11 | FICCIONES | 3 de noviembre de 1999

Seis veces Lucas

Portada de "Seis veces Lucas"por Lygia Bojunga

Imaginaria presenta, por gentileza de Grupo Editorial Norma, el primer capítulo de Seis veces Lucas (Bogotá, 1999. Colección Torre de Papel. Serie Torre Amarilla), novela de la escritora brasileña Lygia Bojunga, quien en 1982 obtuvo el Premio Hans Christian Andersen por el conjunto de su obra.  


1

Lucas y la Cara

Lucas entró en el cuarto y vio a su padre mirándose al espejo. Se detuvo; mirando cómo su padre se miraba.

Su padre tomó el cepillo y lo pasó despacio por su pelo; tomó el peine y se peinó el bigote. Se frotó el rostro, sintiendo en la palma la barbilla bien afeitada; la mano fue y volvió, fue y volvió por la piel lisa. Luego su padre enderezó más el cuerpo; echó hacia atrás los hombros, cogió la corbata que le rodeaba el cuello y, sin prisa, hizo el nudo. Abrazado así por la tela, se contempló largamente. Y Lucas pensó, qué bonito es mi padre.

Después, el padre de Lucas se puso su chaqueta color ceniza claro, vio una pelusa cerca del bolsillo, más que de prisa la retiró. Se abotonó la chaqueta; no le gustó; volvió a desabotonarla; tampoco le gustó; la abotonó de nuevo y esta vez aprobó. Extendió el brazo y (siempre mirándose) destapó el frasco de loción; hizo una concha con la mano, y puso unas gotas en la concha. Se acercó más al espejo para investigar si en verdad era del todo blanco el cabello blanco que había acabado de ver. La mano concha se juntó a la otra, mezclándose bien; una salió a frotar la nuca, la otra se paseó lentamente por la cara.

—Estoy listo —dijo el padre. Y caminó en reversa hasta la puerta, para poder verse un poco más. Casi tropezó con Lucas—: Ah, hijo, ¿estabas aquí? Dile a tu madre que fui a sacar el auto del garaje; dile que la espero; que se apresure.

—¡Papá!

—¿Hmm?

—Es que... es que... está lloviendo.

—¿Y entonces?

—Es que... yo... yo... —miró a su padre; la voz se fue apagando—. Es que... Se me olvidó lo que tenía que decir.

—Dile a tu madre que la espero abajo —y su padre salió.

 

La madre de Lucas salió del baño y entró afanada al cuarto. Se acercó al espejo, para peinarse. Dejó el peine a un lado y buscó un pintalabios. Dejó el pintalabios cuando vio a Lucas. Se inclinó:

—¿Quieres abotonarme atrás, mi amor? —esperó—: ¿Qué pasa?

—Que no abotona.

—¿Por qué?

—El ojal es grande y el botón es pequeño: se sale.

—Ah, no importa, quedará bien así —se enderezó.

—Mamá...

—Hmm.

—Está lloviendo.

—Ajá.

—Y está haciendo viento también.

—En un momento se calma, cariño.

—Me da miedo quedarme solo.

—No vamos a empezar otra vez con eso, ¿eh, mi amor? ¿No viste la cara de tu padre, en el almuerzo? No le gustó nada verte diciendo de nuevo que tienes miedo.

—Podrías quedarte conmigo.

—Tu padre no quiere perderse el estreno de esa obra.

—Pues entonces podría ir solo.

—Vamos, Lucas.

—O yo podría ir con ustedes.

—Pero ya te lo expliqué, el teatro es para gente grande —bajó la voz—: Escucha, la tía Elisa va a telefonear más tarde, para charlar un rato contigo.

—Oye...

—Adiós, hijo, sabes que tu padre odia esperar.

—Mamá...

—¿Qué, Lucas?

—Es que... yo... es que... a papá no le va a gustar verte así, desabotonada.

—Ah, paciencia —y salió corriendo.

Lucas llegó hasta el espejo y se quedó mirándose. Tomó el cepillo y se alisó el cabello; abotonó el primer botón de la camisa y se miró de perfil. Giró la cabeza a un lado y al otro, queriendo ver con el rabillo del ojo en qué ángulo se parecía más al padre. Irguió el pecho. Ahuecó la mano, echó loción en la palma. La mano empezó a desencharcarse en la nuca, siguó hasta las mejillas, frotó la quijada.

Oyó cómo su madre cerraba la puerta. Oyó el viento; oyó la lluvia.

Fue sintiendo deseos de llorar.

Apretó la boca, no iba a permitir que ningún sollozo saliera; apretó los ojos: ¡tampoco iban a salir lágrimas, y asunto resuelto! Su padre estaría orgulloso de él; ¡iba a ser un héroe! ¿No había dicho su padre, un héroe es aquel que vence los miedos que tiene? ¿Lo había dicho, o no lo había dicho? Abrió los ojos. No, su padre había dicho, un héroe es aquel que conquista los miedos que tiene. Frunció la frente: ¿vence, o conquista? Se quedó muy quieto, tratando de recordar. Y recordó que en medio de una discusión su madre le había gritado a su padre: ¡eres un conquistador! Y él había preguntado a su padre, ¿qué es un conquistador, papá? Una lágrima se aprovechó de que los ojos estaban abiertos, y rodó por la mejilla. Lucas apoyó la frente contra el espejo; el cristal comenzó a empañarse. Oye, papá, ¿qué es un conquistador? Es aquel que conquista, aquel que vence. Y tú, ¿qué venciste? Vencí el miedo de luchar por lo que quiero; yo lucho por lo que quiero, Lucas.

El espejo estaba tan empañado que Lucas ya no podía verse; ¡ah! Pero él también iba a luchar por lo que quería, él también... él también... no pudo resolver más: La Cosa había empezado a doler.

Ahora era así: a cada rato la Cosa dolía. Dolía en la garganta, en el cuello, en los dientes, y si su padre decía, ¡pero al fin de cuentas!, ¿qué dolor es ese?, Lucas sólo respondía, no sé, es una cosa; y si su madre decía, explica mejor esa cosa, hijo mío, él no explicaba, sólo sabía que dolía.

Lucas se apartó del espejo y salió corriendo: la solución era llamar a la tía Elisa, pedirle que viniera cuanto antes. Cogió el teléfono y empezó a marcar.

Pero su padre se enteraría de que él había tenido otra vez miedo de quedarse solo.

Sí.

El teléfono regresó a su sitio.

Pues entonces la solución era encender todas las luces, prender el radio, la televisión, el equipo de sonido, todo bien alto, meterse en la cama y dejar a todo el mundo gritando y cantando hasta que él se durmiera. Se apresuró a encender las luces.

Pero su padre iba a llegar, iba a mirar aquella enormidad de luces, iba a ver que él se había muerto de miedo y... bien, entonces la solución era tener un perro. Para contarle al perro el miedo que tenía. ¡Eso! Su perro era el único que nunca, NUNCA saldría a contar por ahí el miedo que él sentía. Comenzó a pensar en lo lindo que iba a ser tener un perro. Tomó papel y lápiz. Se tiró en el suelo para dibujar a gusto el perro que iba a tener.

La Cosa fue desapareciendo.

Pero ningún trazo que el lápiz dibujaba tenía cara de nada; ¿de qué valía querer un cachorro, si su padre no iba a querer? Terminó por abandonar el dibujo del perro que no iba a tener.

Se acercó a la ventana; ¡qué lluvia, qué lluvia y qué viento, ah!

La Cosa volvió; ¿era en la garganta donde dolía? Se palpó el cuello, queriendo ver si el dedo acertaba con el sitio donde estaba el dolor. Palpando. Apretando. Hundiendo el dedo en la piel, igual a como lo hundía en la masa de modelar. Recordó la sensación linda que sentía cuando metía la mano en la plastilina. Le entraron ganas de modelar.

Fue a la mesa, abrió la caja de la plastilina, escogió una barra rojiza, arrancó un pedazo. Y comenzó: aprieta de un lado, redondea del otro, empuja aquí, estira allí, haz fuerza, haz fiesta, haz como si la mano ya no quisiera vivir sin la masa. El dedo excava un ojo, y después excava otro, y luego rasga una boca, y después levanta una nariz, ¡y mira qué cosa más graciosa! La masa ahora es una cara, y además una cara que a Lucas le gusta mirar.

Ni cuello, ni garganta, ni nada le dolía ya, la Cosa se había esfumado; y Lucas (medio-asombrado-medio-contento) comenzó a trabajar la cara que había acabado de inventar. Formó las cejas. Hizo arrugas en la frente. Trazó un bigote. Fue empujando con suavidad las comisuras de la boca, queriendo ver si la cara reía. Pero así, con las comisuras alzadas, la cara tomó un aspecto que a Lucas, sin saber por qué, le pareció el aspecto-de-aquel-que-conquista; un aspecto que también él quiso tener. Se puso la Cara sobre su cara. Fue hasta el espejo y apretó la plastilina contra la piel, para afirmarla bien.

Se quedaron observándose.

Lucas estaba contento de tener a alguien ahí, en el espejo; ya no se sentía solo, sintió deseos de conversar con él; de inmediato quiso saber:

—¿Eres un héroe?

La Cara hizo que sí.

—¿Quieres decir que eres un conquistador?

La Cara hizo que sí.

Lucas suspiró hondo. Pegó aún más la masa a su piel. Quedó tan pegada, que parecía que la masa fuera la piel. Se echó el cabello sobre la frente, tapando el pedazo donde la masa terminaba; y ahora, el uno eran tan el otro que Lucas marchó decidido hacia la sala, buscó una música que adoraba ("Redoble"), y prendió el equipo de sonido. Bien alto. El redoble llenó la casa. Lucas volvió a acercarse al espejo, y preguntó a la Cara:

—¿Sabes bailar?

—Todo el mundo sabe bailar.

Lucas miró fijamente el espejo, acordándose de su madre, vestida de vestido hurtacolor.

(—¡Hmm! Qué bonita te ves, mamá.

—Dilo más alto, para que tu padre oiga.

—¿Adónde vas, así tan elegante?

La madre fue a mirarse en el espejo:

—Quedó bonito este vestido, ¿eh, Lucas?

—¿De qué color es?

—Hurtacolor.

—¿Qué color es ese?

—Pues este. Así llaman a las telas de visos.

—¿Qué es hurta?

—Hurtar es robar. Fíjate si está bien cerrada la cremallera de atrás.

—¿Entonces es robacolor?

—Sí. ¿Está bien cerrada?

—¿Roba el color de quién?

—¿Está bien cerrada, Lucas?

—¡Di!, ¿quién roba?, ¿roba dónde?

—Adiosito, mi amor, tu padre está esperando.

—¿A dónde vas?

—Dale un beso a tu madre.

—¡A dónde vas!

—Voy a bailar, ¿no te dije que íbamos a una fiesta?

—La Cosa está doliendo.

—¿Dónde?

—En la pierna. Está doliendo y a ti no te importa: te vas a bailar con papá.

—Pero, Lucas, desde la semana pasada estamos hablando de esta fiesta; sabes que a tu padre le encanta bailar.

—A mí también.

La madre abrió los ojos; se echó a reir:

—¡¿Tú?! Pero si nunca te he visto bailar...

—Pues me encanta.

—En ninguna fiesta bailas... Ni siquiera aquí en casa. Ni siquiera con aquella niña tan graciosa, Celia, que decías que iba a ser tu novia, quisiste bailar. Ella insistía en bailar contigo, y no quisiste.

—Es que... es que no sé bailar: tú nunca me enseñaste.

—Tonterías, todo el mundo sabe bailar. Solamente hay que hacer así, plin, cuando está sonando la música. Así. Solamente hay que hacer así con el cuerpo, mira.

—Baila conmigo.

—Tu padre está llamando.

—¡Baila conmigo!

—Suéltame.

—¡No! Quiero que bailes conmigo.

—No me jales el vestido, Lucas.

Lucas dejó de jalar. Se puso a mirar el traje, fascinado: la luz de la lámpara caía sobre la tela tornasolada y, de pronto, el color del traje era diferente. Miró a su alrededor, tratando de averiguar en dónde el-color-había-robado-el-color. La madre salió apresurada del cuarto. Cuando Lucas quiso correr tras ella oyó que la puerta se cerraba; ¡listo! Se habían ido a bailar; ¡ah, qué deseos de bajar la cremallera, quitarle a su madre el vestido, y esconderlo muy bien, para que nunca lo encontrara! Nunca más se iría a bailar con su padre, dejándolo solo. ¡Ah! ¡Él iba a robar, iba a HURTAR el vestido, y a esconderlo muy bien, en aquel fondo del armario donde guardaban la escoba, la enceradora y la aspiradora!)

Lucas se acercó más a la Cara, y le preguntó en secreto:

—¿Crees que podemos ensayar? —la Cara no entendió—. ¡Bailar! —explicó Lucas.

La Cara hizo que sí.

—Entonces ven.

La Cara salió del espejo y Lucas la guió hasta la sala.

Bastó aproximarse al equipo de sonido para que el pie de Lucas se alzara de un modo diferente: para marcar sobre el tapete de la sala el redoble que redoblaba. Ahora un pie, ahora el otro. Golpeaban, se arrastraban, giraban. Y el cuerpo tras los pies. Hacia delante, hacia atrás, hacia un lado, hacia el otro. El brazo también baila: subiendo, bajando, llevando la mano, suelta, para acá y para allá. Todo el cuerpo se suelta, Lucas ya ni se acuerda del viento y de la lluvia, de su madre y de su padre, sólo siente lo estupendo que es acomodar así el cuerpo superdentro de un redoble; ¿así que eso era todo? ¡¿Así que también él podía bailar?!

Repitió el "Redoble" unas diez veces. Sólo dejó de inventar pasos cuando el cansancio lo venció. Se derrumbó sobre una poltrona.

Estaba impresionado de haber bailado. Admirado. Asombrado. Entusiasmado. Tan lleno de ados que quedó todavía más cansado, bostezó apurado, fue a ponerse el pijama rayado y se acostó a dormir.

Se durmió en un segundo.

Despertó al oír que sus padres discutían en la sala. La voz de su madre le llegaba mezclada con llanto:

—¡Es inútil, eres incorregible, siempre te da por mirar a otra mujer!

—¿Cuál otra mujer? ¡No hablamos con nadie! Fuimos al teatro, nos sentamos, vimos la obra, nos levantamos, salimos; ¿cuál es esa mujer que te estás inventando?

—¡La que estaba sentada a tu lado! ¿Piensas que no lo vi? No parabas de rozarle el brazo con el tuyo...

—¡Qué cosas dices!

—... y, en el segundo acto, ya no era sólo el brazo, era también la pierna.

—Tienes unos celos tan enfermizos que ni te haces idea de las cosas que inventas.

—¿Entonces es invención mía que había una mujer a tu lado de falda marrón y blusa de seda pura?

—Qué sé yo si la falda era marrón o era negra.

—¡Claro! Estabas tan concentrado en coquetearle...

—¿Cómo puedes decir algo así? Ni siquiera hablé con ella...

—No te hace falta. A ti no te hace falta. Con los ojos te sobra para desplegar insinuaciones...

—¡Lucas!

Cuando oyó que su padre lo llamaba, Lucas se enderezó en la cama. La luz del cuarto se encendió; su padre entró:

—¡Lucas, qué historia es esta del equipo de sonido prendido, y todas las luces de la casa encendidas! ¿Sigues con tu miedo de quedarte solo?

Lucas levantó la cabeza; hincó el codo en el lecho; vio a su madre, que cruzaba por el corredor. Su padre se acercó aún mas:

—¿Qué es eso que tienes en la cara? —jaló de la Cara. Un pedazo de la plastilina cayó al suelo, otro se le quedó pegado en la mano.

Lucas saltó de la cama y cogió el pedazo que había caído al suelo, arrancó luego el otro pedazo de la mano del padre, los unió, buscó en la masa la Cara. Pero ya la masa no tenía cara.

—¡La dañaste!, ¡la dañaste! —y comenzó a llorar.

Su madre entró asustada al cuarto.

—¿Qué sucede?, ¿qué pasó, hijo mío? —abrazó a Lucas. La irritación del padre creció:

—¡Pero qué es esto! ¡Llora la madre, llora el hijo! —separó a Lucas de su madre—: Déjala que llore, al fin y al cabo es mujer, pero tú eres hombre y no quiero un hijo llorón, un hijo con miedo de quedarse solo, con miedo de esto, con miedo de aquello.

La madre fue a terminar de llorar en el baño; Lucas apretó la boca: el llanto frenó en seco. El padre se arrodilló, miró a Lucas a los ojos, y dijo: —¿Me has oído bien? No quiero un hijo blanducho y llorón.

Los ojos de Lucas se fijaron en la masa que había sido la Cara. Su voz sonó muy baja, un hilo de voz:

—Nunca más me vas a ver llorar.

—Me gusta oír eso, hijo —se levantó—. Y ahora vas a botar esa cosa que tenías pegada en el rostro.


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