poco tiempo eran dos siluetas cubiertas de mariposas con manos cubiertas de mariposas que no les servían para limpiarse el rostro. Vacilante y casi enceguecido por el aleteo, Piukemán buscó a Wilkilén. La pequeña se había apartado de él en su afán de deshacerse del ataque. Cuando la tuvo a su alcance tomó a su hermana en brazos y la resguardó contra el pecho. Entonces sí, corrió cuanto pudo... Pobre Piukemán corrió como pudo, perseguido por un viento de alas blancas, hasta cruzar la Puerta de la Lechuza.

Ni una sola mariposa traspuso el límite de la Puerta. Se detuvieron allí, colgadas del cielo, y después regresaron sobre su vuelo. Apenas Piukemán estuvo seguro de que no volverían, bajó despacio a Wilkilén y él mismo se dejó caer para descansar un poco. Dos o tres respiraciones profundas, antes de volver a caminar, les devolvieron el aire perdido. A pocos pasos en dirección al Valle, Piukemán miró hacia atrás. De árbol a árbol, la Puerta de la Lechuza estaba totalmente cubierta por una intrincada telaraña que le llevaría a su dueña varios días de trabajo. A pesar de que no pudo comprender aquel suceso, Piukemán sintió alivio. Tal vez nunca habían estado del otro lado.

El resto del camino fue sencillo. Reconfortados por el regreso, ni siquiera temían el enojo de Dulkancellin por la ausencia que, seguramente, ya habría notado.

Los devolvió el mismo sendero. La fiesta seguía. Y ellos se metieron entre la gente con la cabeza baja, avergonzados de sólo imaginar que ya todos conocían la desobediencia. Andando así, tropezaron con su abuela y su padre. Piukemán y Wilkilén fueron levantando la vista, demorándose en encontrar los ojos relampagueantes de Dulkancellin y la mirada triste de Vieja Kush. Una nueva sorpresa les aguardaba: ambos los miraban sonrientes.

-Veníamos buscándolos. Debemos ir juntos a saludar a los parientes de mamá Shampalwe -dijo Kush.

-Allí está Kuy-Kuyen -dijo Dulkancellin, señalando-. Adelántense con ella. Yo voy a buscar a Kume y a Thungür.

Piukemán y Wilkilén no hicieron más que asentir y obedecer.

Un rato después, la fiesta terminaba. Las familias cargaban sus cosas y se despedían. Bajo el cielo encapotado, los husihuilkes marchaban a encontrarse con el viento helado que venía del mar y ladeaba el bosque hacia las montañas.

El Valle de los Antepasados quedaba solo hasta el próximo día claro. Sin más habitantes que las almas.


Un viajero

Un hombre abandonaba Beleram al amanecer. A esas horas la ciudad ya estaba en pleno movimiento. Algunos sirvientes de la Casa de las Estrellas alisaban el terreno de juegos, y los vendedores rezagados acarreaban sus productos, cuesta abajo y de prisa, por las callejuelas que desembocaban en el mercado. Los sabrosos olores de los puestos de comida saturaban el aire. En uno de ellos, el hombre se detuvo a comprar una tortilla envuelta en hojas. Olía especialmente bien y le costó unas pocas almendras de oacal. Aquella pausa prematura no estaba contemplada en el riguroso itinerario que los Supremos Astrónomos le habían trazado, pero ¡cuántas veces el recuerdo de ese sabor le devolvió la entereza para seguir el camino!

Muchas personas lo conocían en Beleram, y varias de ellas lo saludaron al pasar. Su equipaje decía a las claras que salía de viaje. El hombre dejó la Casa de las Estrellas con la mitad, y menos, de lo que atesoraba cuando llegó: una bolsa repleta de objetos insólitos, además de los muchos que llevaba encima. Los Supremos Astrónomos le exigieron reducir la carga. Y a pesar de las sensatas razones con que él intentó demostrarles la utilidad de cada una de sus pertenencias, tuvo que resignarse a prescindir de muchas y fantásticas cosas. "¡Recuérdenme que las reclame a mi regreso!", se fue protestando. Su equipaje, por menguado que estuviese, era suficiente para delatar el viaje. Sin embargo, ninguno de los muchos que lo vieron pasar se ocuparon de averiguar la causa ni el rumbo. Ir y volver era lo que él siempre hacía.

La primera parte del viaje fue desandar lo que pocos días atrás había andado. Atravesó la plaza y el terreno de juegos, bajó por la calle del mercado, dejó atrás el naranjal y las primeras poblaciones. "¡Adiós, Beleram!", dijo sin volverse a mirar. "Aprovecharé el largo camino para hacerte una canción!"

Pasó el puente que cruzaba sobre el río, y siguió hasta Amarilla del Ciempiés. De Amarilla del Ciempiés caminó hasta los Montes Ceremoniales, los atravesó por un atajo difícil. Y entonces sí, elogió el paisaje con toda su voz. "¡He llegado al valle más hermoso del mundo!" Trece veces Siete Mil Pájaros, así se llamaba el sitio. "Perfumado como pocos, musical como ninguno de los muchos que me ha tocado oír". El viajero hubiera querido demorarse allí algunos cuantos días, pero sabía que no era posible. Continuó su marcha en dirección al mar, y un buen día se halló descendiendo las dunas de arena.

Los Astrónomos le habían ordenado que aguardase en la orilla la llegada de las mujeres-peces. Y las mujeres-peces vinieron desde el atardecer. Traían una pequeña embarcación que dejaron cerca de la costa, donde el viajero pudo alcanzarla sin dificultad. El viento venía con ellas, por eso el cabello les revoloteaba delante. Después les revoloteaba a las espaldas, cuando se volvieron en dirección al atardecer; y el viento, no.

La barca no se diferenciaba en nada de la que cualquier zitzahay podía construir con algunos haces de totora y unos pocos secretos. Dentro de la barca, había un par de remos y una generosa ración de víveres. El sol alumbró de nuevo y, aunque el aire se había aquietado, el hombre zitzahay se dispuso a zarpar. "¡Adiós, mi Comarca Aislada! Estaré tan lejos de tus estrellas, como nunca antes lo estuve".

Navegó por la Mansa Lalafke porque allí el mar se estaba quieto, ceñido entre orillas. Cortar camino por aquella bahía le ahorró al viajero muchas jornadas. El camino por tierra era largo y muy escarpado donde se confundía con las últimas estribaciones de las Maduinas.

A partir de la mañana en que desembarcó, las cosas para él tuvieron que cambiar. Desde ese preciso instante, aquel viaje debía tornarse migaja y silencio para que un secreto siguiera resguardado. ¡Nadie debía ver a un zitzahay caminando esos lados del continente! Por eso, el viajero agradeció a la barca que lo había transportado, y luego la destruyó hasta las huellas.

Cualquiera que quisiese llegar a Los Confines por el norte, se veía obligado a atravesar el país de los Pastores del Desierto. Los Astrónomos le indicaron caminar sin perder la orilla del Lalafke. De esa forma, evitaría ser visto; porque los Pastores jamás se acercaban al mar. "Por supuesto que así lo hice. Caminé sobre el trazo de los Astrónomos y, hasta donde sé, no me vieron ojos humanos".

Dijo después, en cada ocasión que narró el viaje, no una sino muchas veces.

Dijo "ojos humanos" porque desde que pisó la Tierra sin Sombra un águila lo anduvo rondando. A veces, desaparecía... En una ocasión lo hizo durante toda una jornada, pero siempre regresó. El hombre se alegraba de verla nuevamente, volando alto sobre su cabeza. "Me alegraba como al ver la propia casa cuando uno vuelve bajo los relámpagos". ¡Y claro que tenía motivos para la alegría! Viajando solo y por tierras extrañas no es difícil perder el rumbo, confundir una referencia, desconcertarse en la llanura o en la encrucijada. Siempre que eso sucedía, el ave bajaba graznando. Y con su vuelo, ida y vuelta entre un viajero desconcertado y el camino certero, indicaba por dónde continuar. Además, el águila acostumbraba traer en su pico unas hojas carnosas, llenas de jugo reconfortante, que aumentaron la reducida provisión de agua que únicamente podía renovarse en los pocos oasis cercanos a la costa.

Así anduvieron interminables jornadas. "Ella por el cielo, yo por el arenal; y nunca al revés".

Aquel desierto parecía no tener fin. Días de penoso calor, noches heladas. Días y noches, noches y días, y el paisaje siempre idéntico. De tanto en tanto, el que andaba solo por el desierto tiraba un guijarro delante de sí para convencerse de que estaba avanzando. "Has alcanzado el guijarro que tiraste. Serénate, estás caminando. Y con un poco de fortuna, será en la dirección correcta", así decía para su propio consuelo.

Los Supremos Astrónomos le habían enseñado a ordenar el esfuerzo y el descanso, a fin de soportar el desierto. Mientras estuviese en la Tierra sin Sombra, debía iniciar su marcha al atardecer. "Envolverme en mi manta y caminar. Ganar terreno durante la noche y en las horas tempranas de la mañana, porque apenas el sol se alzaba debía armar mi toldo a la mezquina sombra de los espinos, beber mi agua y dormir. Dormir y despertar con cielo rojizo, sumergirme en el mar, comer mi vianda y proseguir el viaje".

Con frecuencia, en medio de la noche, se alzaba un viento lleno de arena, lastimador. ¡Ni pensar en seguir! Los ojos cerrados, la boca apretada y agazapado bajo su manta, se quedaba añorando el aroma de aquella tortilla envuelta en hojas, y esperando a que el viento amainase. Eso sucedía de a poco. Las ráfagas se demoraban en llegar y azotaban menos, la arena volvía a la arena. Y recién entonces, a la cola del viento, podía reanudar la marcha.

"¡Extraño país es la Tierra sin Sombra, donde el mar y el desierto se encuentran en la costa y no se sabe cuál muere y cuál mata!"

Pero un amanecer, un día antes de que su correa tuviera ciento cuarenta marcas, llegó al Pantanoso. El viajero sabía que después de aquel río estaría pisando Los Confines, tierra habitada por los husihuilkes. El aire se sentía diferente, y la vegetación empezaba a aparecer en manchones dispersos.

Para poder cruzar el Pantanoso debió alejarse de la desembocadura, que no era sino una extensa ciénaga que se metía en el mar. De haber seguido por allí, seguramente el lodo se lo hubiera tragado. El mapa de viaje le indicaba caminar tierra adentro. Y aunque aquello también tenía sus riesgos, no eran ni tan fatales ni tan ciertos como los que deparaba el lodazal. Alejarse del mar significaba exponerse a ser visto por los Pastores, que sí frecuentaban los parajes del Pantanoso. Los hombres del desierto llevaban sus animales hasta allí para que bebieran y pastaran. O bien atravesaban el río para comerciar en Los Confines. Los llamellos eran muy apreciados en algunas aldeas husihuilkes, y los Pastores los dejaban a cambio de harina, hierbas medicinales y otros de los tantos bienes que no podían obtener en sus oasis. Como fuera, las posibilidades de ser descubierto se acrecentaban, utilizando el mismo puente por el que los Pastores iban y venían con sus mercancías.

El viajero recién iniciaba el cruce, cuando el águila se puso a graznar insistentemente volando a su alrededor. ¿Qué estaba tratando de decirle? Esta vez, no podía haber equivocado el rumbo. El río era el río. El puente era el puente y tenía sólo dos direcciones: hacia el sur estaba su destino final, hacia el norte estaba el regreso. "¡Amiga, no pretenderás que vuelva al desierto!" Giró siguiéndole el vuelo, y enseguida comprendió cuál era la causa de tanto graznido y tanto aleteo. Un gran rebaño de llamellos avanzaba en dirección al Pantanoso. Apenas si se distinguían los primeros animales; el resto del rebaño era una mancha. Pero donde hay llamellos, hay Pastores. Y como, por las inmediaciones, no se veían ni matas suficientemente grandes, ni mucho menos árboles detrás de los cuales ocultarse, el hombre decidió que era urgente redoblar la ventaja que les llevaba y se puso a caminar con toda la rapidez de sus cortas piernas.

Por no pensar en el cansancio, se puso a pensar en los llamellos. De tanto pensar, terminó preguntándose cuál sería la suerte de esas enormes bestias rojizas en la selva de la Comarca Aislada. ¿Cómo avanzarían entre la maraña con sus cuerpos pesados y sus largas patas? No podían trepar ni volar; tampoco adelgazarse como el jaguar, o arrastrarse como la víbora. Los imaginó irremediablemente enredados y añorando sus extensos territorios de arena. Pero justamente entonces reparó en su propio enredo y en su propia añoranza. "¿Qué dices de ti, zitzahay? ¿No es la selva tu territorio y, a pesar de eso, acabas de atravesar el desierto?"

Acababa de atravesarlo, ¡claro que sí! Disfrutó su primer paso fuera del puente, y miró hacia arriba en busca del águila. Quería pedirle que se riera con él, pero no pudo encontrarla. Al fin, de puro contento, se rió solo.

Detrás de él, quedaron la desolación, el Pantanoso y los rebaños de llamellos. El bosque se veía cercano. Y con el bosque, aparecía la promesa de un viaje más grato.

Siguió andando. Al poco tiempo notó que el águila no lo había seguido; pero entonces no se preocupó porque, ya lo sabía de sobra, era su costumbre desaparecer. Cuando arribó a las primeras sombras ciertas comenzó a buscarla. Miró tanto al cielo que la confundió con otros pájaros. Por culpa de llevar los ojos hacia arriba, tropezó con cuanto obstáculo había en el camino. Dijo "águila" bajito, porque no podía gritar. Dijo "amiga". Buscó y buscó, hasta que comprendió que el águila se había quedado en el desierto. "¡Y yo, pensando en los llamellos!" A pesar de la benevolencia del bosque, no pudo olvidarla. "Vean que aún no he podido".

Nadie fue enviado en lugar del ave para brindarle ayuda. O al menos, él no lo advirtió. Y aunque anhelaba tener alguien con quien conversar, lo cierto es que, cruzando el Pantanoso, el viaje se hizo tan fácil que no necesitó socorro. El camino elegido lo mantuvo a buena distancia de las regiones donde se enclavaban las aldeas de los guerreros del sur. El resto lo hicieron su oído, su olfato y su habilidad para caminar sin ruido. "¡Ignoro si las estrellas me asistieron!"

Por esquivar las poblaciones husihuilkes tuvo que seguir una ruta enrevesada, llena de desvíos, serpenteos y contramarchas. Sin embargo, jamás equivocó sus pasos. En Los Confines los indicadores del rumbo resultaron ser inconfundibles. ¡Cuánto más que en la Tierra sin Sombra! Allí no había otra cosa que las Maduinas al este, el Lalafke al oeste, y siempre arena. En cambio, en el bosque de Los Confines era imposible no advertir la gran cascada o el estero que señalaban cómo continuar. Era imposible extraviarse en un lugar donde cada cosa parecía un gesto que apuntaba al buen camino. Ríos que se derrumbaban hacia el oeste, un enorme cipresal quemado por el fuego del rayo, lagunas gemelas, surgentes, extensiones de lava, cavernas... "Tanto me guió el paisaje que, como hacía en mi tierra, caminé cantando", contó después.


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